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Obras Completas de Platón - Plato


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      SÓCRATES. —A mi parecer, sí.

      PROTARCO. —Vive persuadido de que todos los que aquí estamos pensamos como tú en este punto. Respecto a Filebo, es preferible no consultar su dictamen, por temor, como se dice, a no dislocar la idea del bien.

      SÓCRATES. —En buena hora. ¿Por dónde comenzamos esta controversia, que tiene muchas ramificaciones y muchas formas?, ¿no es por aquí?

      PROTARCO. —¿Por dónde?

      SÓCRATES. —Digo que estos uno y muchos se encuentran por todas partes y siempre, lo mismo hoy que en todo tiempo, en cada una de las cosas de que se habla.[1] Jamás dejará de existir, ni es cosa de hoy el haber dado principio a la existencia, sino que, en cuanto yo alcanzo, es una cualidad inherente a nuestros discursos, inmortal e incapaz de envejecer. El joven que emplea por primera vez esta fórmula, se regocija hasta el punto de creer que ha descubierto un tesoro de sabiduría; la alegría lo trasporta hasta el entusiasmo, y no hay discurso en que no salga a relucir, tan pronto estrechándolo y confundiéndolo con el uno, como desarrollándolo y dividiéndolo en trozos. Se arroja desde luego más que nadie a la dificultad y embaraza a todos los que se le aproximan, más jóvenes o más viejos, o de la misma edad que él; no da cuartel a padre ni a madre, ni a ninguno de los que le escuchan; ataca, no solo a los hombres, sino en cierta manera a los demás seres, y me atrevo a responder de que ni a los bárbaros perdonaría, si pudiera proporcionarse un intérprete.

      PROTARCO. —¿No ves, Sócrates, que nosotros somos muchos y todos jóvenes?,[2] ¿no temes que uniéndonos a Filebo caigamos sobre ti, si nos insultas? Sea lo que quiera, porque nosotros comprendemos tu pensamiento; si hay algún medio de salir pacíficamente de toda esta confusión en que nos hallamos, y de encontrar un camino mejor que el que llevamos hasta ahora para llegar al término de nuestras indagaciones, haz un esfuerzo para entrar en él. Nosotros te seguiremos hasta donde alcancen nuestras fuerzas, porque la discusión presente, Sócrates, no es de poca importancia.

      SÓCRATES. —Lo sé muy bien, hijos míos, como os llama Filebo. No hay ni puede haber un medio más precioso para las indagaciones que el que he adoptado en todos tiempos, pero me ha salido fallido un número crecido de veces, dejándome solo y en el mismo embarazo.

      PROTARCO. —¿Cuál es?, dilo.

      SÓCRATES. —No es difícil conocerlo, pero sí lo es seguirlo. Todos los descubrimientos hechos hasta ahora, en los que el arte entra por algo, han sido conocidos por este método que voy a darte a conocer.

      PROTARCO. —Dilo, pues.

      SÓCRATES. —En cuanto puedo yo juzgar, es un presente hecho a los hombres por los dioses, que nos ha sido enviado desde el cielo por algún Prometeo, en medio de brillante fuego. Los antiguos, que valían más que nosotros y estaban más cerca de los dioses, nos han trasmitido la tradición de que todas las cosas a las que se atribuye una existencia eterna, se componen de uno y muchos, y reúnen en sí por su naturaleza lo finito y lo infinito; y siendo tal la disposición de las cosas, es preciso, en la indagación de cada objeto, aspirar siempre al descubrimiento de una sola idea. Efectivamente se encontrará una, y una vez descubierta, es preciso examinar si después de ella hay dos o tres o cualquier otro número; en seguida, hacer lo mismo con relación a cada una de estas ideas, hasta que se vea, no solo que la primitiva es una y muchas y una infinidad, sino también las ideas que contiene en sí; que no se debe aplicar a la pluralidad la idea del infinito, antes de haber fijado por el pensamiento el número determinado que hay en ella entre lo infinito y la unidad; y que solo entonces es cuando se puede dejar a cada individuo ir a perderse en el infinito.[3] Los dioses, como ya he dicho, nos han dado el arte de examinar, de aprender y de instruirnos los unos a los otros; pero los sabios de hoy día hacen uno a la aventura, y muchos más pronto o más tarde que lo que es conveniente. Después de la unidad pasan de repente al infinito, y los números intermedios se les escapan. Sin embargo, estos números intermedios son los que hacen la discusión clara y conforme a las leyes de la dialéctica, y que la diferencian de la que no es más que una disputa.

