Lecciones del ayer para el presente. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.
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ANTOLOGÍA DE ARTÍCULOS Y DISCURSOS POLÍTICOS DE BENITO PÉREZ GALDÓS
REVISTA DE ESPAÑA
PRIMER AÑO DE LA MONARQUÍA DE AMADEO I
LA SUERTE DEL PAÍS AL ARBITRIO DE AMBICIOSAS Y DESPRESTIGIADAS PANDILLAS, QUE CONVIERTEN AQUELLA TAN SAGRADA COSA EN OBJETO DE VIL GRANJERÍA
El aniversario de la entrada en Madrid del rey Amadeo I ha sugerido a todos los que piensan un poco en los negocios públicos, consideraciones de diversa índole, aunque conformes en un punto, es decir, en que el primer año de la monarquía, creada por la revolución ha sido menos borrascoso que el de instituciones análogas implantadas en otras regiones y en otras épocas por la diplomacia, por la fuerza o aun por la voluntad de los pueblos.
En los primeros días de 1872 han venido a nuestra memoria los lúgubres presagios y los temores de cuantos en igual época del año pasado asistieron a lo que podríamos llamar la inauguración de la dinastía. Todo fue triste en aquellos momentos: la tragedia del general Prim había conmovido tan profundamente los ánimos que no hubo en España persona alguna ajena al general sentimiento; ni era posible eximirse de aquella congojosa pesadumbre que oprimía las almas, como si todos nos halláramos bajo la influencia del fatalismo antiguo. En todos los círculos se oían palabras de tristeza: el pesimismo que ahoga los generosos impulsos del corazón y el presentimiento que enturbia la inteligencia eran la razón única en aquellos días. Si la voz pública era unánime en hacer constar la noble entereza y el arrojo del joven monarca que, desafiando la fúnebre elocuencia de ciertos hechos que parecían avisos del destino, venía a reinar sobre el pueblo más agitado de Europa, también lo era en augurarle toda clase de peligros, previendo grandes desengaños para la dinastía y, para el país, sacudimientos horrorosos, que tendrían por desenlace la catástrofe general de la revolución y el restablecimiento del orden político anterior a septiembre de 1868. No había prevenciones personales contra el nuevo rey: los que no le saludaron con afecto sentían hacia él una generosa compasión por sus tristes destinos.
Pero los pueblos que se hallan en situación tan crítica, y con el pie al borde del abismo, rara vez dejan de hacer un supremo esfuerzo para salvarse. En aquellos días, los partidos revolucionarios que estaban dispuestos a despedazarse sin piedad, roto el vínculo que los unió en el período constituyente, volvieron a agruparse, obligados por el peligro, y constituyeron una situación sólida como requerían las circunstancias. Los partidos extremos juzgaron la ocasión oportuna para hacer una propaganda demoledora, y especialmente el carlista creyó cercano el triunfo de su ideal, propio para excitar la imaginación de pueblos visionarios alucinados por un ignorante idealismo.
La audacia de estos partidos, el cinismo con que se coaligaron ante las urnas, esperando traer a las nuevas Cortes mayoría antidinástica era un peligro constante y cada vez más grave para aquella situación. Los más fanáticos escritores absolutistas o republicanos querían explotar el sentimiento público y la dignidad nacional por medio de ejemplos sacados de la historia propia o extraña con disimulada malevolencia. La opinión estaba vivamente excitada: se creía que una dinastía extranjera no protegida ni impuesta por poderosas naciones y solo apoyada en el frágil cimiento de una votación parlamentaria no podría vivir tres meses, y muchos se complacían en verla pasar sin odios ni simpatías como la brillante procesión de un teatro.
Al mismo tiempo hasta ocurrieron acontecimientos que en tan anómalas circunstancias parecían providencialmente dispuestos para empeorar nuestra situación. En la gravísima enfermedad de la reina, detenida en Alacio, cuando se dirigía a España, vieron muchos algo más que el designio de la Providencia que pone fin cuando quiere a la existencia de las criaturas: suponían que la dinastía de Saboya estaba anatematizada en lo alto, y que por todos los medios divinos y humanos se acumulaban desdichas sobre esta tierra maldita.
Restablecida la reina y viviendo ya entre nosotros, los partidos antidinásticos encontraron fácil coyuntura para excitar de nuevo el sentimiento público con frívolas patrioterías. El grupo moderado, impotente entonces para luchar en las urnas como el carlista y el republicano, acobardado, refugiado en los tocadores y en los salones, sin poseer otra elocuencia que la murmuración y sin otros medios para manifestarse que los de una solapada y astuta chismografía, halló en la inhumación de ciertos trajes españoles, pertenecientes a cierta época de desvergüenza o ignorancia que es página de rubor en nuestra historia, una fórmula de protesta contra la nueva dinastía. Pero aquella sátira de mal gusto produjo efecto bien distinto del que se proponían sus autores, los cuales no consiguieron sino poner en luz cosas que están mejor amparadas por la penumbra de la vida doméstica, y sugerir al público comparaciones nada favorables por cierto a personas y cosas justamente anatematizadas por la revolución.
Abiertas las primeras Cortes de la nueva dinastía, se vio el espectáculo consolador que ofrecían todas las fuerzas liberales y constitucionales del país, unidas compactamente para resistir a los ataques del carlismo y del absolutismo reunidos por la común procacidad y la común osadía. Los partidarios de don Carlos habían traído a las Cortes un grupo fanático, en que se juntaban clérigos belicosos y rudos, como antiguos guerrilleros, y astutos seglares protegidos por el clericalismo y templados al rigor de la política militante y batalladora. A estos hombres se unía el bando republicano, en que tenían puesto de honor los hombres del socialismo y