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Obras Completas de Platón - Plato


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hoy, puesto que hemos renovado una amistad antigua; únete a nosotros y a estos jóvenes, para que tú y ellos conservéis vuestra amistad, como un depósito paterno. Esperamos que así lo harás, y por nuestra parte no te permitiremos que lo olvides. Pero volviendo a nuestro objeto; ¿qué dices?, ¿qué te parece?, ¿este ejercicio de la esgrima merece ser aprendido por los jóvenes?

      SÓCRATES. —Sobre esto, Lisímaco, trataré de darte el mejor consejo de que sea capaz, y no dejaré de cumplir cuanto me ordenes; pero como soy el más joven y tengo menos experiencia que todos vosotros, es justo que os oiga antes, y entonces daré yo mi dictamen si difiere del vuestro, apoyándole en razones capaces de producir en vosotros la convicción. ¿Qué dices, pues, tú, Nicias? A ti te toca hablar el primero.

      NICIAS. —No rehúso decir lo que siento, Sócrates. Me parece, tal es mi dictamen, que este ejercicio de las armas es muy útil a los jóvenes, porque además de alejarlos de los placeres de pasatiempo, que buscan de ordinario por falta de ocupación, los endurece en el trabajo y los hace necesariamente más vigorosos y más robustos. Mejor que este no lo hay, ni que exija más maña, ni más fuerza. Éste y el de montar a caballo son los más a propósito para jóvenes libres, porque a causa de las guerras que tenemos o que podamos tener, no hay mejores ejercicios que los que se hacen con las armas que sirven para la guerra. Son de un gran auxilio en los combates, ya se combata en filas, o ya, rotas estas, haya que batirse cuerpo a cuerpo; ya se persiga al enemigo que de tiempo en tiempo vuelve la cara para resistir, o ya que en retirada haya precisión de desembarazarse de un hombre que le va dando alcance a uno con espada en mano. El que está acostumbrado a estos ejercicios no teme a un hombre solo ni a muchos juntos, y siempre saldrá vencedor. Por otra parte, inspiran una verdadera pasión por otros más serios; porque doy por sentado, que todo hombre que se ejercita en la esgrima, entra en deseos de saber la táctica militar, como resultado de la esgrima, y cuando lo ha conseguido, lleno de ambición y ansioso de gloria, se instruye en todo aquello que puede alimentar esta idea, y trabaja en elevarse por grados a los conocimientos de un general de ejército. Es cierto que nada hay tan precioso ni tan útil como estos diferentes ejercicios de armas con todos los demás estudios que preparan para la guerra, siendo este indudablemente el primero. A todas estas ventajas es preciso añadir además una, que no es pequeña, y es que esta ciencia de la esgrima hace los hombres más valientes y más atrevidos en los combates, sin que despreciemos otro efecto que produce, por insignificante que parezca, y es que en ocasiones da al hombre cierto aire marcial y apuesto que impone a sus enemigos. Soy, pues, de dictamen, Lisímaco, que es preciso enseñar a los jóvenes estos ejercicios, y ya he dado las razones. Si Laques es de otro dictamen, le oiré con gusto.