      PROTARCO. —Me parece, Sócrates, que comprendo una parte de lo que dices; pero sobre algunos puntos tengo necesidad de una explicación más clara.

      SÓCRATES. —Lo que he dicho, Protarco, se concibe claramente aplicándolo a las letras; atiende, pues, a lo que te han enseñado desde la infancia.

      PROTARCO. —¿De qué manera?

      SÓCRATES. —La voz, que sale de la boca, es una y al mismo tiempo infinita en número para todos y para cada uno.

      PROTARCO. —Estoy de acuerdo.

      SÓCRATES. —No somos por esto sabios; ni porque reconozcamos que la voz es infinita, ni porque reconozcamos que es una. Pero saber cuántos son los elementos distintos de cada una y cuáles son, es lo que nos hace gramáticos.

      PROTARCO. —Eso es muy cierto.

      SÓCRATES. —Lo mismo sucede con el músico.

      PROTARCO. —¿Cómo?

      SÓCRATES. —La voz considerada con relación a este arte es una.

      PROTARCO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Podemos considerarla de dos maneras: la una grave, la otra aguda y una tercera de tono uniforme, ¿no es así?

      PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —Si no sabes más que esto, no serás por eso hábil en la música; y si lo ignoras, no eres, por decirlo así, capaz de nada en este asunto.

      PROTARCO. —No, ciertamente.

      SÓCRATES. —Pero, mi querido amigo, solo cuando has aprendido a conocer el número de los intervalos de la voz, tanto para el sonido agudo como para el grave, la cualidad y los límites de estos intervalos, y los sistemas que de ellos resultan, que los antiguos han descubierto y trasmitido los a los que marchamos sobre sus huellas con el nombre de armonías; y que nos han enseñado las propiedades semejantes que se encuentran en el movimiento de los cuerpos, que, estando medidos por los números, deben llamarse ritmos y medidas; y al mismo tiempo cuando te hayas hecho cargo reflexivamente de que es preciso proceder de esta manera en todo lo que es uno y muchos; cuando hayas comprendido todo esto, entonces podrás llamarte sabio. Y cuando, siguiendo el mismo método, has llegado a conocer cualquier otra cosa, sea la que sea, entonces has adquirido la inteligencia de esta cosa. Pero la infinidad de los individuos y la multitud que se encuentra en ellos es causa de que estés por lo ordinario desprovisto de esta inteligencia de las cosas, y que no merezcas que se te estime ni que se te tenga por un hombre hábil, porque nunca te has fijado en ninguna cosa.

      PROTARCO. —Me parece, Filebo, que lo que acaba de decir Sócrates está perfectamente dicho.

      FILEBO. —Yo pienso lo mismo, pero ¿qué significa este discurso, y adónde quiere Sócrates llevarnos?

      SÓCRATES. —Filebo nos hace esta pregunta muy a tiempo, Protarco.

      PROTARCO. —Ciertamente; respóndele.

      SÓCRATES. —Lo haré después de decir algunas palabras sobre esta materia. En la misma forma que cuando se ha tomado una unidad cualquiera, decimos que no debemos fijarnos desde luego sobre el infinito, sino sobre un cierto número; lo mismo cuando se ve uno forzado a dirigirse desde luego al infinito, tampoco se debe pasar de repente a la unidad, sino fijar sus miradas sobre cierto número, que encierre una cantidad de individuos, e ir a parar por fin a la unidad. Tratemos de concebir esto tomando de nuevo las letras como ejemplo.

      PROTARCO. —¿Cómo?

      SÓCRATES. —Descubrir que la voz es infinita fue la obra de un dios o de algún hombre divino, como se refiere en Egipto de un cierto Tot que fue el primero que apercibió en este infinito las vocales, viendo que eran, no una, sino muchas; después otras letras, que sin participar de la naturaleza de las vocales tienen, sin embargo, cierto sonido, y reconoció en ellas igualmente un número determinado; distinguió también una tercera especie de letras, que llamamos hoy día mudas; y después de estas observaciones, separó una a una las letras mudas


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