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1984 - George Orwell


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boca:

      –El Ministerio de la Abundancia ha hecho una buena labor este año –dijo moviendo la cabeza como persona bien enterada–. A propósito, Smith, ¿no podrás dejarme alguna hoja de afeitar?

      –¡Ni una! –le respondió Winston–. Llevo seis semanas usando la misma hoja.

      –Entonces, nada... Es que se me ocurrió, por si tenías.

      –Lo siento –dijo Winston.

      El cuac-cuac de la mesa cercana, que había permanecido en silencio mientras duró el comunicado del Ministerio de la Abundancia, comenzó otra vez mucho más fuerte. Por alguna razón, Winston pensó de pronto en la señora Parsons con su cabello revuelto y el polvo de sus arrugas. Dentro de dos años aquellos niños la denunciarían a la Policía del Pensamiento. La señora Parsons sería vaporizada. Syme sería vaporizado. A Winston lo vaporizarían también. O’Brien sería vaporizado. A Parsons, en cambio, nunca lo vaporizarían. Tampoco el individuo de las gafas y del cuac-cuac sería vaporizado nunca, Ni tampoco la joven del cabello negro, la del Departamento de Novela. Le parecía conocer por intuición quién perecería, aunque no era fácil determinar lo que permitía sobrevivir a una persona.

      En aquel momento una violenta sacudida lo sacó de su ensoñación. La muchacha de la mesa vecina se había vuelto y lo estaba mirando. ¡Era la muchacha morena del Departamento de Novela! Miraba a Winston a escondidas, pero con una curiosa intensidad. En cuanto sus ojos tropezaron con los de Winston, volvió la cabeza.

      Winston empezó a sudar. Lo invadió una horrible sensación de terror. Se le pasó casi en seguida, pero lo dejó intranquilo. ¿Por qué lo miraba aquella mujer? ¿Por qué se la encontraba tantas veces? Desgraciadamente, no podía recordar si la joven estaba ya en aquella mesa cuando él llegó o si había llegado después. Pero el día anterior, durante los Dos Minutos de Odio, se había sentado inmediatamente detrás suyo sin que hubiera necesidad de ello. Seguramente, se proponía escuchar lo que él dijera y ver si gritaba lo bastante fuerte.

      Pensó que tal vez la muchacha no fuera miembro de la Policía del Pensamiento, pero precisamente las espías aficionadas constituían el mayor peligro. Winston no sabía cuánto tiempo llevaba mirándolo la joven, pero quizás fueran cinco minutos. Era muy posible que en ese lapso no hubiera podido controlar sus gestos a la perfección.

      Constituía un terrible peligro pensar mientras se estaba en un sitio público o al alcance de la telepantalla. El detalle más pequeño podía traicionarlo a uno. Un tic nervioso, una inconsciente mirada de inquietud, la costumbre de hablar con uno mismo entre dientes, todo lo que revelase la necesidad de ocultar algo. En todo caso, llevar en el rostro una expresión impropia (por ejemplo, parecer incrédulo cuando se anunciaba una victoria) constituía un acto punible. Incluso había una palabra en neolengua para esto: caracrimen.

      La muchacha recuperó su posición anterior. Quizás no estuviese persiguiéndolo; quizás fuera pura coincidencia que se hubiera sentado tan cerca de él dos días seguidos. Se le había apagado el cigarrillo y lo puso cuidadosamente en el borde de la mesa. Lo terminaría de fumar después del trabajo si es que el tabaco no se había acabado de derramar para entonces. Seguramente, el individuo que estaba con la joven sería un agente de la Policía del Pensamiento y era muy probable, pensó Winston, que a él lo llevaran a los calabozos del Ministerio del Amor dentro de tres días, pero no era esta una razón para desperdiciar una colilla. Syme dobló su pedazo de papel y se lo guardó en el bolsillo. Parsons había empezado a hablar otra vez.

      –¿Te he contado, chico, lo que hicieron mis críos en el mercado? ¿No? Pues un día le prendieron fuego a la falda de una vieja vendedora porque la vieron envolver unas salchichas en un cartel con el retrato del Gran Hermano. Se pusieron detrás de ella y, sin que se diera cuenta, le prendieron fuego a la falda por abajo con una caja de cerillas. Le causaron graves quemaduras. Son traviesos, ¿eh? Pero eso sí, ¡más finos...! Esto se lo deben a la buena enseñanza que se da hoy a los niños en los Espías, mucho mejor que en mi tiempo. Están muy bien organizados. ¿Qué creen ustedes que les han dado a los chicos últimamente? Pues, unas trompetillas especiales para escuchar por las cerraduras. Mi niña trajo una a casa la otra noche. La probó en nuestra salita, y dijo que oía con doble fuerza que si aplicaba el oído al agujero. Claro que sólo es un juguete; sin embargo, así se acostumbran los niños desde pequeños.

