La guardia blanca. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
vuestra pregunta prueba que sois novicio en achaques de guerra. Habéis de saber que en tierra de Francia continúan los cintarazos, porque andan como siempre divididos y en armas brabantinos, nanteses, gascones y aventureros de todas clases, sin contar numerosas bandas de rufianes sin bandera, que cercan y saquean ciudades y dan y reciben cuchilladas sin cuento. Y malo sería que cuando cada quisque tiene la mano en la garganta del vecino y cada baroncillo marcha al frente de su mesnada contra el primero que se le ponga en el camino, no tuvieran medios de ganarse la vida en aquel río revuelto los quinientos arqueros ingleses que forman la invencible Guardia Blanca. No son tantos ahora, porque el caballero de Montclus se llevó un centenar de ellos en su expedición á Milán contra el Marqués de Monferrato; pero cuento reclutar yo mismo aquí no pocos muchachos ganosos de honra y provecho, y completar con ellos las filas del cuerpo más lucido que hoy campea bajo la bandera de San Jorge. Lo único que nos falta es que Sir León de Morel se avenga á dejar su castillo una vez más y á empuñar la espada, poniéndose al frente de nuestros arqueros.
—No sería poca fortuna para ellos, observó el físico, porque exceptuando á nuestro príncipe y al noble señor de Chandos, no hay en todo el reino mejor lanza, ni valor más probado que el de Sir León de Morel.
—Habláis como un libro, que yo le he visto batir el cobre y apenas hay quien le iguale. Nadie lo diría, con su cuerpecillo de paje, sus corteses maneras y su suave voz; pero ¡por mi espada! desde que nos embarcamos en Orvel hasta el sitio de París, y de esto hace ya casi veinte años, no hubo caballero inglés que diera mejor ejemplo, ni escaramuza, emboscada, asalto ó salida en que él no figurase en primera línea. En busca suya voy al castillo de Monteagudo, antes de reclutar mi gente, para entregarle una carta de Sir Claudio Latour, rogándole que ocupe el mando vacante por la partida de Montclus. Pero no quisiera presentarme a él solo, sino por lo menos con un buen par de futuros arqueros blancos.... ¿Qué dices tú á eso, ganapán? preguntó Simón dirigiéndose á un atlético leñador.
—Mujer y tres hijos tengo en mi cabaña, replicó éste y no puedo dejarlos por servir al rey.
—¿Y tú, mocito?
—Yo soy hombre de paz, contestó Roger, y además tengo otra misión muy distinta.
—¡No estáis vosotros malas gallinas! ¿Dónde están los hombres de Dunán, de Malvar, de Balsain? ¿No hay ya más que mujeres en Corvalle y Vernel? Pues entonces ¡rayos y truenos! ¿por qué no vestís guardapiés y cofia y os ponéis á manejar la rueca, que no á beber con hombres?
En aquel momento cayó una pesada mano sobre el hombro de Simón, la manaza de Tristán de Horla, á quien se oyó decir con gran calma:
—Sois un embustero de tomo y lomo, señor arquero, como lo prueban las patrañas que nos endilgáis hace media hora; y sois además un deslenguado y os abofetearé lindamente si repetís las palabras que acabáis de decir.
—¡Bravo, mon garçon! gritó el arquero riendo á carcajadas. Ya sabía yo que de haber un hombre en el corro no me costaría trabajo descubrirlo. ¿Conque tú quieres abofetearme, eh? Pues mira, otra cosa te propongo. Una lucha en regla. No á puñadas, porque yo tengo mi plan y no quiero echar á perder esa cara de pascua que Dios te ha dado. Nos plantamos aquí en medio de la sala, nos agarramos cómo y por dónde podamos, y si tú me derribas te regalo aquel soberbio cobertor de pluma, que gané en la toma de Narbona y que no tiene igual ni en la cámara del rey....
—Qué me place, asintió Tristán, quitándose apresuradamente ropilla y jubón y dejando ver los poderosos músculos de su cuello, pecho y brazos. Venid, arquero; ya podéis despediros de vuestro cobertor, y por lo menos de un par de huesos que voy á romperos contra el suelo.
—Eres todo un hombre, cabeza roja, exclamó el arquero con gran risa, poniendo á un lado su jarro y apretando el ancho cinto de cuero.
—Esperad, un momento, dijo un montero. Ya sabemos lo que el soldado apuesta; pero si vos perdéis, amigo Tristán ¿qué ganará con ello el otro?
