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La frontera que habla - José Antonio Morán Varela


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La frontera que habla

      José Antonio Morán Varela

      La frontera que habla

      Del Orinoco al Amazonas

      Primera edición: abril, 2020

      © José Antonio Morán Varela

      © de esta edición:

      Laertes S.L. de Ediciones, 2020

      www.laertes.es

      Diseño cubierta de Amaya Crichton-Smith Albizua

      Fotografía de José Antonio Morán Varela

      Ilustraciones de Philippe Papaux

      Maquetación: JSM

      ISBN: 978-84-18292-40-8

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

       A quien me dio la vida

       y a quienes me la han ido agrandando.

      Mapas

      Prólogo

      El título sugiere que este es un libro ambientado en la frontera. Es cierto, pero cabe aclarar que no presupone la frontera como límite, ni se circunscribe a un espacio bien acotado entre países, ni siquiera da por supuesta la autoridad estatal inherente a toda demarcación territorial. Sería más correcto afirmar que es un libro fronterizo.

      Lo fronterizo no se sitúa a un lado de la raya divisoria al amparo de la seguridad de su muralla, sino que se ubica en medio de ella, o sobre ella. No tiene claro hasta dónde separa naciones o hasta dónde une historias por tratarse de un territorio un tanto difuso, incluso poroso, aunque nunca carente de vitalidad porque su interior está repleto de encuentros (y desencuentros) de quienes lo habitan. Esta concepción lleva implícita fuertes dosis de nomadismo temporal porque a lo largo de los años aparecen y desparecen, fluctúan y se mueven personajes y situaciones; se enraíza también en espacios fuera de control debido al resquebrajamiento que aquí sufren las instituciones estatales. La frontera así entendida se incrusta en un ambiente marginal que resulta insustituible para descifrar lo que ocurre en ella y para descubrir los mecanismos del poder al que pertenece.

      Lo que viene a continuación se concibió al transitar, en 2017, sobre las lindes que separan Colombia de Venezuela y Brasil poco después de la firma de unos acuerdos de paz que implicaban, por parte de los guerrilleros de las FARC, el abandono de sus armas y territorios, entre ellos los de la frontera orinoco-amazónica.

      Se abría así una ventana por la que contemplar hasta qué punto la población estaba dolida por el ancestral abandono del Estado o ilusionada por despertarse de una larga noche a merced de cualquier acontecimiento. Inmejorable ocasión para acercarse, desde la periferia, al que tal vez sea el menos estudiado y comprendido de los países latinoamericanos a pesar de que sus habitantes no dejan de escribir continuamente sobre lo que en él ocurre.

      Ahí se encontraba una porción de esa Colombia a la que accedí hace ya cinco lustros por el Darién, su (también indefinida) frontera con Panamá. Me entusiasmó tanto el país que le dediqué cuantas estancias y estudios pude realizar. Hoy no tengo más que palabras de agradecimiento para todas aquellas personas que ya fuera en selvas, ríos, trochas, montañas, ciudades o incluso libros, me han aportado, sin pretenderlo ni saberlo, la alegría de sentirme acogido y de compartir senderos repletos de vida. Vaya por adelantado a todas ellas, junto a las que me han ayudado a encarrilar estas páginas, un guiño de complicidad. De alguna manera habita en este libro la pretensión de devolver una parte de todo lo recibido.

      Bastaba con viajar con los sentidos activados para percatarse de que la orinoco-amazónica es una frontera que se expresa por cada poro, que habla continuamente en sus propios lenguajes (en plural, porque son varios los dialectos que utiliza) lejos todos de ese mundo en blanco y negro que se nos pretende imponer en la era de la posverdad. Las páginas que siguen están repletas de historias, relatos y conversaciones en las que se ha procurado, en la medida de lo posible, dejar que se expliquen sus protagonistas.

      Ojalá cada lector se pueda subir a la canoa metafórica del viaje para prestar atención a cuantos testimonios salgan al paso por mucho que traspasen épocas o que sean entrañables o desdichados; cada uno aportará su perspectiva. Solo al final del recorrido, con todas las piezas del puzle colocadas en el tablero, se podrá comprobar que esas voces, más que monologar independientemente, se convierten en una sinfonía de diálogos que pugnan por hacerse presentes para contribuir a una historia colectiva aún por configurar. Es así como el propio camino reta continuamente al viajero-lector a meterse por recovecos físicos y mentales que le impiden predecir el resultado. Es lo que tiene introducirse por una frontera que habla.

      Consciente de mis límites, no pretendo ni afirmar que mis descripciones carecen de perspectiva, ni sublimar la mía. A pesar de mis intentos por acercarme a quien me cobija, no dejo de ser un forastero nacido en Europa que, si bien puede aportar la frescura del visitante, está incapacitado para introducirse en la piel del nativo por mucho que lo ensaye. Quiero, en definitiva, apartarme de eso que denunció Gabriel García Márquez cuando en el discurso de su aceptación del Nobel avisó a los intrusos foráneos de medir «con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos».

Primera parte

      1

      Vía libre

      La mayoría de los viajes dejan anécdotas y solo unos cuantos imprimen huellas; los primeros salen siempre a tu encuentro, pero los segundos, a pesar de que los busques con insistencia, pocas veces aparecen y, cuando lo hacen, descargan en tromba, como el agua que regenera la tierra a la vez que crea devastadores torrentes. Así ocurrió con el que me dispongo a relatar.

      He perdido la cuenta de mis entradas a Colombia desde aquella primera en enero de 1994; fueron seis duras jornadas caminado entre Yaviza —última población panameña accesible por pista— y Turbo, al otro lado del Atrato. El tapón del Darién, así se continúa denominando a este indómito tramo, ejerció de maestro de ceremonias del embrujo que despertaría en mí el país al que acababa de acceder. Haber caminado por una de las más bellas selvas, compartido casa, experiencias y caminatas con indígenas kunas y sentido en propia piel las nefastas consecuencias del descalabro político, me sirvió para comenzar a intuir las piezas, a menudo mal cosidas, del traje con el que se quiere vestir un país que, por otra parte, no deja de aspirar a la excelencia.

      Me embelesó su naturaleza, su historia, su gente y hasta su gastronomía; fue un amor a primera vista que cultivé cuanto pude. Incluso me dejé seducir por sus innumerables contradicciones porque me obligaron a agudizar aún más los sentidos para tratar de desentrañar sus misterios: ¿cómo comprender a un país que habiéndose librado de la lacra de las dictaduras que diezmaron a sus vecinos, estuviera envuelto en el drama más longevo de guerra civil no declarada del continente? ¿Cómo era posible que rigiéndose por la Constitución de 1991, paradigma de respeto y convivencia entre el centenar de etnias que lo habitan, no deje de supurar por infinidad de heridas como las de los desplazados, indígenas, pobres y comunidades negras?


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