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1984. George OrwellЧитать онлайн книгу.

1984 - George Orwell


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en estado ruinoso. Del techo y de la pared caían constantemente trozos de yeso, las tuberías se estropeaban con cada helada, había innumerables goteras y la calefacción funcionaba sólo a medias, cuando funcionaba, porque casi siempre la cerraban para economizar. Las reparaciones, excepto las que podía hacer uno por sí mismo, tenían que ser autorizadas por remotos comités que solían retrasar dos años incluso la compostura de un cristal roto.

      –Si lo he molestado es porque Tom no está en casa –dijo vagamente la señora Parsons.

      El piso de los Parsons era mayor que el de Winston y mucho más descuidado. Todo parecía roto y daba la impresión de que allí acababa de agitarse un enorme y violento animal. Por el suelo estaban tirados diversos artículos para deportes: patines de hockey, guantes de boxeo, un balón de reglamento, unos pantalones vueltos del revés y sobre la mesa había un montón de platos sucios y cuadernos escolares muy usados. En las paredes, unos carteles rojos de la Liga Juvenil y de los Espías y un gran cartel con el retrato de tamaño natural del Gran Hermano. Por supuesto, se percibía el habitual olor a verduras cocidas, dominante en todo el edificio, pero en este piso era más fuerte el olor a sudor, que se notaba desde el primer momento, aunque no alcanzaba uno a decir por qué era el sudor de una mujer que no se hallaba presente entonces. En otra habitación, alguien con un peine y un trozo de papel higiénico trataba de acompañar a la música militar que brotaba todavía de la telepantalla.

      –Son los niños –dijo la señora Parsons, lanzando una mirada aprensiva hacia la puerta–. Hoy no han salido. Y, desde luego...

      Aquella mujer tenía la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad. La pileta de la cocina estaba llena casi hasta el borde con agua sucia y verdosa que olía aún peor que la verdura. Winston se arrodilló y examinó el ángulo de la tubería de desagüe donde estaba el tornillo. Le molestaba emplear sus manos y también tener que arrodillarse, porque esa postura lo hacía toser. La señora Parsons lo miró desanimada:

      –Naturalmente, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un momento. Le gustan esas cosas. Es muy hábil en cosas manuales. Sí, Tom es muy...

      Parsons era el compañero de oficina de Winston en el Ministerio de la Verdad. Era un hombre muy grueso, pero activo y de una estupidez asombrosa, una masa de entusiasmos imbéciles, uno de esos idiotas de los cuales, todavía más que de la Policía del Pensamiento, dependía la estabilidad del Partido. A sus treinta y cinco años acababa de salir de la Liga Juvenil, y antes de ser admitido en esa organización había conseguido permanecer en la de los Espías un año más de lo reglamentario. En el Ministerio estaba empleado en un puesto subordinado para el que no se requería inteligencia alguna, pero, por otra parte, era una figura sobresaliente del Comité Deportivo y de todos los demás comités dedicados a organizar excursiones colectivas, manifestaciones espontáneas, las campañas pro ahorro y en general todas las actividades “voluntarias”. Informaba a quien quisiera oírlo, con tranquilo orgullo y entre chupadas a su pipa, que en los últimos cuatro años no había dejado de acudir ni un solo día al Centro de la Comunidad. Un fortísimo olor a sudor, una especie de testimonio inconsciente de su continua actividad y energía, lo seguía a donde quiera que iba, y quedaba tras él cuando se hallaba lejos.

      –¿Tiene usted un destornillador? –preguntó Winston tocando el tapón del desagüe.

      –Un destornillador –dijo la señora Parsons, inmovilizándose de inmediato–. Pues, no sé. Es posible que los niños...

      En la habitación de al lado se oían fuertes pisadas y más trompetazos con el peine. La señora Parsons trajo el destornillador. Winston dejó salir el agua y quitó con asco el pegote de cabello que había atrancado el tubo. Se limpió los dedos lo mejor que pudo en el agua fría de la canilla y volvió a la otra habitación.

      –¡Arriba las manos! –chilló una voz salvaje.

