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El conde de montecristo. Alexandre DumasЧитать онлайн книгу.

El conde de montecristo - Alexandre Dumas


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y siete mil quinientos francos! -repitió maquinalmente.

      -Sí, señor -repuso el comisionista-. Ahora, pues -prosiguió después de una breve pausa-, no debo ocultaros, señor Morrel, que aun reconociendo vuestra probidad sin tacha hasta el presente, dícese por Marsella que no estáis en disposición de hacer frente a vuestros créditos.

      A esta salida casi brutal, palideció Morrel.

      -Caballero -dijo-, hasta el presente, y hace ya veinticuatro años que recibí la casa de manos de mi padre, que a su vez la había regentado treinta y cinco, hasta el presente ni una firma de Morrel e hijos se ha desairado en mi caja.

      -Ya lo sé -respondió el inglés-, pero habladme de hombre honrado a hombre honrado: ¿pagaréis éstas con la misma exactitud?

      Morrel se estremeció, mirando al que le hablaba así con una firmeza que antes no había tenido.

      -A preguntas hechas con tal franqueza hay que responder necesariamente de la misma manera. Caballero, pagaré si mi buque llega sano y salvo, como espero, pues con su llegada recobraré el crédito que me han quitado las desgracias de que he sido víctima, pero si me faltase El Faraón, si me faltase mi último recurso…

      Las lágrimas se agolparon a los ojos del desdichado armador.

      -¿De modo que si os faltase ese último recurso… ? -le preguntó su interlocutor.

      -Pues bien -repuso Morrel-, mucho me cuesta decirlo… , pero acostumbrado ya a la desgracia, necesito acostumbrarme también a la vergüenza… Pues bien… , me parece que me vería en la precisión de suspender los pagos…

      -¿No contáis con amigos que puedan ayudaros en esta ocasión?

      Morrel se sonrió con tristeza.

      -Bien sabéis, caballero -contestó-, que en el comercio no hay amigos, sino socios.

      -Es cierto -murmuró el inglés-. ¿Luego no tenéis más que una esperanza?

      -Una sola.

      -¿Que es la última?

      -La última.

      -De suerte que si os sale defraudada…

      -¡Estoy perdido, caballero, completamente perdido!

      -Cuando yo me dirigía a vuestra casa, entraba un buque en el puerto.

      -Ya lo sé. Un joven que me ha permanecido fiel, a pesar de mi desgracia, pasa mucha parte del día en un mirador de esta casa, con la idea de poder traerme alguna buena noticia. Por él me enteré de que había llegado ese navío.

      -¿Y no es el vuestro?

      -No, es La Gironda, buque bordelés, que viene también de la India, como el mío.

      -Tal vez haya visto al Faraón y os traiga noticias suyas.

      -¿Queréis que os diga una cosa, caballero? Casi tanto temo saber noticias de mi bergantín, como estar en incertidumbre… la incertidumbre encierra algo de esperanza.

      Luego añadió el señor Morrel con voz sorda:

      -Esta tardanza no es natural. El Faraón salió de Calcuta el 5 de febrero, hace más de un mes que debía haber llegado.

      -¿Qué es eso? -dijo el inglés aplicando el oído- ¿Qué es ese barullo?

      -¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué ocurrirá ahora? -exclamó Morrel, palideciendo.

      En efecto, en la escalera se oía un ruido extraordinario, gentes que iban y venían y hasta lamentos y suspiros. Levantóse Morrel para abrir la puerta, pero le faltaron las fuerzas, y volvió a caer sobre su sillón. Los dos hombres estaban frente a frente. Morrel temblando de pies a cabeza, el extranjero mirándole con profunda compasión. Aunque había cesado el ruido, Morrel al parecer aguardaba alguna cosa. En efecto, el ruido debía tener su causa y además un resultado. Al extranjero le pareció oír que subían muy quedito la escalera, y que los pasos, que eran como de muchas personas, se paraban en el descansillo.

