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La frontera que habla. José Antonio Morán VarelaЧитать онлайн книгу.

La frontera que habla - José Antonio Morán Varela


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que Tambora pertenecía a una zona de amortiguación del Parque Natural Nacional del Tuparro; a pesar de la negativa, ya están al acecho las grandes compañías para sacar provecho, aunque sea destruyendo parajes como este.58

      6

      La maravilla solitaria

      Ya casi sin luz llegamos a la isla venezolana (todas las islas del Orinoco pertenecen a Venezuela) de Pedro Camejo, situada en la cabecera del parque Tuparro. Nos alojamos en el campamento La patriarca doña Rosita que consistía en una casa habitada por una humilde familia que se encargaba de hacer las comidas y que contaba con un cobertizo exterior debajo del cual dormiríamos en hamacas. Los mosquitos de Tambora aconsejaban dudar de las indicaciones de Humboldt cuando, al pasar por aquí, comentó que «los indios del Maipures van a dormir a los islotes en medio de las cataratas; allí gozan de algún sosiego, pues los mosquitos parecen huir de un aire sobrecargado de vapores»;59 nosotros colocamos las mosquiteras.

      Y alrededor todo selva, o eso parecía... En las primeras noches selváticas uno está pendiente de cada estímulo antes de dormirse o cuando se despierta entre sueños; resulta muy entrañable escuchar las cigarras, mirar los cientos de luciérnagas que se mandan señales luminosas, escrutar los distintos y a veces inquietantes sonidos y acurrucarse ante las trombas de agua que como diluvios caen varias veces en la noche con una fuerza que atemoriza cuando no estás acostumbrado y más si vienen acompañadas de rayos y temes que el siguiente te elija a ti. Aquí en concreto, al anochecer, el estruendo producido por el raudal contextualizaba todo lo demás; narró el naturalista que nos acompaña que «cuando se oye este ruido en el llano que rodea a la misión a más de una hora de distancia, se cree estar (...) en una costa donde rompe y se levanta la mar. El ruido es tres veces mayor de noche que de día y proporciona un encanto inexprimible a estos lugares solitarios».60

      —Hay días que valen por diez —dijo Silvia desde su hamaca.

      —Sí, qué lejos queda Puerto Carreño; parece que salimos hace una semana.

      —Oye, ¿tú crees que estamos seguros en esta isla de Venezuela? —preguntó acentuando el nombre del país.

      —En realidad desconocemos si es complicado acceder, si hay algún pueblo próximo o si los del campamento son sus únicos habitantes. Confío en que Perry y Luis saben lo que hacen. Hoy vamos a dormir como troncos.

      El cansancio y la falta de práctica con la hamaca contribuyeron a que el sueño se retrasara, pero, cuando apareció, lo hizo de forma rotunda... hasta que un sonido inconfundible retumbó en medio de la oscuridad; era un disparo seco proveniente de un lugar cercano e indeterminado; agucé el oído cuanto pude en busca de más indicios pero no saqué nada en claro.

      —¿Has oído lo mismo que yo? —me llegó la pregunta en forma de susurro desde la hamaca de Silvia.

      —Ha sido un disparo. Me alegro que también lo oyeras porque ya comenzaba a dudar de mí mismo —le contesté con cierto alivio.

      —Pues no te alegres mucho porque me temo que ahora vendrá la segunda parte; alguien nos dirá que por el motivo que sea nos tenemos que levantar, ya verás... —respondió un tanto nerviosa.

      —¿Habrá sido algún cazador? —le pregunté.

      —Deduzco por tu tono que no te lo crees ni tú.

      Permanecí un tiempo en tensión y haciendo cábalas; recordé cómo el hijo de doña Rosita, la matriarca del campamento, había estado escrutando los alrededores de forma un tanto extraña antes de que nos acostáramos. No sucedió nada reseñable en el resto de la noche. A la mañana siguiente pregunté al hijo de doña Rosita, a Perry y también a Luis pero, o no habían oído nada o restaban importancia al incidente; «tal vez algún cazador» fue todo cuanto saqué.