      Un chico, guapo y de aspecto rudo, que parecía tener unos nueve años, había surgido por detrás de la mesa y amenazaba a Winston con una pistola automática de juguete mientras su hermanita, de unos dos años menos, hacía el mismo ademán con un pedazo de madera. Ambos iban vestidos con pantalones cortos azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello. Era el uniforme de los Espías. Winston levantó las manos, pero a pesar de la broma sentía cierta inquietud por la expresión de maldad que veía en el niño.

      –¡Eres un traidor! –gritó el chico–. ¡Eres un criminal mental ¡Eres un espía de Eurasia! ¡Te mataré, te vaporizaré! ¡Te mandaré a las minas de sal!

      De pronto, tanto el niño como la niña empezaron a saltar en torno a él gritando: “¡Traidor!” “¡Criminal mental!”, imitando la niña todos los movimientos de su hermano. Aquello daba un poco de miedo, algo así como los juegos de los cachorros de los tigres cuando pensamos que pronto se convertirán en devoradores de hombres. Había una suerte de ferocidad calculadora en la mirada del pequeño, un deseo evidente de darle un buen golpe a Winston, de hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser ya casi lo bastante hombre para hacerlo. “¡Qué suerte que no tenga más que una pistola de juguete!”, pensó Winston.

      La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de los niños a Winston y de éste a los niños. Como en aquella habitación había mejor luz, Winston pudo notar que en las arrugas de la mujer había efectivamente polvo.

      –Hacen tanto ruido... –dijo ella–. Están disgustados porque no pueden ir a ver ahorcar a esos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no puedo llevarlos; tengo demasiado que hacer. Y Tom no volverá a tiempo de su trabajo.

      –¿Por qué no podemos ir a ver cómo los cuelgan? –gritó el pequeño con su tremenda voz, impropia de su edad.

      –¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos verlos colgar! –canturreaba la chiquilla mientras saltaba.

      Varios prisioneros eurasiáticos, culpables de crímenes de guerra, serían ahorcados en el parque aquella tarde, recordó Winston. Esto solía ocurrir una vez al mes y constituía un espectáculo popular. A los niños siempre les gustaba asistir a él. Winston se despidió de la señora Parsons y se dirigió hacia la puerta. Pero apenas había bajado seis escalones cuando algo le dio en el cuello por detrás produciéndole un terrible dolor. Era como si le hubieran aplicado un alambre incandescente. Se volvió a tiempo de ver cómo retiraba la señora Parsons a su hijo del descansillo. El chico se guardaba una gomera en el bolsillo.

      –¡Goldstein! –gritó el pequeño antes de que la madre cerrara la puerta, pero lo que más asustó a Winston fue la mirada de terror y desamparo de la señora Parsons.

      Nuevamente en su apartamento, cruzó rápidamente por delante de la telepantalla y volvió a sentarse ante la mesita sin dejar de pasarse la mano por su dolorido cuello. La música de la telepantalla se había detenido. Una voz militar leía, con una especie de brutal complacencia, una descripción de los armamentos de la nueva fortaleza flotante que acababa de ser anclada entre Islandia y las islas Feroe.

      Con aquellos niños, pensó Winston, la desgraciada mujer debía llevar una vida terrorífica. Dentro de uno o dos años sus propios hijos podrían descubrir en ella algún indicio de herejía. Casi todos los niños de entonces eran horribles. Lo peor era que esas organizaciones, como la de los Espías, los convertían sistemáticamente en pequeños salvajes ingobernables, y, sin embargo, este salvajismo no los impulsaba a rebelarse contra la disciplina del Partido. Por el contrario, adoraban al Partido y a todo lo que se relacionaba con él. Las canciones, los desfiles, las pancartas, las excursiones colectivas, la instrucción militar infantil con fusiles de juguete, los slogans gritados por doquier, la adoración del Gran Hermano... todo ello era para los niños un estupendo juego. Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra los extranjeros, los traidores, saboteadores y criminales del pensamiento. Era casi normal que personas de más de treinta años les tuvieran un miedo visceral a sus hijos. Y con razón, pues apenas pasaba una semana sin que el Times publicara unas líneas describiendo cómo alguna pequeña víbora –la denominación oficial era “heroico niño”– había denunciado a sus padres a la Policía del Pensamiento contándole lo que había oído en casa.

      La


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