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Obras Completas de Platón - Plato


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      SÓCRATES. —Y como sospechaba que había aún otros muchos bienes, añadí que, si llegábamos a descubrir uno, que fuese preferible a estos dos, discutiría para conseguir el segundo puesto en favor de la inteligencia contra el placer, y que este no lo obtendría.

      PROTARCO. —Así lo has dicho en efecto.

      SÓCRATES. —Hemos visto en seguida muy claramente que ni el uno ni el otro de estos bienes es suficiente por sí mismo.

      PROTARCO. —Nada más cierto.

      SÓCRATES. —La inteligencia y el placer ¿no han sido declarados en esta discusión incapaces de constituir el soberano bien, estando privados de la propiedad de bastarse a sí mismos en razón de la plenitud y de la perfección?

      PROTARCO. —Muy bien.

      SÓCRATES. —Habiéndose presentado a nosotros una tercera especie de bien, superior a los otros dos, ha parecido que la inteligencia tenía con la esencia de este tercer bien victorioso una afinidad mil veces mayor y más íntima que el placer.

      PROTARCO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Según el juicio, que resulta de este discurso, el placer ocupa ya el quinto lugar.

      PROTARCO. —Así parece.

      SÓCRATES. —Pero los bueyes, los caballos y las demás bestias, sin excepción, ¿no dirán lo contrario, puesto que son arrastradas a la prosecución del placer? La mayor parte de los hombres, refiriéndose a ellas, como los adivinos a los pájaros, juzgan que los placeres son el resorte principal de la felicidad de la vida, y creen que el instinto de las bestias es una garantía más segura de la verdad que los discursos inspirados por una musa filosófica.

      PROTARCO. —Todos convenimos, Sócrates, en que lo que has dicho es perfectamente verdadero.

      SÓCRATES. —Entonces me permitiréis que me vaya.

      PROTARCO. —Hay todavía, Sócrates, un pequeño punto que aclarar, y así como así no marcharás de aquí antes que nosotros, te recordaré lo que falta aún por decir.

CLITOFÓN

      Argumento del Clitofón[1] por Patricio de Azcárate

      Clitofón, acusado por Sócrates de haber censurado sus conversaciones filosóficas y alabado las lecciones del sofista Trasímaco, se defiende, exponiendo al mismo Sócrates lo que de él piensa en un discurso de algunas páginas, que se resumen en pocas palabras. Sócrates es un hombre maravilloso para exhortar a la virtud, y desempeña mejor que nadie tan noble tarea. Pero incurre en el gran error de no pasar de aquí. No basta inspirarnos el deseo de ser virtuoso; es preciso además enseñarnos a serlo prácticamente. Es preciso que se nos muestre el camino, se nos señalen las dificultades y los obstáculos, y si es necesario, se nos guíe hasta llegar al término. No es mi ánimo indagar aquí si esta censura es justa, pero aun cuando lo fuese, el Clitofón será siempre una composición de escaso valor.

      Clitofón

      SÓCRATES — CLITOFÓN

      SÓCRATES. —Clitofón, hijo de Aristonimo, me han dicho hace un instante, que en una conversación que has tenido con Licias, has criticado las discusiones filosóficas de Sócrates, y puesto en las nubes las lecciones de Trasímaco[1].

      CLITOFÓN. —Te han referido exactamente, Sócrates, lo que he dicho de ti a Licias; si en unas cosas te he censurado, también te he alabado en otras, y como veo en claro, que a pesar de tu aire de indiferencia estás incomodado conmigo, sería conveniente, ya que estamos solos, repetirte lo mismo que he dicho, y te desengañarás de que no soy injusto para contigo. Indudablemente te han informado mal, y esta es la causa de tu irritación. Pero si me permites decirte todo lo que pienso, estoy pronto a hacerlo, y no te ocultaré nada.

      SÓCRATES. —No tendría razón para oponerme a tu deseo, cuando éste redunda en mi provecho, porque evidentemente desde el momento que me hagas ver el bien y el mal que residen en mí, procuraré seguir el uno y huir del otro con todas mis fuerzas.