      Viajando uno aprende que en ocasiones no hay que preguntar lo que se quiere saber, sino provocar las situaciones adecuadas para esperar la respuesta, algo así como buscar un árbol con fruta y confiar en que esta caiga. Y, efectivamente, como fruta madura, cuando las jornadas vividas en común se pueden contar como grados de mayor confidencialidad y empatía, Perry y Luis nos acabarían dando pistas sobre el extraño incidente.

      Durante tres días visitamos el Tuparro. Cuando accedimos a él, ya intuíamos que posiblemente nadie nos trataría nunca así de bien en ningún otro parque natural.

      —Bienvenidos a una de las cincuenta y nueve áreas protegidas de Colombia, la que posee, entre otras, la octava maravilla del mundo —dijo dándonos la mano el funcionario que nos recibió con esa amabilidad tan característica de los colombianos.

      —¡Gracias! Con este recibimiento van a tener ustedes muchas visitas —le contestó Silvia.

      —Es lo que esperamos después de los tiempos tan complicados que hemos vivido. Debemos tratar bien a los primeros viajeros que están llegando para que se lo cuenten a otros.

      —¿Entonces el parque ya es todo de ustedes?

      —Es a lo que aspiramos, señorita. De momento ya nos introducimos unos cincuenta kilómetros por trochas y ríos, pero tenga en cuenta que esto es muy grande y tres cuartas partes han sido ocupadas por otros.

      —¿Es que siguen aún los de las FARC? —insistió Silvia.

      —No, ellos se han ido, pero están los del ELN y otros más —respondió en un tono más bajo como para cambiar de conversación—, pero no se demoren aquí y disfruten de esta maravilla.

      Ciertamente la amabilidad de los colombianos no tiene límites; tanta, que incluso prefieren no hablar de lo desagradable. En esta ocasión, además, nos tenían entre almidones porque éramos los únicos visitantes; por eso, a cada sitio que íbamos nos acompañaban varios guías, cada uno experto en una materia. «Queremos impulsar el turismo de naturaleza por todo el Vichada pero aún no llegamos a un visitante al día de media» nos confesó un funcionario. Cada uno nos contaba alguna historia, como las esporádicas apariciones del siempre temido tigre, o que las comunidades de la zona iban cambiando los cultivos de coca por otros como la mandioca o la aversión que estas mismas comunidades tenían hacia los malandros del río, las enormes nutrias que se enfrentan a los pescadores atacando en manada para robarles los peces recién pescados; incluso en una ocasión de especial complicidad nos confesaron que no dejaban de recibir amenazas personales de quienes no estaban interesados en que aquello fuera un parque natural.

      Como disponíamos del tiempo a nuestro antojo, esa misma tarde propuse ir a la cueva donde los indígenas depositan a sus muertos. Sentía un especial interés antropológico desde que me enteré de su existencia; de hecho ya le había comentado en Puerto Carreño al lanchero Rusvel mi intención, pero se negó en rotundo a acompañarnos por sus temores hacia el más allá. Algo similar le debió de ocurrir aquí a Humboldt cuando cuenta que sus deseos de visitar esta misma cueva se vieron truncados ante la negativa del misionero que les acompañaba. Pero tampoco pudo ser; todo se quedó en eso, en un deseo, porque al aproximarnos con la lancha comprobamos que la entrada estaba taponada por la crecida de las aguas. Ante la imposibilidad, Perry se empeñó en que nos acercáramos a una cascada remontando un trozo del inicio del raudal de Maipures que se encontraba justo por encima de nuestro campamento; le dimos el visto bueno, más por complacerle que por ganas, ya que el bramido de las aguas no anunciaba nada placentero.

      Tal como temíamos, apenas nos introdujimos en las ondulaciones del río, la frágil lancha se convirtió en una cáscara de nuez navegando casi a la deriva porque la fuerza del agua podía más que el motor de la embarcación; con una mirada cómplice, Silvia y yo comprendimos que aquella era una batalla perdida. Pero como todo lo malo puede empeorar, el motor se paró —como tantas otras veces había ocurrido— aunque en esta ocasión dejándonos en una situación complicada a merced de la corriente; nadie dijo ni hizo nada pero los cuatro comprendimos lo delicado del momento al ser arrastrados sin rumbo ni oposición alguna. Las arremetidas de la corriente nos hacían subir y bajar como si lucháramos contra las olas del mar; solo cuando por fin el agua nos arrojó a una zona remansada, Perry, con la voz entrecortada,


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