Tierra de bisontes. Cienfuegos VII. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.
penetró al fin por entre los rotos tablones en el interior de lo que había sido una pesada nave de casi treinta metros de eslora por seis de manga, probablemente una «carraca» más apropiada para realizar tareas de cabotaje en las tranquilas aguas del Mediterráneo que para adentrarse en la inmensidad del Océano Atlántico, pero era cosas sabida que los desesperados que en la lejana España no encontraban remedio a sus desdichas se aventuraban con harta frecuencia en tan poco prácticas embarcaciones en busca de una vida mejor en un Nuevo Mundo del que tantas cosas maravillosas habían oído contar.
El gomero los había visto llegar por docenas a Santo Domingo, andrajosos y hambrientos, convencidos de que en la isla el oro corría por las calles, y seguros de que desde el momento en que pusieran el pie en la otra orilla del océano todas sus penurias pasarían al olvido.
La estructura de la nave aún se mantenía milagrosamente en pie, guarida de avispas y cangrejos, lo cual decía mucho a favor de la clase de madera que se había empleado en las gruesas cuadernas, y Cienfuegos recorrió despacio las bodegas, repletas de enormes barricas, los tambuchos en los que aún perduraban restos de las hamacas en que durmiera tiempo atrás la tripulación, se tiznó con el hollín de la vieja cocina y subió luego a cubierta, desde donde contempló el mar que quedaba a popa y al que evidentemente el «Princesa del Mar» nunca regresaría más que cuando un violento huracán mandara gigantescas olas playa arriba y lo arrastrase de un lado a otro convertido ya en simples maderos.
Por último derribó de una patada la puerta que comunicaba con la camareta del capitán, que se había atascado al hincharse la madera, y lo primero que llamó su atención fue un pergamino que aparecía clavado en el mamparo frontal.
Le costó un gran esfuerzo descifrarlo puesto que la tinta había comenzado a decolorarse, pero al fin llegó a la conclusión de que al parecer la vieja «carraca» había sido empujada a tierra por una inesperada tormenta el ocho de agosto del mil quinientos seis, sin tener que lamentar pérdidas humanas, pero sin que existieran posibilidades de intentar reflotar la despanzurrada nave.
Pero lo que en verdad impactó al canario fue la última frase del escueto mensaje:
«Es muy posible que nos encontremos en la isla de Bímini.
Las coordenadas coinciden. Intentaremos averiguarlo».
¡Dios fuera loado…!
¡La isla de Bímini!
Tomó asiento en lo poco que quedaba en pie de la litera del capitán, sin poder apartar la vista de un documento que ni siquiera se había atrevido a tocar.
No podía dar crédito a lo que decía.
¡«La isla de Bímini»!
Los desgraciados ocupantes de aquella nave, cuantos y quienes quiera que fuesen y de donde quiera que proviniesen, habían ido a estrellarse contra una lejana y desconocida costa de lo que empezaba a temer que fuera un gigantesco continente, cuando lo que en realidad venían buscando era el mítico y fabuloso lugar del que todos hablaban casi desde el mismo día en que se descubrió el Nuevo Mundo.
¡«Bímini»!
¡Pobres estúpidos!
Habían caído en la más absurda de las trampas.
Era cosa sabida que en Santo Domingo había existido años atrás un pequeño grupo de pícaros que habían obtenido jugosos beneficios vendiendo a incautos recién llegados mapas falsos de la fabulosa isla.
Para ello le proporcionaban a un muchacho de poco más de veinte años la partida de nacimiento de un cuarentón, y cualquier noche, cuando detectaban a un nuevo «cliente» que se ajustaba a sus planes, permitían que el muchacho hablara de acontecimientos pasados de los que por su aparente edad no podía haber sido testigo.
Cuando el incauto se sorprendía por tal hecho, le notificaban, con mucho secreto, que lo que ocurría era que la apariencia de su interlocutor se debía a que era uno de los pocos afortunados que habían desembarcado en Bímini, y por lo tanto había bebido de la fabulosa «Fuente de la Eterna Juventud».
El pequeño grupo de astutos estafadores, capitaneado por el desalmado Melquíades Corrales, sabía ingeniárselas para que a la larga y tras muchas negativas y discusiones fueran sus víctimas las que ofrecieran una considerable suma de dinero a cambio del «Derrotero Secreto» que permitía llegar hasta una maravillosa fuente en la que llenarían a rebosar barricas del agua mágica, lo que evidentemente les haría jóvenes y ricos para siempre.
Muchos de los habitantes de la capital, entre ellos el propio Cienfuegos, tenía por aquel entonces conocimiento de la existencia de tal pandilla de pícaros, pero nadie había presentado contra ellos una denuncia en firme por falta de pruebas.
Lo único que podía hacerse era poner sobre aviso a quienes corrían el peligro de caer en sus redes, a riesgo, eso sí, de aparecer tres días más tarde flotando boca abajo en las aguas del río Ozama para ir parar a las fauces de las docenas de tiburones que rondaban siempre por su desembocadura.
Nunca pudo nadie afirmar sin miedo a equivocarse que se diera el caso de que una nave partiera en busca de tan absurdo destino, exceptuando la expedición, abierta y sin tapujos, que organizara en su día Juan Ponce de León, y que tras fracasar en su intento se consoló conquistando en 1509 la isla de Puerto Rico y descubriendo en 1512 la península de La Florida, en cuyas proximidades se afirmaba que se encontraba Bímini.
Ahora, allí sentado en la litera de un estúpido capitán que al parecer se había dejado enredar por los fulleros, el canario tenía la prueba evidente e incontestable de que al menos en una ocasión las maquinaciones del canallesco Melquíades Corrales habían tenido éxito, con lo que había enviado a una muerte segura a un grupo de infelices soñadores.
¡Maldito hijo de puta!
Quien busca Bímini,
eternamente joven será
porque joven morirá
y joven permanecerá
por toda la eternidad.
Quien busca Bímini
dejará de ser pobre
porque ningún cadáver
necesitó nunca dinero.
Quien busca Bímini
encontrará la alegría
porque nadie ha conocido
a un muerto triste.
Alguien de buena fe pergeñó un día aquellos versos como aviso a los incautos, pero resultaba evidente que los incautos abundaban en exceso.
Durmió «a bordo» en la única hamaca de la tripulación que aún soportaba su peso sin romperse, y el hecho de pasar la noche bajo cubierta, aspirando el olor a brea de calafatear que le había acompañado a todo lo largo de su travesía del océano le trajo a la mente viejos recuerdos de cuando era un ignorante muchacho tan despistado que en La Gomera se coló de polizón en una carabela confiando en que lo desembarcaría en Sevilla cuando en realidad navegaba en dirección opuesta.
A la hora de mirar hacia atrás se veía obligado a reconocer que su azarosa vida había sido el fruto de una serie de situaciones absurdas y sin sentido que comenzaron con el bendito día de que una hermosa y noble dama se enamoró locamente de un cabrero analfabeto, y parecía a punto de concluir con la aciaga noche en que un pez ponzoñoso le clavó su aguijón en el brazo.
¿Hasta cuándo estaba dispuesto a reservarle el caprichoso destino sorpresas semejantes?
¿Acaso no existían otros muchos millones de seres humanos a los que fastidiar con sus estúpidos caprichos?
Durante años rodó de aquí para allá, como una de esas semillas de blanco