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Obras Completas de Platón - Plato


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nos pusimos de acuerdo. Pienso que el portero, que es un viejo eunuco, nos escuchó, y que aparentemente el número de sofistas que llegaban allí a cada momento le había puesto de mal humor con todos los que se aproximaban a la casa; pues apenas hubimos llamado, cuando abriendo su puerta y mirándonos, dijo: ¡ah!, ¡ah!, aún más sofistas, ya no es tiempo; y tomando su puerta con sus dos manos nos dio con ella en el rostro, cerrándola con toda su fuerza. Nosotros volvimos a llamar, y nos respondió de la parte de adentro:

      —Qué, ¿no me habéis entendido?, ya os he dicho que mi amo no ve a nadie.

      —Amigo mío —le dije—, no venimos aquí a interrumpir a Calias, ni somos sofistas; abre, pues, sin temor; nosotros venimos a ver a Protágoras, y a ti te basta con anunciarnos. A pesar de esto, se hizo violencia en abrirnos la puerta.

      Cuando entramos, encontramos a Protágoras, que se paseaba delante del pórtico, y con él estaban de un lado Calias, hijo de Hipónico y su medio hermano uterino Páralos, hijo de Pericles, y Cármides, hijo de Glaucón; y del otro lado estaban Jantipo, el otro hijo de Pericles, Filípides, hijo de Filomelo, y Antímeros de Mende[2] el más famoso discípulo de Protágoras, y que aspira a ser sofista. Detrás de ellos marchaba una porción de gente, que en su mayor número parecían extranjeros, que son los mismos que Protágoras lleva siempre consigo por todas las ciudades por donde pasa, y a los que arrastra por la dulzura de su voz, como Orfeo. Entre ellos había algunos atenienses. Cuando vi esta magnífica reunión, tuve un placer singular en ver con qué aplomo y con qué respeto marchaba toda esta comitiva detrás de Protágoras, teniendo el mayor cuidado en no ponerse delante de él. Desde que Protágoras daba la vuelta con los que le acompañaban, se veía aquella turba, que le seguía, colocarse en círculo a derecha e izquierda, hasta que él pasaba, y en seguida colocarse detrás.

      Después de él, vislumbré, sirviéndome de la expresión de Homero,[3] a Hipias de Elea, que estaba sentado al otro lado del pórtico en un sitial elevado, y cerca de él sobre las gradas observé a Erixímaco, hijo de Acúmeno, Fedro de Mirrinusa,[4] Andrón, hijo de Androtión, y algunos extranjeros de Elea mezclados con los demás. Al parecer dirigían algunas preguntas de física y de astronomía a Hipias, e Hipias de lo alto de su asiento resolvía todas sus dificultades. Asimismo «vi allí a Tántalo»,[5] quiero decir, Pródico de Ceos, que había llegado también a Atenas, pero estaba en un pequeño cuarto que sirve ordinariamente de despacho a Hipónico, y que Calias, a causa del excesivo número de huéspedes, había arreglado para estos extranjeros, después que lo hubo desocupado. Pródico estaba aún acostado, envuelto en pieles y cobertores, y cerca de su cama estaban sentados Pausanias, del pueblo de Céramis,[6] y un joven que me pareció bien portado y el más hermoso del mundo. Me parece haber oído llamarle Agatón, y mucho me engañaré, si Pausanias no estaba enamorado de él. Además estaban los dos Adimantos, el uno hijo de Cepis y el otro hijo de Leucolófides, y algunos otros jóvenes. Como yo estaba de la parte de fuera, no pude saber el objeto de su conversación, por más que desease ardientemente oír a Pródico que me parecía un hombre muy sabio, o más bien, un hombre divino. Pero tiene la voz tan gruesa, que causaba en la habitación cierto eco que impedía oír distintamente lo que decía. Entramos nosotros, y un momento después llegaron el hermoso Alcibíades, como tienes costumbre de llamarle y con mucha razón, y Critias, hijo de Calescro.

      Después de estar allí un poco de tiempo y de ver lo que pasaba nos dirigimos a Protágoras. Cerca ya de él, le dije:

      —Protágoras, Hipócrates y yo venimos aquí para verte.

      —¿Queréis hablarme en particular o delante de toda esta gente?

      —Cuando te haya dicho el objeto de nuestra venida —le dije—, tú mismo verás lo que más conviene.

      —¿Y qué es lo que os trae? —nos dijo.