—Yo nada tengo que apostar, replicó Tristán muy contrariado y mirando á Simón.
—Sí tienes, gigante mío, sí tienes, dijo éste. Si me derribas, te llevas el cobertor de una princesa; pero si te derribo yo, me llevo tu cuerpo, sin ser el diablo, y lo alisto por cuatro años en la Guardia Blanca, con otros mocetones como tú que espero llevarme á Francia y que si escapan con vida me lo han de agradecer.
—¡Eso es! Justa es la propuesta, exclamaron tres ó cuatro voces.
—Aceptado, y basta de charla, dijo Tristán adelantando el pie izquierdo, echando hacia atrás el cuerpo y abriendo y cerrando las enormes manos.
El arquero, aunque de estatura mucho menor, tenía músculos de acero y era luchador experto. Acercóse con cauto paso á su adversario, que le miraba con ceño, erizada la roja cabellera y pronto á asirle entre sus garras. Sonrióse el arquero, y de pronto se lanzó sobre su contrincante con la velocidad del rayo, rodeó con su pierna la de Tristán y enlazándole la cintura con sus nervudos brazos, procuró hacer caer de espaldas al gigante. Pocos hombres hubieran resistido aquel ataque furioso, pero Tristán, sin perder pie, dió al arquero una sacudida terrible y lo arrojó contra la pared como disparado por una catapulta.
—¡Ma foi! En poco ha estado que te ganaras el cobertor y me hicieras abrir con la cabeza una ventana más en esta honrada hostelería, dijo el sorprendido soldado, que á duras penas pudo conservar el equilibrio. Probemos otra vez.
Y volviendo al centro de la estancia fingió repetir su ataque anterior; inclinóse Tristán para echarle mano, tomando así la actitud que deseaba Simón, quien con rapidez increíble lo asió por ambas piernas, ó más bien se lanzó contra ellas, obligando á Tristán á caer hacia adelante y sobre las espaldas del arquero y de ellas de cabeza al suelo. Graves consecuencias hubiera tenido el golpazo para nuestro exnovicio, á no haberlo dado de lleno en la panza del malhadado pintor, que seguía durmiendo la mona en su rincón, ajeno á cuanto en la venta ocurría. Despertóse sobresaltado y dando grandes gritos, hiciéronle coro los espectadores con sus carcajadas y bravos; pero sobre todo aquel estrépito se oyeron las voces estentóreas del vencido atleta, pidiendo que continuase la lucha.
—¡Otra vez, otra vez! ¡Venid, arquero y por San Pacomio que os he de estrujar como un guiñapo!
—No en mis días, replicó Simón abrochando su coleto. Vencido estás en buena lid y no eres tú falderillo con quien se pueda jugar á menudo y sin riesgo.
—¿En buena lid, decís? Ha sido una trampa infame....
—No trampa, sino una jugarreta muy conocida de los luchadores franceses y que añadirá un magnífico recluta á las filas de la Guardia Blanca.
—Cuanto á eso, repuso Tristán, no me pesa haber perdido, pues hace una hora resolví irme con vos, que me placen vuestro talante y la vida de soldado, para la que me creo nacido. Sin embargo, hubiera querido daros una costalada y ganarme el cobertor de pluma.
—No lo dudo, mon ami, pero de tí depende buscarte un par de ellos donde abundan y con tus propios puños. ¡Á tu salud! ¿Pero qué le pasa al menguado ese, que tanto berrea?
Referíanse estas últimas palabras al dolorido pintor, que seguía sentado en su rincón y poniendo el grito en el cielo. De repente se levantó y mirando al corro con ojos espantados exclamó:
—¡Dios me valga! ¡No bebáis! La cerveza, el vino... ¡envenenados! y llevándose ambas manos al vientre echó á correr, traspuso la puerta y desapareció en la obscuridad, dejando á Simón, Tristán y demás bebedores desternillándose de risa.
Poco después se retiraron á sus casas algunos de éstos y á sus no muy blandos lechos los huéspedes de la tía Rojana. Roger, cansado de cuerpo y espíritu, cayó pronto en profundo mas no sosegado sueño y se imaginó presenciar ruidoso aquelarre en el que figuraban, á vueltas con sendas brujas y trasgos, juglares, pordioseros, monjes, soldados y los muchos y muy curiosos tipos congregados aquella noche en la posada del Pájaro Verde.