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1984 - George Orwell


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que una hora diaria en el gimnasio y había hecho voto de soltería por creer que el matrimonio y el cuidado de una familia imposibilitaban dedicar las veinticuatro horas del día al cumplimiento del deber. No tenía más tema de conversación que los principios de Ingsoc, ni más finalidad en la vida que la derrota del enemigo eurasiático y la caza de espías, saboteadores, criminales mentales y traidores en general.

      Winston discutió consigo mismo si debía o no concederle al camarada O´Gilvy la Orden del Mérito Conspicuo; al final decidió no concedérsela porque ello acarrearía un excesivo trabajo de confrontaciones para que el hecho coincidiera con otras referencias.

      De nuevo miró a su rival de la cabina de enfrente. Algo parecía decirle que Tillotson se ocupaba en lo mismo que él. No había manera de saber cuál de las versiones sería adoptada finalmente, pero Winston tenía la firme convicción de que se elegiría la suya. El camarada O´Gilvy, que hace una hora no existía, era ya un hecho. A Winston le resultaba curioso que se pudieran crear hombres muertos y no hombres vivos. El camarada O´Gilvy, que nunca había existido en el presente, era ya una realidad en el pasado, y cuando quedara olvidado en el acto de la falsificación, seguiría existiendo con la misma autenticidad, con pruebas de la misma fuerza que Carlomagno o Julio César.

      V

      En la cantina, un local de techo bajo en los sótanos, la cola para el almuerzo avanzaba lentamente. La estancia estaba atestada de gente y llena de un ruido ensordecedor. De la parrilla tras el mostrador emanaba el aroma del asado. Al extremo de la cantina había un pequeño bar, una especie de agujero en el muro, donde podía comprarse la ginebra a diez centavos el vasito.

      –Precisamente el que andaba yo buscando –dijo una voz a espaldas de Winston.

      Éste se volvió. Era su amigo Syme, que trabajaba en el Departamento de Investigaciones, Quizás “amigo” no fuera la palabra adecuada. Ya no había amigos, sino camaradas. Pero persistía una diferencia: unos camaradas eran más agradables que otros. Syme era filósofo, especializado en neolengua. Desde luego, pertenecía al inmenso grupo de expertos dedicados a redactar la onceava edición del Diccionario de Neolengua. Era más pequeño que Winston, con cabello negro y sus ojos saltones, a la vez tristes y burlones, parecían buscar continuamente algo dentro de su interlocutor.

      –Quería preguntarte si tienes hojas de afeitar –dijo.

      –¡Ni una! –repuso Winston con culpable precipitación–. He tratado de encontrarlas por todas partes, pero ya no hay.

      Todos buscaban hojas de afeitar. La verdad era que Winston guardaba en su casa dos sin estrenar. Durante los meses pasados había habido una gran escasez de hojas. Siempre faltaba algún artículo necesario que las tiendas del Partido no podían proporcionar; unas veces, botones; otras, hilo de coser; a veces, cordones para los zapatos, y ahora faltaban cuchillas de afeitar. Era imposible adquirirlas a no ser que se buscaran furtivamente en el mercado “libre”.

      –Llevo seis semanas usando la misma cuchilla –mintió Winston.

      La cola avanzó otro poco. Winston se volvió otra vez para observar a Syme. Cada uno de ellos tomó una bandeja grasienta de metal de una pila que había al borde del mostrador.

      –¿Fuiste a ver ahorcar a los prisioneros ayer? –le preguntó Syme.

      –Estaba trabajando –respondió Winston en tono indiferente–. Lo veré en el cine, seguramente.

      –Un sustitutivo muy inadecuado –comentó Syme.

      Sus ojos burlones recorrieron el rostro de Winston. “Te conozco”, parecían decir. “Veo a través tuyo. Sé muy bien por qué no fuiste a ver ahorcar los prisioneros.”

      Intelectualmente, Syme era de una ortodoxia venenosa. Por ejemplo, hablaba con una satisfacción repugnante de los bombardeos de los helicópteros contra los pueblos enemigos, de los procesos y confesiones de los criminales del pensamiento y de las ejecuciones en los sótanos del Ministerio del Amor. Hablar con él suponía siempre un esfuerzo por apartarlo de esos temas e interesarlo en problemas técnicos de neolingüística en los que era una autoridad y sobre los que podía decir cosas interesantes. Winston volvió un poco la cabeza para evitar el escrutinio de los grandes ojos negros.

