Эротические рассказы

Flores. Afonso CruzЧитать онлайн книгу.

Flores - Afonso Cruz


Скачать книгу
pies! ¿Cómo logra rematar con tanta técnica, Miroslav?

      —Entrenando, entrenando, entrenando. Pero vale la pena, Kevin, porque luego las mujeres caen rendidas a nuestros pies. ¿Por qué? Porque entrenamos para ser buenos. Apuntamos a una esquina de la portería, nuestra vida se resume en ese espacio, ¿qué son?, ¿cuarenta centímetros cuadrados?, y de repente andamos en yate por la costa de San Lorenzo gracias a esos diez centímetros cuadrados, gracias al entrenamiento, al entrenamiento. Las mujeres caen rendidas a nuestros pies, por docenas, y no estoy hablando de mujeres fáciles o prostitutas, nada de ordinarias y sucias, Kevin, estoy hablando de mujeres serias, de las que lo dejan a uno sin aliento, educadas, elegantes, algunas son reconocidas, podría nombrarlas, pero sería imprudente, ¿no crees?, y todo gracias a cuarenta centímetros cuadrados, la esquina de una portería, algunas son actrices, pero te juro que también hay diplomáticas y ministras, muchas son casadas, Kevin, y se arrodillan, medio desvestidas, a veces tengo que decirles que se vayan…

      —Lo de hoy fue una humillación para el arquero adversario…

      —Lo fue, Kevin, sentí lástima por Farini, es un buen muchacho, buen portero, es un tipo impecable, pero, sabes, esto no es solo un juego, es la vida. Yashin, cuando se lanzaba a defender el balón, se lanzaba desde un abismo, y el esférico era una cuerda, si no la agarraba moría, así se lanzaba Yashin, no se trataba apenas de un juego, era de vida o muerte, todos los centímetros cuentan, todos los milímetros cuentan, todas las milésimas de segundo cuentan. Farini me da lástima, pero no se trata tan solo de agarrar el balón, eso lo hace hasta un niño. ¿Ya has ido al parque de la ciudad, Kevin? ¿Has visto a los chicos corriendo detrás del balón? En la cancha tenemos que ser mucho más que eso.

      —¿Profesionales?

      —No, Kevin, mucho más que eso. De vida o muerte. Moriré si no acierto en la esquina de la portería, ese es mi espacio, es mi universo, cuarenta centímetros cuadrados, Kevin, ese es el tamaño del universo.

      —¿Del tamaño de un balón de fútbol?

      —Créeme.

      Oí que Beatriz me llamaba.

      Clarisse se había ido el fin de semana a visitar a sus padres, al norte. Salió después de la cena. Yo me quedé con Beatriz.

      —Ya voy —dije desde el baño.

      Beatriz estaba jugando en el cuarto. Cuando me acerqué, me preguntó:

      —¿De qué color es este jarrón?

      —Verde.

      —No. Nadie sabe de qué color son las cosas.

      Me reí y le dije que tenía que acostarse, ya eran más de las diez.

      Muy temprano en la mañana, todavía eran las ocho, me despertó alguien que golpeaba la puerta, repetida y violentamente, un puñetazo tras otro. Estaba en ropa interior, así que corrí al baño a ponerme una bata y luego a abrir la puerta. Me asomé, vi quién era, pero estaba nervioso por la forma como me habían despertado, me sentía patéticamente tenso, con los músculos endurecidos, el corazón palpitaba, palpitaba, palpitaba, los ojos nublados de furia. Era el señor Ulme. Le abrí la puerta. Estaba visiblemente trastornado, gesticulaba mucho, agitaba los dedos largos de la mano, eran ramas al viento.

      Al cabo de muchos años, prácticamente nunca había­mos hablado, no teníamos ninguna cercanía más allá de la que toda construcción moderna impone, pero ahora, de repente, él actuaba con una intimidad desconcertante. Me dijo:

      —¿Cómo es posible? El universo está desesperado, es el fin del mundo en llamas, la más perversa escatología.

      —¿Qué?

      El señor Ulme cogió una hoja del periódico y me la mostró. Los titulares anunciaban la muerte de varios niños en Gaza.

