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La frontera que habla. José Antonio Morán VarelaЧитать онлайн книгу.

La frontera que habla - José Antonio Morán Varela


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implicadas en la búsqueda de soluciones colectivas, existiera un velo que cubría gran parte de lo ocurrido durante décadas en amplias zonas de su territorio?

      No quería cometer el error de pensar que un país tan poliédrico y paradójico necesariamente tuviera que vivir en esta dramática ambigüedad. Por eso, para comprenderlo mejor, me propuse dar un paso más allá de la zona de confort y adentrarme por senderos confusos. Intuía que, si conseguía hacerlo, tendría acceso a un mundo en el que aún se escucharían voces en busca de oídos, sonidos que querrían liberarse de sus infinitos ecos, paisajes clamando por no acoger a personajes siniestros, sueños esperanzados en materializarse, proyectos ansiando un futuro más placentero... Pero los obstáculos eran muy grandes y el sendero tenía guardianes que impedían su acceso.

      —¡La semana pasada hubo problemas! —me contestaron la última vez que pregunté en Turbo en la oficina de las lanchas que remontan el Atrato con la intención de sondear cómo estaba el tema de la seguridad.

      —Pero, ¿qué tipo de problemas? —les pregunté a sabiendas de que en esto los colombianos no dan más información que la que estrictamente demanda la pregunta.

      —Unos manes armados abordaron la lancha y se quedaron con ella y con varios pasajeros y al resto los abandonaron en la selva —respondieron con toda naturalidad. En este caso era el Atrato, pero podrían haber sido el Meta, el Putumayo, el Caquetá, el Guaviare o cualquier otro río el que mostrara una geografía de sangre tan difícil de asimilar como de visitar; desgraciadamente había asociado los nombres de los ríos colombianos a plomo, a fuego y a cuerpos emergidos en sus orillas como testigos mudos de las innumerables masacres allí perpetradas. Pero a la vez sabía de la existencia de personas, de historias y de grupos resilientes que no solo plantaban cara a las injusticias, sino que anhelaban construir una sociedad donde ellos y sus hijos pudieran disfrutar, sin rencor, del exuberante país que los vio nacer.

      Sin embargo, recientemente, algo muy importante había cambiado en Colombia, algo que redoblaba la esperanza de poder acceder a zonas anteriormente vetadas: el gobierno y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), la guerrilla más numerosa y longeva hasta ese momento, acababan de firmar la paz en septiembre de 2016. Implicaba que los dos contendientes más importantes del complejo rompecabezas colombiano finalizaran los combates y que, en consecuencia, el campo de sus batallas dejara de estar prohibido para el foráneo. Más allá de las prudentes dudas, sentía un ansia renovada por acercarme a esas puertas que, sin estar cerradas, me habían marcado un límite infranqueable hasta el momento. Concretar a cuál de ellas dirigirse aquel 3 de julio de 2017 fue idea de Silvia, mi querida compañera de viaje con quien comparto una inmensa fascinación por el país cafetero.

      —¿Por qué a Puerto Carreño? —le pregunté cuando me planteó esa posibilidad.

      —Porque tiré un dado sobre el mapa de Colombia y cayó ahí —me contestó no sin cierta dosis de verosimilitud.

      —Pero no te extrañes si no podemos movernos libremente cuando lleguemos.

      —Entonces damos media vuelta y punto —remató con decisión.

      El avión tuvo que hacer un giro muy pronunciado para no invadir cielo venezolano y aterrizar en la pequeña pista, alrededor de la cual ha ido creciendo la población. Puerto Carreño está situado en la confluencia del Meta con el Orinoco que a su vez delimita durante cientos de kilómetros la frontera entre Colombia y Venezuela. A pesar de la fama que le ha acompañado por su belicosa ubicación, ahora la localidad es tranquila, acogedora y goza de todas las comodidades burocráticas de cualquier capital de provincia; cuenta con unas calles tan anchas que para cruzarlas en el mes de julio uno debe calcular si empaparse o asfixiarse según que caiga una tromba de agua o que el sol esté en su punto cenital.

      —¿Te das cuenta de la casualidad? —me preguntó retóricamente Silvia tras acomodar nuestros escasos bártulos en el popular hotel La Vorágine.

