La guardia blanca. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
tiros de ballesta y....
—Eso haré yo de muy buena gana, dijo Roger compadecido del pobre hombre á quien en tan duro trance habían puesto las diabluras de Tristán, su amigo del convento.
—Pues tomad aquel sendero de la izquierda, que no tardará en llevaros á un claro del bosque, y allí veréis la choza de un carbonero. Decidle que os dé un par de prendas de ropa y que os envía con grande urgencia maese Rampas, el batanero de Léminton. Razones tiene para no negarme eso que en nombre mío váis á pedirle.
Hízolo Roger como se lo decían y halló muy pronto la cabaña y sola en ella á la mujer del carbonero, por hallarse su marido trabajando en el monte. Expuso su misión y complaciente la mujer comenzó enseguida á preparar el hatillo, mientras Roger la contemplaba con la curiosidad natural en quien jamás había hablado á una mujer y mucho menos vístose mano á mano con una hija de Eva en solitaria cabaña perdida en el bosque. Observó que sus desnudos brazos eran de redondeadas formas, aunque requemados por el sol y que llevaba modesta basquiña parda y un pañolón cruzado y prendido sobre el pecho con enorme alfiler de cobre.
—¡Maese Rampas el batanero! repetía ella yendo de aquí para allá en busca de las ropas. Si fuese yo su mujer ya le enseñaría á dejarse desbalijar en medio del camino por el primer perdulario que pase. Pero á bien que él ha sido siempre un alma de Dios y que no he de ser yo quien le ponga tachas ni le niegue un favor, que muy grande me lo hizo él pagando de su bolsillo el entierro de Frasquillo, mi hijo mayor, á quien tenía de aprendiz en el batán y me lo llevó la peste negra de hace dos años. ¿Y quién sois vos, mi buen señor?
—Un caminante. Vengo de Belmonte y me propongo llegar á Munster esta noche ó mañana.
—Y viniendo de Belmonte, me basta miraros para conocer que habéis sido discípulo de los monjes. Pero conmigo no hay por qué bajar los ojos ni poneros rojo como un pimiento. ¡Bah! ¿Á mí qué? ¡Buenas cosas os habrán contado los frailes de nosotras las mujeres, y á fe que se diría que ninguno de ellos ha conocido ni querido á su propia madre! ¡Bonito estaría el mundo si los padres priores echasen de él á todas las mujeres!
—No lo quiera Dios, dijo fervientemente Roger.
—Amén mil veces. Pero vos sois un gentil mozo y tanto más me lo parecéis á mí por lo mismo que sois á la vez modesto y comedido. Fácil es ver también que no habéis pasado vuestros pocos años á la intemperie, sufriendo las inclemencias del frío en invierno y quemado por los rayos del sol en verano, como tuvo que sufrirlo mi pobre Frasquillo, y eso que no había cumplido los catorce cuando me lo llevó Dios.
—La verdad es que he visto muy poco del mundo, buena mujer, respondió el joven.
—Tanto mejor para vos. Y ahora, aquí tenéis el hatillo para el bueno de Rampas y decidle que no se dé prisa por devolver esas ropas. Cuando buenamente pase por aquí cerca puede dejarlas en la cabaña. ¡Virgen Santa, cómo estáis cubierto de polvo! Bien se ve que en los conventos no hay mujer que os cuide. Os limpiaré un poco. ¡Vaya! Y ahora, dadme un beso é id en paz.
Inclinóse Roger para que ella lo besase, saludo muy en boga en Inglaterra por aquella época, y así lo hizo notar Erasmo mucho después, diciendo que el beso como saludo era más usado en aquel reino que en ningún otro país. Pero la experiencia era nueva para Roger, y el contacto de la villana le produjo una impresión para él desconocida hasta entonces. Pensando iba en ello al dejar la casuca y recordó las palabras del abad, acabando por preguntarse qué hubiera dicho y sentido éste en caso parecido al suyo. Pero llegado de nuevo al camino vió Roger un cuadro que le hizo olvidar todo lo restante.
El malhadado maese Rampas se hallaba á corta distancia del lugar donde él lo dejara, gimiendo, pateando y desesperándose más que nunca y lo que era peor, sin el hábito, ni más vestimenta que una cortísima almilla y los zapatos. Á lo lejos desaparecía entre los árboles á todo correr un hombrachón que llevaba un lío en una mano y apoyaba la otra sobre el costado como si le dolieran los ijares de tanto reirse.