      CLITOFÓN. —En este caso, escúchame. Me ha sucedido muchas veces, Sócrates, que encontrándome contigo, me he dejado llevar de la más viva admiración al oír tus discursos, y me ha parecido que hablabas mejor que nadie, cuando reprendiendo a los hombres, como un dios que aparece en lo alto de una máquina de teatro,[2] exclamabas:

      «¿A dónde vais a parar, mortales? ¿No veis que no hacéis nada de lo que deberíais practicar? El objeto de todos vuestros cuidados es amontonar riquezas y trasmitirlas a vuestros hijos, sin inquietaros para nada del uso que puedan hacer de ellas. Tampoco procuráis darles maestros que les enseñen la justicia, si puede ser enseñada, o que se ejerciten en ella, si es que sólo en el ejercicio puede adquirirse. Tampoco tratáis de gobernaros a vosotros mismos, educándoos en la virtud. Cuando vosotros y vuestros hijos, después de conocer las letras, la música y la gimnástica, lo cual creéis que constituye la educación más perfecta, veis que no sois menos ignorantes por lo que hace al uso que hacéis de vuestras riquezas, ¿cómo no os escandalizáis de esta educación, y no buscáis maestros que hagan desaparecer esta ignorancia y esta disonancia? A causa de este desorden y de esta inconveniencia, y no porque un pie deje de guardar compás con la lira, tiene lugar la falta de acuerdo y armonía entre hermanos y hermanos, entre Estados y Estados, y en sus divisiones y en sus guerras sufren el cúmulo de males que mutuamente se causan. Pretendéis que la injusticia es voluntaria, y que no procede de la falta de ilustración y de la ignorancia, y, sin embargo, sostenéis que la injusticia es vergonzosa y aborrecible a los dioses. ¿Qué hombre sería capaz de escoger voluntariamente un mal semejante? Respondéis que es aquel que no sabe resistir a los placeres. Pero si la victoria depende de la voluntad, ¿la derrota no es siempre involuntaria? La razón nos precisa a convenir en que de todas maneras la injusticia es involuntaria, y que es un deber para los individuos en particular y para los Estados en general, manifestarse más atentos y más vigilantes que lo están hoy».

      Cuando oigo de tus labios tales discursos, Sócrates, te cobro cariño, y te elogio lleno de admiración. Y lo mismo me sucede cuando añades, que los que ejercitan el cuerpo y desprecian el alma no hacen nada menos que despreciar lo que tiene el mando y tributar obsequios a lo que debe obediencia. Así como cuando expones que el que no sabe servirse de un instrumento, obra mejor absteniéndose de usarlo, y que el que no sepa servirse de los ojos, ni de los oídos, ni del cuerpo en general, obraría más cuerdamente no mirando, no escuchando, y no sacando ningún partido de su cuerpo, antes que servirse de él a la aventura. Todo esto no es menos cierto con respecto a las artes. El que no sabe servirse de su lira, evidentemente no sabrá servirse mejor de la del vecino, y recíprocamente, el que no sabe servirse de la lira del vecino, tampoco sabrá servirse de la suya, y otro tanto puede decirse de todos los instrumentos y de todas las cosas. De estos razonamientos deducías esta preciosa conclusión: el que no sabe servirse de su alma, debe dejarla inactiva, y no vivir antes que vivir abandonándose a las sugestiones de la fantasía; y si necesita vivir, obrará más cuerdamente sometiéndose a otro más bien que conservando la libertad para tal uso, y al modo de un buen navegante confiar conducción de su barco al que es hábil en la ciencia de gobernar a los hombres, ciencia que llamas tú muchas veces la política, Sócrates, y que, en tu opinión, es la misma que la de juzgar y administrar justicia.

      En todos estos discursos y otros muchos semejantes, todos verdaderamente bellos, en que sostienes que la virtud puede por su naturaleza ser enseñada y que es preciso ante todo tener cuidado de sí mismo, jamás he censurado nada, y me atrevo a decir, que nunca lo haré. Tales razonamientos son, a mi parecer, muy útiles, porque son muy eficaces para excitarnos, sacudirnos y despertarnos de nuestro entorpecimiento. Pero quise aplicar mi espíritu a saber más, y para ello me propuse interrogar, no a ti directamente, Sócrates, sino a tus compañeros de edad y de gustos, a tus discípulos, a tus amigos o como quiera que se llamen tus relaciones. En primer término me dirigí a los que tú más estimas, preguntándoles qué objeto debería tratarse


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