      —Tal vez los siguientes alojamientos que encontremos se llamen El río y Humboldt.1 Parece que los astros se ponen de nuestro lado —respondí presumiendo que íbamos por buen camino.

      —Pues aprovechémoslo. ¿Por dónde comenzamos a indagar?

      —Vamos a la calle; es nuestra mejor aliada.

      La naturalidad con que se vendían pasajes para desplazarse en lancha por el Meta, el que hasta no hacía mucho era un río prohibido, fue el primer indicio de que la zona estaba pacificada; el segundo, que en el patio de nuestro hotel aparcaban varios cuatro por cuatro de adinerados bogotamos traídos en barco para competir por los alrededores. La confirmación nos llegó con Alicia, la empleada de la oficina del Parque Natural Nacional del Tuparro al que pretendíamos acceder para, posteriormente, continuar navegando rumbo al Alto Orinoco.

      —Claro que pueden ir al Tuparro; y los vamos a tratar muy bien —nos dijo Alicia un tanto sorprendida con nuestra intención—. ¿Les organizo un plan? Estamos deseando que vengan visitantes.

      —Pero después del Tuparro queremos seguir remontando el Orinoco en vez de regresar acá. ¿Es posible? —le pregunté.

      —En cuanto a seguridad es posible porque, como van a comprobar, el ejército está por todas partes. En lo referente a la infraestructura del recorrido deben buscarse ustedes la vida debido a que no hay lanchas más allá de Casuarito —matizó.

      —¿Tiene alguna referencia de lancheros a los que podamos dirigirnos para encauzar nuestro viaje?

      El problema por la falta de transporte público no era menor ya que, salvo en algún tramo con trocha, no existía otra posibilidad para moverse que no fuera por agua; se agravó aún más cuando comprobamos en el mapa que en las riberas del Orinoco apenas aparecían lugares habitados hasta Inírida, otra minúscula capital de provincia que contaba con aeropuerto (siempre bienvenido por si hubiera que utilizarlo).

      Las referencias de Alicia nos condujeron al lanchero Rusvel para ver si podíamos organizar con él una expedición; a pesar de sus buenas intenciones, tuvimos la clarividencia suficiente como para percibir que no era la persona que necesitábamos. Sin embargo, se convirtió en el mejor anfitrión de los alrededores de Puerto Carreño. Nos llevó con su lancha a las desembocaduras del otrora sangriento Meta y del prístino Vita —el primer río colombiano en ser protegido—, a los misteriosos petroglifos sobre las viejas piedras del macizo guayanés y a avistar infinidad de aves en los laberintos selváticos de Caño Negro. Navegamos sobre ríos rebosantes con anchuras que se medían por cientos y hasta por miles de metros mientras las tormentas no cesaban de empaparnos y de estremecernos con su amenazante aparato eléctrico; había tal cantidad de agua que la embarcación se desplazaba entre las copas de los árboles que permanecían hundidos durante meses. Fue el lanchero Rusvel quien, sin saberlo, nos introdujo en esa orgía acuática que nos atrapó desde el inicio en su torrente de vida.2

      También a través de Alicia contactamos con Mauricio, un vecino de Inírida que se ganaba la vida llevando desde allí al Tuparro a los aún pocos viajeros interesados; como nosotros nos encontrábamos en Puerto Carreño nos indicó cómo ponernos en contacto con lancheros que a su vez nos dejarían en manos de otros para ir remontando el río a tramos hasta llegar al parque natural en primer lugar y a Inírida después. Todo comenzaba a cuadrar; todo indicaba que nos hallábamos en el lugar y el momento adecuados; de repente vimos que ya no había marcha atrás; definitivamente se nos abría la puerta principal de acceso a espacios vetados tan solo unos meses atrás. Los dados estaban echados.

      —¿No sientes vértigo? —le pregunté a Silvia en el mercado municipal mientras hacíamos acopio de alimentos.

      —Tengo el estómago anudado con una contradicción, la de buscar algo seguro con una venda tapándome los ojos —resumió gráficamente.

      —Pues vuelve a echar tu dado de la suerte —le contesté.

      —No hace falta, ¿no ves que todo se nos pone de cara? Por fin tenemos vía libre. Efectivamente el camino estaba expedito debido al gran acontecimiento que Colombia acababa de vivir. Parecía mentira que en tan poco tiempo,


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