Descomposición vital. Kristina M LyonsЧитать онлайн книгу.
actos estáticos actúan como una especie de interferencia o ruido que al desactivar ciertas conexiones y vías de comunicación también facilita otras. Así como los saltamontes en El parásito, que no paran de cantar y de llenar espacios en su contraataque frente al ruido de las motosierras que intentan desplazarlos y ocupar el bosque, las pequeñas pulsiones de energía que emanaban de la finca-escuela ahuyentaban fuerzas mucho más grandes y devastadoras. En ese momento, la vida hacía la vida más feliz. La escuela me parecía un saltamontes que resonaba y defendía para sí un espacio al interrumpir el cruel silenciamiento y los mecanismos de destrucción de una guerra contra las drogas desmoralizadora y represiva.
Sin embargo, cuando La Hojarasca dejó de recibir los fondos del Cinep se transformó en algo más. Ya no era una escuela. Volvió a ser una finca en manos de sus dueños originales, la Asociación Agroindustrial Integral Comunitaria de San Miguel, administrada por una sola familia hasta que se volvieran a conseguir recursos para una nueva ronda de estudiantes. No estaba claro si la escuela iba a poder continuar. En ese sentido, su experiencia no era muy distinta de la larga historia de iniciativas de desarrollo financiadas provisionalmente por entes externos en el Putumayo. A la escuela no la apoyaban condiciones de posibilidad fijas, sino algo más parecido a lo que Kathleen Stewart llama las “verdaderas líneas de potencialidad que un algo que va tomando forma trae a la mente y pone en marcha” (2007, 2). No obstante, marcando un fuerte contraste frente a los programas vecinos de la Usaid, los cuales llegaban como en paracaídas “desde el centro a la periferia”, La Hojarasca intentaba juntar y multiplicar una diversidad de aptitudes, deseos de aprender y modos ya existentes de relacionarse con las agriculturas amazónicas o de la selva. La finca-escuela no era un proyecto delimitado con cronogramas rígidos y presupuestos impuestos desde afuera, sino un proceso en movimiento, y como tal lograba acoger las densidades y texturas afectivas —aquellas de las que habla Stewart— del espesor relacional del presente. Este espesor es habitado por pensamientos, sentimientos, sueños, formas de ser y transformaciones materiales reales, que existen y se hacen posibles en el marco de intentos por desatarse, en la medida en que sea posible, de las definiciones dominantes, para así transformarse en algo distinto.
La Hojarasca era impulsada por los deseos de cada vez más campesinos para distanciarse, aunque no se lograra del todo, de los discursos moralizantes y la codificación estigmatizante de las categorías estatales existentes: cocalero, auxiliador de la guerrilla, beneficiario del desarrollo, mendigo, víctima, colono desarraigado y depredador, población flotante y hasta campesino del Putumayo. Esta última fue una categoría que me encontré utilizando, al igual que ellos, lo cual nos hizo notar a ambos lo difícil que es escapar de la maraña del reconocimiento codificado por el Estado. Más allá del simple hecho de denunciar o resignificar estas identidades en disputa, la visita a la finca-escuela fue mi primera lección para aprender que ese distanciamiento depende de todo un conjunto de transformaciones materiales, conceptuales y ético-políticas, en y con una ecología una ecología andino-amazónica particular.
Algunos de los campesinos que conocí ese día habían rechazado los cultivos comerciales de coca desde su llegada al Putumayo, aunque la respetan y la cultivan como medicina, como sustento, como fuerza espiritual y como un elemento constitutivo de la biodiversidad local. Otros eran cocaleros que buscaban activamente una transición que les permitiera dejar atrás la economía de la coca, cansados de la persecución estatal, la fluctuación de los precios del mercado, los crecientes costos de producción y el carácter insostenible de un sistema agrícola de monocultivos en la Amazonía.6 Con los monocultivos de coca también llegaron los agroquímicos al territorio, a finales de la década de los setenta, y se redujo la diversidad de las semillas que se siembran en él. Esto llevó a una profunda alteración y homogeneización de las variedades de semillas, plantas y árboles, así como de las recetas y prácticas alimentarias locales. La producción de alimentos tanto comerciales como de pancoger se vio desplazada. Cuando las FARC-EP impusieron un paro armado en 1998 que aisló al Putumayo del interior andino del país y bloqueó el transporte de alimentos desde los departamentos vecinos, las comunidades rurales se dieron cuenta de lo delicada que se había vuelto su situación a raíz de su creciente dependencia alimentaria, que a su vez producía dependencias económicas y políticas.