      —Hipócrates, que aquí ves —le respondí—, es hijo de Apolodoro, una de las más grandes y ricas casas de Atenas, y es de tan buen natural que ningún hombre de su edad le iguala; quiere distinguirse en su patria, y está persuadido de que, para conseguirlo, tiene necesidad de tus lecciones. Ahora ya puedes decir si quieres que conversemos en particular o delante de todo el mundo.

      —Está muy bien, Sócrates, que tomes esta precaución para conmigo; porque tratándose de un extranjero que va a las ciudades más populosas, y persuade a los jóvenes de más mérito a que abandonen a sus conciudadanos, parientes y demás jóvenes o ancianos, y que solo se liguen a él para hacerse más hábiles con su trato, son pocas cuantas precauciones se tomen, porque es un oficio muy delicado, muy expuesto a los tiros de la envidia, y que ocasiona muchos odios y muchas asechanzas. En mi opinión, sostengo que el arte de los sofistas es muy antiguo, pero los que la han profesado en los primeros tiempos, por ocultar lo que tiene de sospechoso, trataron de encubrirla, unos, con el velo de la poesía, como Homero, Hesíodo y Simónides; otros, bajo el velo de las purificaciones y profecías, como Orfeo y Museo; aquéllos la han disfrazado bajo las apariencias de la gimnasia, como Iccos de Tarento, y como hoy día hace uno de los más grandes sofistas que han existido, quiero decir, Heródico de Selibria (Selymbria)[7] en Tracia y originario de Megara; y éstos la han ocultado bajo el pretexto de la música, como vuestro Agatocles, gran sofista como pocos, Pitóclides de Ceos y otros muchos.

      »Todos éstos, como os digo, para ponerse a cubierto de la envidia, han buscado pretextos para salir de apuros en caso necesario, y en este punto yo de ninguna manera soy de su dictamen, persuadido de que no han conseguido lo que querían, porque es imposible ocultarse por mucho tiempo a los ojos de las principales autoridades de las ciudades, que al fin siempre descubren estas urdimbres imaginadas por ellos y de que el pueblo no se apercibe por lo ordinario, porque se conforma siempre con el parecer de sus superiores, y se arregla a él en cuanto dicen. ¿Y puede haber cosa más ridícula, que verse uno sorprendido cuando quiere ocultarse? Lo que esto produce es atraer mayor número de enemigos y hacerse más sospechoso, llegando hasta el punto de tenérsele por un bellaco. En cuanto a mí, tomo un camino opuesto; hago francamente profesión de enseñar a los hombres, y me declaro sofista. El mejor de todos los disimulos es, a mi parecer, no valerse de ninguno; quiero más presentarme, que ser descubierto. Con esta franqueza no dejo de tomar todas las demás precauciones necesarias, en términos que, gracias a dios, ningún mal me ha resultado por blasonar de sofista, a pesar de los muchos años que ejerzo esta profesión, porque por mi edad podría ser el padre de todos los que aquí estáis. Por lo tanto, nada puede serme más agradable, si lo queréis, que hablaros en presencia de todos los que están en esta casa.

      Desde luego conocí su intención, y vi que lo que buscaba era hacerse valer para con Pródico e Hipias, y envanecerse de que nosotros nos dirigiéramos a él, como ansiosos de su sabiduría. Para halagar su orgullo, le dije:

      —¿No sería bueno llamar a Pródico e Hipias, para que nos oyeran?

      —Ciertamente —dijo Protágoras.

      Y Calias nos dijo:

      —¿Queréis que preparemos asientos para que habléis sentados?

      Esto nos pareció muy bien pensado, y al mismo tiempo, con la impaciencia de oír hablar hombres tan hábiles, nos dedicamos todos a llevar sillas cerca de Hipias, donde ya había bancos. Apenas se llenó este requisito, cuando Calias y Alcibíades estaban de vuelta, trayendo consigo a Pródico, a quien habían obligado a levantar, y a los que con él estaban. Sentados todos, Protágoras, dirigiéndome la palabra, me dijo:

      —Sócrates, puedes decirme ahora delante de toda esta amable sociedad, lo que ya habías comenzado a decirme por este joven.

      —Protágoras —le dije—, no haré otro exordio que el que ya hice antes. Hipócrates, a quien ves aquí, arde en deseo de gozar de tu trato, y querría saber las ventajas que se promete; he aquí todo lo que teníamos que decirte.

      Entonces Protágoras, volviéndose hacia Hipócrates:

      —Mi querido joven —le dijo— las ventajas que sacarás de tus relaciones conmigo serán que desde el primer día te sentirás más hábil por la tarde que lo que estabas por la mañana, al día siguiente lo mismo, y todos los días advertirás


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