      Alguien introdujo una llave en la cerradura de la primera puerta, cuyos goznes se oyeron rechinar.

      -Sólo dos personas tienen la llave de esa puerta: Cocles y Julia -murmuró el naviero.

      Al mismo tiempo abrióse la segunda puerta, apareciendo la joven, pálida y bañada en llanto. Morrel se levantó temblando de su asiento, teniendo que apoyarse en el brazo de su sillón para no caer. Quería preguntar, pero le faltaba la voz.

      -¡Oh, padre mío! -dijo la joven juntando las dos manos-, perdonad a vuestra hija el ser portadora de una triste nueva.

      Morrel palideció intensamente y Julia se echó en sus brazos.

      -¡Oh, padre mío! ¡Padre mío! -murmuraba-. ¡Valor!

      -¿De modo que El Faraón se ha perdido? -balbució Morrel.

      La joven no respondió, pero con la cabeza, que reclinaba en el seno de su padre, hizo una señal afirmativa.

      -¿Y la tripulación? -inquirió Morrel.

      -Se ha salvado -respondió la joven-. La ha salvado el navío bordelés que acaba de llegar.

      El bueno del señor Morrel levantó las manos al cielo, con un sublime ademán de gratitud y resignación.

      -¡Gracias, Dios mío! -exclamó-. Al menos sólo me herís a mí con este golpe.

      No obstante su impasibilidad, el inglés se sintió afectado por la escena; una lágrima humedeció sus ojos.

      -Entrad -añadió Morrel-, entrad, pues me presumo que estáis todos a la puerta.

      En efecto, pronunciadas apenas estas palabras, apareció sollozando la señora Morrel, seguida de Manuel. En el fondo de la antecámara se percibían las rudas facciones de siete a ocho marineros medio desnudos.

      La vista de estos hombres hizo estremecerse al inglés. Dio un paso como para salirles al encuentro, pero se detuvo, ocultándose, por el contrario, en el rincón más oscuro del gabinete. La señora Morrel fue a sentarse en el sillón, cogiendo una de las manos de su marido, mientras Julia reclinaba la cabeza sobre el pecho de su padre. Manuel se había quedado en medio de la estancia, como lazo que uniese a la familia de Morrel y a los marineros de la puerta.

      -¿Cómo sucedió? -preguntó el naviero.

      -Acercaos, Penelón -dijo el joven-, y contadnos cómo ocurrió la desgracia.

      Un marinero viejo, tostado por el sol del ecuador, adelantóse dando vueltas entre sus manos a los restos de su sombrero.

      -Buenos días, señor Morrel -dijo, como si hubiera salido de Marsella la víspera o si llegase de Aix o de Tolón.

      -Buenos días, amigo -contestó Morrel, no pudiendo menos de sonreírse, a pesar de sus lágrimas-. Pero ¿dónde está el capitán?

      -Por lo que al capitán se refiere, señor Morrel, se ha quedado enfermo en Palma, pero si Dios quiere, aquello no será nada, y dentro de pocos días le veréis volver tan bueno y sano como vos y como yo.

      -Está bien… Hablad ahora, Penelón.

      Penelón mudó la mascada de tabaco del carrillo derecho al carrillo izquierdo, púsose la mano sobre la boca, volvió la cabeza para arrojar a la antesala una gran dosis de saliva negruzca, adelantó una pierna y contoneándose dijo:

      -Poco antes del naufragio, señor Morrel, estábamos así como quien dice entre el cabo Blanco y el cabo Bojador, con una buena brisa sudsudoeste tras ocho días de calma y contraventeo, cuando el capitán Gaumard se me arrima, porque yo estaba en el timón, y me dice: «Compadre Penelón, ¿qué me dices de aquellas nubes que se van formando allá abajo?»

      »Justamente yo las atisbaba en aquel momento.

      -¿Lo que yo os digo, capitán? Pues creo que suben más de prisa que lo que deben y que son más negras que lo que conviene a nubes de buena intención.


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