—¡Vedlo! aulló el batanero. ¡Allí va! Vos me sois testigo, para dar con él en la cárcel de Chester. ¡Que se me lleva mi hábito!
—¿Pero qué ha pasado aquí? ¿Quién es aquel hombre?
—¿Quién ha de ser, pesia mí, sino vuestro Tristán el ladrón, Tristán el bandido, que no contento con haberme dejado casi en cueros vivos, volvió para llevárseme el sayal, como si un cristiano pudiera andar por el camino público con este camisín. ¡Me ha robado mi hábito, mi hábito!
—Perdonad, buen hombre, el hábito era suyo....
—Corriente, pues que se lo lleve todo. No tardará en volver para despojarme de los zapatos y de este camisolín, que para lo que tapa.... ¡Nuestra Señora de Rocamador me valga!
—¿Y cómo fué ello? preguntó Roger, lleno de asombro.
—¿Son ésas las ropas que me traéis? Dadme acá, por favor, que éstas ni el Papa me las quita, aunque le ayude todo el Sacro Colegio. ¿Que cómo fué? Pues apenas me dejasteis volvió corriendo don ladrón y como yo empezase á apostrofarle me preguntó muy dulcemente si creía posible que un buen religioso abandonase su sayal nuevecito y abrigado para vestir el jubón y las calzas de un artesano. Empecé á quitarme el hábito muy regocijado, mientras él explicaba que se había ausentado para que yo dijera mis oraciones con mayor recogimiento. También hizo como que se desabrochaba mi jubón para devolvérmelo, pero no bien le entregué su sayal apretó á correr otra vez, dejándome con lo puesto, que no es mucho que digamos. ¡Habrá tuno! ¡Y cómo se reía el bigardón!
Roger escuchó el relato de aquellas lástimas con toda la seriedad que pudo. Pero cuando contempló al pobre hombre vestido con los guiñapos del carbonero y vió la expresión de dignidad ofendida que tenían el rostro mofletudo y los ojillos saltones de maese Rampas, le fué imposible contener la risa. Jamás se había reido tanta ni de tan buena gana, é incapaz de tenerse de pie se apoyó contra el tronco de un árbol, sin poder hablar, saltándosele las lágrimas y riéndose á todo trapo.
El batanero le miró gravemente; nuevos accesos de hilaridad retorcieron el cuerpo de Roger y maese Rampas, viendo que aquello no llevaba trazas de acabar, le hizo un ceremonioso saludo y se alejó pausada y altivamente, contoneándose. Roger le miró hasta perderle de vista, y aun después de ponerse él mismo en camino se reía de todo corazón cada vez que recordaba la facha y los visajes del batanero de Léminton.
CAPÍTULO IV
DE LA JUSTICIA INGLESA EN EL SIGLO CATORCE
EL camino que seguía Roger era poco frecuentado, mas no tanto que el viandante dejase de encontrar de vez en cuando ya unos arrieros, ya un pobre pedigüeño, y otros viajeros tan cansados como él. Entre los que halló Roger á su paso se contó también uno al parecer fraile, que gimoteando le pidió algunos cornados para comprar pan, pues estaba muerto de hambre. El joven apresuró el paso sin contestarle, porque en el convento había aprendido á desconfiar de esos frailes vagabundos; sin contar con que del morral que el pordiosero llevaba á la espalda vió salir el hueso no muy mondo de una pierna de cordero que para sí la hubiera querido el buen Roger. No anduvo largo trecho sin oir las maldiciones que le lanzaba el supuesto religioso; seguidas de tales blasfemias que el caminante echó á correr por no oirlas y no paró hasta perder de vista al deslenguado fraile.
En los linderos del bosque descubrió Roger á un chalán que con su mujer despachaba un enorme pastel de liebre y un frasco de sidra, sentados ambos al borde del camino. El brutal chalán lanzó una exclamación grosera al pasar Roger, quien siguió su marcha sin darse por entendido; pero como á la mujer se le ocurriese llamar á gritos al apuesto joven invitándole á comer con ellos, su marido se enfureció de tal manera que empuñando la vara empezó á dar de palos á su caritativa compañera. El joven comprendió que lo mejor era poner tierra por medio, muy