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1984 - George Orwell


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Su mente se posó durante unos momentos en la fecha que había escrito en el encabezado y luego se le presentó, sobresaltándose terriblemente, la palabra neolingüística doblepensar. Por primera vez comprendió la magnitud de lo que se proponía hacer. ¿Cómo iba a comunicar con el futuro? Eso era imposible por su misma naturaleza. Una de dos: o el futuro se parecía al presente y entonces no le haría ningún caso, o sería una cosa distinta y, lo que él dijera, para ese futuro carecería del menor sentido.

      Durante algún tiempo permaneció contemplando estúpidamente el papel. La telepantalla trasmitía ahora estridente música militar. Era curioso: Winston no sólo parecía haber perdido la facultad de expresarse, sino también haber olvidado de qué iba a ocuparse. Por espacio de varias semanas se había preparado para este momento y no se le había ocurrido pensar que para realizar esa tarea se necesitara algo más que atrevimiento. El hecho mismo de expresarse por escrito, creía él, le sería muy fácil. Sólo tenía que trasladar al papel el interminable e inquieto monólogo que desde hacia muchos años venía produciendose en su cabeza. Sin embargo, en este momento hasta el monólogo se le había secado. Además, sus varices habían empezado a picarle insoportablemente. No se atrevía a rascarse porque siempre que lo hacía se le inflamaban. Transcurrían los segundos y él sólo tenía conciencia de la blancura del papel ante sus ojos, el absoluto vacío de esta blancura, el escozor de la piel sobre el tobillo, el estruendo de la música militar, y una leve sensación de atontamiento producido por la ginebra.

      De repente, empezó a escribir con gran rapidez, como si lo impulsara el pánico, dándose apenas cuenta de lo que escribía. Con su letrita infantil iba trazando líneas torcidas y si primero empezó a “comerse” las mayúsculas, luego suprimió incluso los puntos:

      4 de abril de 1984.

      Anoche estuve en los flicks. Todas las películas eran de guerra Había una muy buena de un barco lleno de refugiados que lo bombardeaban en no sé dónde del Mediterráneo. Al público lo divirtieron mucho los planos de un hombre muy gordo que intentaba escapar nadando de un helicóptero que lo perseguía, primero se lo veía en el agua chapoteando como una tortuga, luego se lo veía por los visores de las ametralladoras del helicóptero, luego se veía cómo lo iban agujereando a tiros y el agua a su alrededor que se ponía toda roja y el gordo se hundía como si el agua le entrara por los agujeros que le habían hecho las balas. La gente se moría de risa cuando el gordo se iba hundiendo en el agua, y también una lancha salvavidas llena de niños con un helicóptero que venga dar vueltas y más vueltas había una mujer de edad madura que bien podía ser una judía y estaba sentada la proa con un niño en los brazos que quizás tuviera unos tres años, el niño chillaba con mucho pánico, metía la cabeza entre los pechos de la mujer y parecía que se quería esconder ahí y la mujer lo rodeaba con los brazos y lo consolaba como si ella no estuviese también aterrada y como si por tenerlo así en los brazos fuera a evitar que las balas mataran al niño. Entonces va el helicóptero y tira una bomba de veinte kilos sobre el barco y no queda ni una astilla de él, que fue una explosión pero que magnífica, y luego salía su primer plano maravilloso del brazo del niño subiendo por el aire yo creo que un helicóptero con su cámara debe haberlo seguido así por el aire y la gente aplaudió muchísimo pero una mujer que estaba entre los proletarios empezó a armar un escándalo terrible chillando que no debían echar eso, no debían echarlo delante de los críos, que no debían, hasta que la policía la sacó de allí a rastras no creo que le pasara nada, a nadie le importa lo que dicen los proletarios, la reacción típica de los proletarios y no se hace caso nunca...

      Dejó de escribir, en parte debido a que le daban calambres. No sabía por qué había soltado esta sarta de incongruencias. Pero lo curioso era que mientras lo hacía se le había aclarado otra faceta de su memoria hasta el punto de que ya se creía en condiciones de escribir lo que realmente había querido poner en su libro. Ahora se daba cuenta de que si había querido venir a casa a empezar su diario precisamente hoy era a causa de este otro incidente.

      Había ocurrido aquella misma mañana en el Ministerio, si es que algo de tal vaguedad podía haber ocurrido.