Pero como me lo explicaron los mismos campesinos de La Hojarasca, tampoco se trataba de una añoranza simple y romántica de los tiempos de antes de la coca, cuando muchas familias rurales empleaban prácticas agrícolas insostenibles que habían traído de sus lugares de origen en la región andina. Me hablaron de las décadas que pasaron tumbando bosque para sembrar arroz y maíz, lo cual hizo que las cosechas fueran cada vez menores. Sin la protección de la selva y sin el alimento que brinda la hojarasca en descomposición, los suelos quedaban a la intemperie, expuestos a la intensa luz del sol tropical, a fuertes lluvias y el lavado de nutrientes. Al ser percibidos como suelos degradados, estas parcelas luego se convertían en potreros e inevitablemente se vendían a personas con capital (léase ganado). A su vez, esto lleva a los campesinos a tumbar todavía más bosque para repetir el mismo círculo vicioso. Las familias rurales se iban viendo desplazadas cada vez más hacia el interior de la selva y más lejos de los mercados de los pueblos y de los medios de transporte. Sus costos de producción aumentaban y nunca eran compensados por los bajos precios que les pagaban los intermediarios por cultivos tradicionales de pancoger como plátano, banano y yuca. En los años setenta y ochenta, el Instituto de Mercadeo Agropecuario (Idema) les compraba arroz y maíz a los campesinos de zonas de frontera como el Putumayo para venderlos a precios subsidiados en los barrios populares de las principales ciudades del país, como Bogotá, Medellín y Cali. De su experiencia con el Idema, los campesinos recuerdan que con frecuencia quedaban a la deriva esperando que les pagaran, merodeando por el pueblo, durmiendo en el parque y perdiendo tiempo y dinero lejos de sus fincas durante varios días. Para algunos, sus fincas quedaban a varias horas a pie, en canoa, en mula o a caballo. Luego de la liquidación del Idema, el Fondo Ganadero del Putumayo entró en quiebra debido a la corrupción en su manejo. Poco tiempo después llegaron los cultivos comerciales de coca a la región, que ofrecían ingresos relativamente superiores, así como mayores facilidades en el transporte y un mercado garantizado, a pesar de los altos costos de inversión en pesticidas, fertilizantes y otros insumos químicos requeridos para cultivarlos y cuando la gente también participa en la fabricación de pasta base de cocaína.
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Los campesinos que conocí en La Hojarasca, al igual que todas las familias rurales, las redes, los colectivos y los movimientos sociales agrarios que acompañé en los años siguientes, me explicaron que para ellos tanto los monocultivos de coca como las alternativas oficiales obligan no solo a la gente, sino a todas las formas de vida con las que viven y trabajan, a volverse parte de las relaciones de producción capitalistas. En parte, su crítica a esta lógica económica es que trata el intercambio de mercancías como el principio fundacional de la sociabilidad agraria. Esta sociabilidad se basa en el supuesto de que el campesinado es simplemente una población rural pobre que no tiene la tecnología, el capital financiero, las alianzas empresariales y la ética de trabajo adecuados para convertirse en grandes productores agroindustriales. Para Nelso y María Elva, una familia campesina desplazada a Mocoa con la que construí una profunda relación, esto es lo que ellos llaman “campesinos jugando a ser capitalistas sin capital”. Este modelo económico, afirman ellos, considera la agricultura campesina como un modo de vida obsoleto. Así mismo, por su desconocimiento de las particularidades culturales, la diversidad de economías y familias campesinas, al igual que las condiciones agroecológicas del territorio amazónico, también ha convertido al Putumayo en un laboratorio para políticas públicas fallidas. Estos campesinos no rechazan todas las transacciones de mercado, sino la manera reduccionista e inevitable en que el “mercado” se ha definido exclusivamente como capitalista, basado en las exportaciones, industrializado, competitivo y basado solo en el dinero y la mercancía. Si bien los diversos modos de producción, intercambio y trabajo en la región no han sido eliminados del todo, el trueque, las mingas