      —El mundo me da vergüenza —dijo—. ¿Qué es lo que pasa?

      —Parece que andamos un poco anestesiados ante la tragedia, pero a lo mejor usted no es así, y cuando oye cosas que, en realidad, son muy banales, que ocurren todo el tiempo, se preocupa.

      —¿Preocuparme? Son niños, están bombardeando a niños, los sátrapas. ¡Altitud!

      —¿Altitud?

      —Sí, la gente no tiene altitud.

      El señor Ulme se sentó y se llevó las manos a la cabeza. Le pregunté si quería té. Lo rechazó. ¿Una torta? La rechazó.

      —¿Sabe por qué no somos felices? —preguntó.

      —¿Desespero, soledad, miedo?

      —No. Por culpa de la realidad.

      —¿CÓMO LE PARECIERON las reacciones a su conferencia de hoy, Dr. Konrad?

      —Muy buenas, Kevin, muy buenas. Explicar el universo, la teoría —golpe de la tapa del inodoro contra la cisterna— general de todo, no es poca cosa, ¿no cree?

      —El Dr. Szczpezanski le reviró…

      —Es lamentable —roce del papel higiénico— que ese hombre sea considerado un profesional, cuanto más ha de un ser humano. Mi teoría de las pepas es basilar, irrefutable, ¿cómo decirlo sin parecer arrogante?, perfecta. Fíjese, Kevin, fíjese, las pepas son lo que nos hace sentir que la uva existe, son —ruido de la cisterna— el testimonio de la uva. Todo lo demás se pierde, salvo esos pequeños huesos. El alma es densa, es dura como las pepas de la uva, en la boca todo lo demás se deshace en jugo.

      —¿En jugo?

      —Así es, Kevin, pero ahora no tengo tiempo para explicárselo, voy de salida a una conferencia.

      —¿Otra?

      —Sí, otra.

      Me lavé los dientes y me peiné con un poco de agua.

      El sombrero seguía en la cama del cuarto de huéspedes, su presencia densa y lúgubre, como un cadáver en descomposición. No lo moví. Cogí un sombrero blanco de paja del perchero y me lo puse en la cabeza, ligeramente inclinado hacia un lado, sobre la oreja izquierda.

      Me vi en el espejo.

      —Le queda bien ese sombrero, Dr. Konrad.

      —Gracias, Kevin.

      Salí de la casa, bajé las escaleras del edificio, qué calor tan insoportable, me subí al carro. Prendí el aire acondicionado. Encontré un lugar al pie de la salida del auditorio. La conferencia era sobre nuevas tecnologías, el fin de los empleos, de los periódicos, etc.

      Cuando salí de la conferencia me tomé una cerveza en un café de esquina con una periodista que había sido mi colega antes de volverme freelancer, una muchacha con un tatuaje de sílaba sagrada hindú o budista o jainista en el cuello, vestida como si la ropa se le hubiera caído en un balde de tintas coloridas, de piercings en la nariz y en las cejas y en las orejas y quién sabe dónde más, sandalias de cuero y pulseras de plata. Le dicen Samadhi. Le pregunté si quería pasar por la casa después de la cena, después de que yo acostara a mi hija. Pasó el dedo por el borde del vaso, levantó la cabeza y dijo:

      —Claro.

      Sonrió, y una sonrisa puede de cierta forma convertirse en una religión oriental, hay una adoración inversamente proporcional a la simplicidad del acto de mostrar un poco los dientes. Una sonrisa transforma a un hombre anodi­no en un fanático, incapaz de pensar en otra cosa que no sea la promesa contenida en la sonrisa.

      Nos despedimos y fui a buscar a Beatriz a casa de mi madre. Caminamos cogidos de la mano hasta nuestra casa, ella tarareando una canción que había aprendido con las amigas.

      Decidí hacer filete relleno, que a Beatriz le encanta por un dibujo animado. Sofreí la cebolla, los ajos, el apio y la zanahoria antes de mezclar la carne.

      Beatriz llevó algunos juguetes a la cocina, los esparció por el suelo, en el peor sitio posible, y se sentó a jugar. Abrí una botella de vino tinto para beber mientras


Скачать книгу
Яндекс.Метрика