      –Fue una buena ejecución –dijo Syme añorante–. Pero me parece que estropean el efecto atándoles los pies. Me gusta verlos patalear. De todos modos, es estupendo ver cómo sacan la lengua, que se les pone azul... ¡de un azul tan brillante! Ese detalle es el que más me gusta.

      –¡El siguiente, por favor! –dijo la mujer de delantal blanco que servía tras el mostrador.

      Winston y Syme presentaron sus bandejas. A cada uno de ellos les pusieron su ración: guiso con un poquito de carne, algo de pan, un cubito de queso, un poco de café de la Victoria y una pastilla de sacarina.

      –Allí hay una mesa libre, debajo de la telepantalla –dijo Syme–. De camino podemos buscar un poco de ginebra.

      Les sirvieron la ginebra en unas tazas. Se abrieron paso entre la multitud y colocaron el contenido de sus bandejas sobre la mesa de tapa de metal, en una esquina en la que alguien había dejado un chorretón de grasa del guiso, un líquido asqueroso. Winston alzó la taza de ginebra, se detuvo un instante para decidirse, y se tragó de un golpe aquella bebida que sabía a aceite. Sus ojos se llenaron de lágrimas como reacción y de pronto descubrió que tenía hambre. Empezó a tragar cucharadas del guiso, que contenía unos trocitos de un material substitutivo de la carne. Ninguno de ellos volvió a hablar hasta que vaciaron los recipientes. En la mesa situada a la izquierda de Winston, un poco detrás suyo, alguien hablaba rápidamente y sin cesar, una cháchara que recordaba el cua-cua del pato. Esa voz perforaba el jaleo general de la cantina.

      –¿Cómo va el diccionario? –preguntó Winston elevando la voz para dominar el ruido.

      –Despacio –respondió Syme–. Por los adjetivos. Es un trabajo fascinante.

      En cuanto oyó que le hablaban de lo suyo, se animó inmediatamente. Apartó el plato de aluminio, tomó el mendrugo de pan con gesto delicado y el queso con la otra mano. Se inclinó sobre la mesa para hablar sin tener que gritar.

      –La onceava edición es la definitiva –dijo–. Le estamos dando al idioma su forma final, la forma que tendrá cuando nadie hable más que neolengua. Cuando terminemos nuestra labor, tendrán que empezar a aprenderlo de nuevo. Creerás, seguramente, que nuestro principal trabajo consiste en inventar nuevas palabras. Nada de eso. Lo que hacemos es destruir palabras, centenares de palabras cada día. Estamos podando el idioma para dejarlo en los huesos. De las palabras que contenga la onceava edición, ninguna quedará anticuada antes del año 2050.

      Dio un ávido bocado a su pedazo de pan y se lo tragó sin dejar de hablar con una especie de apasionamiento pedante. Su rostro moreno se había animado, y sus ojos, sin perder el aire soñador, no tenían ya su expresión burlona.

      –La destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. Por supuesto, las principales víctimas son los verbos y los adjetivos, pero también hay centenares de nombres de los que es posible prescindir. No se trata sólo de los sinónimos. También los antónimos. En realidad ¿qué justificación tiene el empleo de una palabra sólo porque sea lo contrario de otra? Toda palabra contiene en sí misma su contraria. Por ejemplo, tenemos “bueno”. Si tienes una palabra como “bueno”, ¿qué necesidad hay de la contraria, “malo”? Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra exactamente contraria a “bueno” y la otra no. Por otra parte, si quieres reforzar la palabra “bueno”, ¿qué sentido tienen esas confusas e inútiles palabras “excelente”, “espléndido” y otras por el estilo? Plusbueno basta para decir lo que es mejor que lo simplemente bueno y dobleplusbueno sirve perfectamente para acentuar el grado de bondad. Es el superlativo perfecto. Ya sé que usamos esas formas, pero en la versión final de la neolengua se suprimirán las demás palabras que todavía se usan como equivalentes. Al final, todo lo relativo a la bondad podrá expresarse con seis palabras; en realidad una sola. ¿No te das cuenta


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