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Brazofuerte. Cienfuegos V. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Brazofuerte. Cienfuegos V - Alberto Vazquez-Figueroa


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acusado mentón recién afeitado, estirada melena azabache y blanco blusón de encajes que le observaba cejijunto, pues pocos rasgos descubría en él que pudieran relacionarlo con el salvaje cabrero que solía vagar semidesnudo por las montañas de La Gomera o las selvas del continente.

      Sabía dónde doña Mariana Montenegro solía ocultar el dinero, aprovisionándose de una buena cantidad de monedas de oro, y sin hacer el más mínimo ruido, atravesó la casa, salió al solitario jardín, y saltó de nuevo el muro cayendo como un gato en el callejón posterior, para encaminarse a la Plaza de Armas, donde al poco no era más que uno de los innumerables desocupados que se buscaban la vida.

      La Fortaleza, un antiestético mazacote de piedra y barro que no soportaría el paso del tiempo y cuyos cimientos pasarían un siglo más tarde a formar parte de los tinglados del ensanche del puerto, constituía sin embargo por aquel entonces un impresionante edificio de gruesos muros, enrejadas puertas y dos altas torres de madera desde las que los centinelas parecían no perder detalle de cuanto acontecía en una legua a la redonda.

      Pasó largas horas sentado en el porche de una hedionda taberna, atento a las idas y venidas de oficiales y soldados, vio llegar a dos dominicos y un franciscano que volvieron a salir poco más tarde, y aunque estuvo tentado de seguirlos desistió al comprender que, por más que cualquiera de ellos fuera el temido Inquisidor, escasa información obtendría de él de grado o por la fuerza. Pasado el mediodía advirtió, sin embargo, cómo tres alegres guardianes se encaminaban bromeando a la taberna para tomar asiento y solicitar a gritos el almuerzo, por lo que se las ingenió para conseguir que lo animaran a unirse a ellos en una agitada partida de dados en la que se dejó vencer dando muestras de una notable esplendidez a la hora de invitarlos generosamente con el mejor cariñena de la casa.

      –Extraño resulta encontrar a un recién llegado a la isla que pague en lugar de andar buscando beber gratis –comentó con intención el alférez de más edad del grupo, un hombrecillo de afilada nariz al que le faltaban cuatro dientes, lo que le confería el curioso aspecto de un tucán–. ¿Acaso no sois uno de esos aventureros llegados en busca de fortuna?

      –Buscar mayor fortuna no tiene por qué significar necesariamente andar hambriento –replicó con cierto énfasis el gomero–. Por suerte, dispongo de recursos suficientes como para mantener una posición decorosa, e incluso diría que holgada–. ¿Otra ronda?

      –¡De acuerdo! Pero al menos decidnos cómo os llamáis, ya que siempre es mejor beber con amigos que con desconocidos.

      –Guzmán Galeón.

      –¿Galeón? –se sorprendió otro de los militares–. ¿De los Galeón de Cartagena? ¿Los molineros?

      –¡No, por Dios! –replicó el cabrero en un tono levemente despectivo, para añadir a continuación con el más absoluto desparpajo–: De los Galeón de Guadalajara…: terratenientes.

      –No tenéis el más mínimo acento alcarreño.

      –Es que tuve que salir de allí muy joven. –Sonrió con cierta malicia–. Ya sabéis lo que ocurre cuando un padre furibundo pretende que carguéis con una gordita embarazada.

      –¡Pies para que os quiero…!

      –¡Exactamente! Desde entonces he andado dando tumbos hasta que oí decir que aquí en La Española había un futuro prometedor para gente con agallas.

      –¿Vos las tenéis?

      –Como cualquier otro.

      –¿Qué tal con la espada?

      –Regular.

      –¿Buen jinete?

      –No.

      –¿Alguna habilidad especial?

      –Puedo matar a una mula de un puñetazo.

      –¡Caray…!