      LAQUES: —Pero, Nicias, es necesario mucho atrevimiento para decir de cualquier ciencia que no debe aprenderse, porque siempre es bueno saber de todo; y si la esgrima es una ciencia, como lo pretenden los que la enseñan y como Nicias lo dice, estoy conforme en que conviene aprenderla; pero si no es una ciencia y los que se dicen sus maestros nos engañan a fuerza de ponderarla, o sí, aún siendo ciencia, es de poco interés, ¿para qué consagrarse a ella? Lo que me obliga a hablar así es el estar persuadido de que si fuera una ciencia que mereciera la pena no hubieran los lacedemonios dejado de cultivarla, cuando no hacen más en toda su vida que buscar y aprender las cosas que pueden hacerles superiores en la guerra a sus enemigos. Y aun cuando esto se hubiera ocultado a los lacedemonios, he aquí lo que no han podido ignorar los maestros de esgrima; y es que, de todos los griegos, los lacedemonios son los más apasionados por todo lo que hace relación al ejercicio de las armas, y que los maestros de esgrima, que allí adquiriesen reputación, harían indudablemente por todas partes su negocio, como sucede respecto de los poetas trágicos que se acreditan en Atenas. Porque todo hombre, que se reconoce con talento para hacer tragedias, no corre el Ática y va de ciudad en ciudad a representar sus piezas, sino que se viene derecho aquí, para que aquí se representen, y tiene razón; en vez de lo cual veo a estos valientes campeones, que enseñan la esgrima, mirar a Lacedemonia como un templo inaccesible, donde no se atreven a poner ni un pie, y rodar por todas partes, enseñando su arte a otros, y particularmente a pueblos que se reconocen ellos mismos inferiores a sus vecinos en todo lo relativo a la guerra. Además, Lisímaco, he visto un gran número de estos maestros de esgrima en lances dados, y sé lo que valen. Es fácil formar juicio al ver que la fatalidad ha querido, como si fuera con intención, que ninguno de tales maestros haya adquirido ni la más pequeña reputación en la guerra. En todas las demás artes siempre hay algunos, entre los que las profesan, que sobresalen y adquieren nombradía; pero a los tales maestros les persigue cierta fatalidad. Porque este mismo Estesilao que se está dando en espectáculo a toda esta gente, como acabamos de ver, y que ha hablado tan en grande de sí mismo, lo he visto en cierta ocasión dar un espectáculo de otro género, bien a pesar suyo. Hallándose en una nave que atacó a otra de carga enemiga, este Estesilao combatía con una pica armada de una dalla, arma tan ridícula como lo era él mismo entre los combatientes. Las proezas que hizo no merecen referirse; pero el resultado que tuvo esta estrategia guerrera de poner una dalla o guadaña al remate de una pica, merece especial mención. Como nuestro hombre se batía con semejante arma, sucedió desgraciadamente que se enredó en el aparejo del buque enemigo, en términos que, por más esfuerzos que hacía para desenredarla, no podía. Mientras los dos buques estuvieron al abordaje, el uno junto al otro, no se desprendió él del cabo de su arma; pero cuando el buque enemigo comenzó a alejarse y veía que le arrastraba, dejó deslizar poco a poco su pica entre sus manos, hasta que solo la sostenía por el último remate. La actitud ridícula en que aparecía era objeto de chacota y burla de parte de los enemigos, hasta que habiéndole arrojado una piedra que cayó a sus pies, tuvo que abandonar su arma querida; y los hombres de nuestro buque no pudieron contener sus risotadas al ver la guadaña armada pendiente del aparejo del buque enemigo. Puede muy bien suceder que la esgrima sea, como dice Nicias, una ciencia muy útil, pero yo os digo lo que he visto; de suerte, que, como dije al principio, si es una ciencia, es de bien poca utilidad, y si no lo es y se nos engaña dándole este bello nombre, tampoco merece que nos detengamos en ella. Si son los cobardes los que se dedican a la esgrima, se hacen más insolentes y su cobardía se pone más en evidencia; y si son los valientes, todo el mundo tiene puestos en ellos los ojos; y si llegan a incurrir en la menor falta, sufren mil burlas y mil calumnias; porque esta profesión no es indiferente; expone furiosamente a la envidia, y si un hombre que se aplica a ella no se distingue grandemente por su valor, cae en el ridículo, sin poder evitarlo. He aquí lo que me parece, Lisímaco, la inclinación a este ejercicio. Pero ahora, como dije al principio, es preciso no dejar marchar a Sócrates, sin que a su vez nos dé su dictamen.

      LISÍMACO. —Te lo suplico, Sócrates, porque tenemos necesidad de un juez que termine esta diferencia. Si Nicias y Laques hubieran sido del mismo dictamen, hubiéramos podido ahorrarte este trabajo; pero ya ves que disienten enteramente. Es necesario oír tu dictamen y ver a cuál de los dos prestas tu aprobación.

      SÓCRATES. —Cómo, Lisímaco, ¿sigues el dictamen del mayor número?

      LISÍMACO. —¿Qué cosa mejor puede hacerse?

      SÓCRATES: —¿Y tú también, Melesías? Qué, tratándose de la elección de los ejercicios que habrá de aprender tu hijo, ¿te atendrás más bien al dictamen del mayor número que al de un hombre solo, que haya sido bien educado y que haya tenido excelentes maestros?

      MELESÍAS: —Por lo que hace a mí, Sócrates, me atendré a este último.

      SÓCRATES: —¿Te atendrás más bien a su opinión que a la de nosotros cuatro?

      MELESÍAS: —Quizá.

      SÓCRATES: —Porque yo creo que, para juzgar bien, es preciso juzgar por la ciencia y no por el número.

      MELESÍAS: —Sin contradicción.

      SÓCRATES: —Por consiguiente, la primera cosa que es preciso examinar es si alguno de nosotros es persona entendida en la materia sobre que se va a deliberar o si no lo es. Si hay uno que lo sea, es preciso acudir a él y dejar los demás; si no lo hay es preciso buscarlo en otra parte; porque Melesías y tú, Lisímaco, ¿imagináis que se trata aquí de un negocio de poca trascendencia? No hay que engañarse; se trata de un bien, que es el más grande de todos los bienes; se trata de la educación de los hijos, de que depende


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