      En aquel momento, la telepantalla dio un penetrante silbido. Era la señal para volver al trabajo. Los tres hombres se pusieron automáticamente en pie y se unieron a la multitud en la lucha por entrar en los ascensores, lo que hizo que el cigarrillo de Winston se vaciara por completo.

      VI

      Winston escribía en su Diario:

      “Fue hace tres años. Era una tarde oscura, en una estrecha callejuela cerca de una de las estaciones del ferrocarril. Ella, de pie, apoyada en la pared cerca de una puerta, recibía la luz mortecina de un farol. Tenía una cara joven muy pintada. Lo que me atrajo fue la pintura, la blancura de aquella cara que parecía una máscara y los labios rojos y brillantes. Las mujeres del Partido nunca se pintan la cara. No había nadie más en la calle, ni telepantallas. Me dijo que dos dólares. Yo...”

      Le era difícil seguir. Cerró los ojos y apretó las palmas de las manos contra ellos tratando de borrar la visión interior. Sentía una casi invencible tentación de gritar una sarta de palabras. O de golpearse la cabeza contra la pared, de arrojar el tintero por la ventana, de hacer, en fin, cualquier acto violento, ruidoso, o doloroso, que le borrara el recuerdo que lo atormentaba.

      Nuestro peor enemigo, reflexionó Winston, es nuestro sistema nervioso. En cualquier momento, la tensión interior puede traducirse en cualquier síntoma visible.

      Pensó en un hombre con quien se había cruzado en la calle semanas atrás: un hombre de aspecto muy corriente, un miembro del Partido de treinta y cinco a cuarenta años, alto y delgado, que llevaba una cartera de mano. Estaban separados por unos cuantos metros cuando el lado izquierdo de la cara de aquel hombre se contrajo de pronto en una especie de espasmo. Esto volvió a ocurrir en el momento en que se cruzaban; fue sólo un temblor rapidísimo como el disparo de un objetivo de cámara fotográfica, pero sin duda se trataba de un tic habitual. Winston recordaba haber pensado entonces: el pobre hombre está perdido. Y lo aterrador era que el movimiento de los músculos era inconsciente. El peligro mortal por excelencia era hablar en sueños. Contra eso no había remedio.

      Contuvo la respiración y siguió escribiendo:

      “Entré con ella en el portal y cruzamos un patio para bajar luego a una cocina que estaba en los sótanos. Había una cama contra la pared, y una lámpara en la mesilla con muy poca luz. Ella...”

      Le rechinaban los dientes. Le hubiera gustado escupir. A la vez que en la mujer del sótano, Winston pensó en Katharine, su esposa.

      Winston estaba casado; es decir, había estado casado. Probablemente seguía estándolo, pues no sabía que su mujer hubiera muerto. Le pareció volver a aspirar el insoportable olor de la cocina del sótano, un olor a insectos, ropa sucia y perfume baratísimo; pero, sin embargo, atraía, ya que ninguna mujer del Partido usaba perfume ni podía uno imaginársela perfumándose. Solamente los proletarios se perfumaban, y ese olor evocaba en la mente, de un modo inevitable, la fornicación.

      Cuando estuvo con aquella mujer, fue la primera vez que Winston había caído en dos años aproximadamente. Por supuesto, toda relación con prostitutas estaba prohibida, pero se admitía que alguna vez, mediante un acto de gran valentía, se permitiera uno infringir la ley. Era peligroso pero no un asunto de vida o muerte, porque ser sorprendido con una prostituta sólo significaba cinco años de trabajos forzados. Nunca más de cinco años con tal de que no se hubiera cometido a la vez otro delito. Lo cual resultaba estupendo ya que había la posibilidad de no ser descubierto.

      Los barrios pobres abundaban en mujeres dispuestas a venderse. El precio de algunas era una botella de ginebra, bebida que se suministraba a los proles. Tácitamente, el Partido se inclinaba a estimular la prostitución como salida de los instintos que no podían suprimirse. Esas juergas


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