      Cerca de las once y ciento en el Departamento de Registro, donde trabajaba Winston, sacaban las sillas de las cabinas y las agrupaban en el centro del vestíbulo, frente a la gran telepantalla, preparándose para los Dos Minutos de Odio. Winston acababa de sentarse en su sitio, en una de las filas de en medio, cuando entraron dos personas a quienes conocía de vista, pero a las que nunca había hablado. Una de estas personas era una muchacha con la que se había encontrado frecuentemente en los pasillos. No sabía su nombre, pero sí que trabajaba en el Departamento de Novela. Probablemente –ya que la había visto algunas veces con las manos grasientas y llevando paquetes de composición de imprenta– tendría alguna labor mecánica en una de las máquinas de escribir novelas. Era una joven de aspecto audaz, de unos veintisiete años, con espeso cabello negro, cara pecosa y movimientos rápidos y atléticos. Llevaba el mono ceñido por una estrecha faja roja que le daba varias vueltas a la cintura realzando así la atractiva forma de sus caderas. Ese cinturón era el emblema de la Liga Juvenil AntiSex.

      A Winston le produjo una sensación desagradable desde el primer momento en que la vio. Y sabía la razón de este mal efecto: la atmósfera de los campos de hockey y duchas frías, de excursiones colectivas y el aire general de higiene mental que trascendía de ella. En realidad, a Winston le molestaban casi todas las mujeres y especialmente las jóvenes y bonitas porque eran siempre las mujeres, y sobre todo las jóvenes, las más fanáticas del Partido, las que se tragaban todos los slogans de propaganda y abundaban entre ellas las espías aficionadas y las que mostraban demasiada curiosidad por lo heterodoxo de los demás.

      Pero esta muchacha en particular le había dado la impresión de ser más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el corredor, la joven le dirigió una rápida mirada oblicua que por unos momentos lo dejó aterrado. Se le había ocurrido, incluso, que podía ser una agente de la Policía del Pensamiento. No era, desde luego, muy probable. Sin embargo, Winston siguió sintiendo una intranquilidad muy especial cada vez que la muchacha se encontraba cerca suyo, una mezcla de miedo y hostilidad.

      La otra persona era un hombre llamado O’Brien, miembro del Partido Interior y titular de un cargo tan remoto e importante que Winston tenía una idea muy confusa de qué se trataba. Un rápido murmullo pasó por el grupo ya instalado en las sillas cuando vieron acercarse el mono negro de un miembro del Partido Interior. O’Brien era un hombre corpulento con un ancho cuello y un rostro basto, brutal, y sin embargo rebosante de buen humor. A pesar de su formidable aspecto, sus modales eran bastante agradables. Solía ajustarse las gafas con un gesto que tranquilizaba a sus interlocutores, un gesto que tenía algo de civilizado, y esto era sorprendente tratándose de algo tan leve. Ese gesto –si todavía alguien hubiera sido capaz de pensar así– podría haber recordado a un aristócrata del siglo XVI ofreciendo rapé en su cajita.

      Winston había visto a O’Brien apenas una docena de veces en otros tantos años. Se sentía fuertemente atraído por él y no sólo porque le intrigaba el contraste entre los delicados modales de O’Brien y su aspecto de campeón de lucha libre, sino mucho más por una convicción secreta que quizás ni siquiera fuera una convicción, sino sólo una esperanza, de que la ortodoxia política de O’Brien no era perfecta. Algo había en su cara que lo impulsaba a sospecharlo irresistiblemente. Y quizás no fuera ni siquiera heterodoxia lo que estaba escrito en su rostro, sino, sencillamente, inteligencia. Pero de todos modos su aspecto era el de una persona a la cual se le podría hablar si, de algún modo, fuera posible eludir la telepantalla y llevarlo aparte.

      Winston no había hecho nunca el menor esfuerzo para comprobar su sospecha y es que, en verdad, no había manera de hacerlo. En este momento, O’Brien miró su reloj de pulsera y, al ver que eran las once y ciento, seguramente decidió quedarse en el Departamento de Registro hasta que pasaran los Dos Minutos de Odio. Tomó asiento en la misma fila que Winston, separado de él por dos sillas. Una mujer bajita, de cabello color arena, que trabajaba en la cabina vecina a la de Winston, se instaló entre ellos. La muchacha del cabello negro se sentó detrás de Winston.

      Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa máquina


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