      Resultaba evidente que la firmeza de la aseveración había impresionado a sus contertulios, que le observaron con un cierto respeto y, por último, un sargento que de tan ronco casi no se le entendía lo que decía, carraspeó trabajosamente:

      –Fuerte sí que parecéis –admitió–. ¡Pero tanto como para matar a una mula…!

      –O a un caballo… Para el caso es lo mismo.

      –¿Estáis seguro?

      –Por mil maravedíes suelo estarlo.

      –¿Qué pretendéis decir con eso?

      –Que es la apuesta mínima que acepto. –Hizo un gesto con el que parecía querer disculparse por no ser más comprensivo–. No lo puedo hacer por menos, ya que a veces se me resiente la mano y luego tengo que estar un par de meses inactivo.

      –¿Acaso intentáis hacernos creer que esa es vuestra forma de ganaros la vida? ¿Apostando a que matáis mulas a puñetazos?

      –O caballos… –El gomero chasqueó la lengua con gesto de fastidio–. Con los toros resulta más difícil. Caen redondos, pero al rato vuelven a levantarse.

      –¡Qué bestia!

      –Yo creo más bien que se está burlando de nosotros.

      Cienfuegos los observó uno por uno, y cuando habló lo hizo como quien está cerrando un negocio que ya ha tratado infinidad de veces.

      –Una burla que se respalda con mil maravedíes no debe serlo tanto –señaló–. Y por lo que a mí respecta dentro de una semana puedo disponer de ellos. –Exhibió una pesada bolsa–. Aquí hay cien a modo de señal…

      Desparramó las monedas sobre la mesa, y la vista del oro tuvo la virtud de hacer relampaguear los ojillos del alférez de cara de tucán, que extendió las ávidas manos como si por un momento considerara que era suyo.

      –¡Por todos los demonios! –exclamó estupefacto–. ¿Habláis en serio?

      –Cuando se trata de dinero siempre hablo en serio –fue la seca respuesta–. Decidme: ¿estaríais en condiciones de reunir idéntica cantidad?

      Los tres hombres se miraron, y no cabía duda de que la codicia había hecho presa en ellos hasta el punto de que su atención fue luego alternativamente del dinero al puño del cabrero como si estuvieran intentando calibrar hasta qué punto estaba en condiciones de conseguir su propósito de matar a una mula de un solo golpe.

      –Podría intentarse… –carraspeó de nuevo el ronco–. ¿Elegiríamos nosotros al animal?

      –¡Desde luego!

      –¿Y lo haríais con el puño desnudo?

      –Naturalmente.

      Cuando poco más tarde observó cómo se alejaban hacia el puesto de guardia, el gomero se sintió satisfecho de sí mismo, pues resultaba evidente que había conseguido sembrar en su ánimo la duda de si sería o no cierto que podía realizar tan brutal hazaña.

      Se contempló el puño y sonrió; aún recordaba cuando en La Gomera era capaz de tumbar patas arriba a un cerdo de un cabezazo, pero le constaba que ni un cerdo era una mula, ni un puño la frente, y lo que no sabía era si alguna vez se había dado el caso de que existiese un tipo tan desmesuradamente bestia como él había alardeado ser.

      Su absurda bravuconería comenzó no obstante a rendir frutos al mediodía siguiente, cuando fueron ya cinco los oficiales de la guarnición que acudieron a la taberna a cerciorarse de que en verdad existía un pedante alcarreño dispuesto a arriesgar una fortuna en tan disparatada apuesta.

      –No dudo… –admitió el bigotudo alférez Pedraza, el mismo que un día persiguiera inútilmente a doña Mariana Montenegro y su tripulación hasta las playas de Samaná– …que puede existir, en algún lugar del mundo, un Hércules capaz de llevar a cabo semejante proeza, pero a fe que incluso yo me atrevería a venceros a la hora de echar un pulso, por lo que no entiendo que afirméis que podéis matar a una mula.

      –Si de echar un pulso se


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