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La frontera que habla. José Antonio Morán VarelaЧитать онлайн книгу.

La frontera que habla - José Antonio Morán Varela


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un atril y unos bancos dispuestos para escuchar al que desde allí hablaba; al frente un sencillo crucifijo indicaba el culto que profesaban.

      —Por fin has podido realizar uno de tus deseos. Ya conoces una comunidad indígena —le comenté a Silvia.

      —¡Qué ganas tenía! —exclamó encantada—. ¡Y qué abiertos parecen!

      —Bueno, eso se debe a que quieren vivir del turismo porque, en general, son reservados con los desconocidos —terció Luis el sikuani consciente de su autoridad en el tema—. Mantener las distancias ha sido un mecanismo muy importante para defenderse de todos los que los han querido conquistar.

      —¡Y qué limpio está todo! —continuó Silvia como continuando la explicación.

      —Claro, todas las comunidades lo están, pero especialmente las que siguen a la señorita Sofía; en la mía ocurre lo mismo.

      —¡Mil gracias Luis! —intervine chascando los dedos—. Me has iluminado. Claro, Sophie Müller, la diosa blanca, ¡cómo no se me habría ocurrido antes!

      Me faltaba el chispazo de Luis para relacionar Caño Lapa con algo conocido. Recordé la existencia de un patrón que se repetía en muchas de las remotas comunidades indígenas de la cuenca del Orinoco y también del Amazonas: poblados muy limpios y tranquilos con viviendas individuales que normalmente se distribuyen alrededor de una amplia explanada en uno de cuyos laterales se asienta un local comunitario, la maloca, en el que no falta alguna cruz o atril mostrando la presencia del cristianismo. Caño Lapa no fue sino la primera de las comunidades en cuyas conversaciones salía a relucir indefectiblemente Sophie Müller, la señorita Sofía como la conocen por aquí, una mujer que dejó una huella que ahora pareciera que nos dedicamos a rastrear porque, sin pretenderlo, vamos siguiendo sus pasos. Aunque muy pocos colombianos la conozcan, llegó a ser una de las mujeres más influyentes en Colombia.

      • • •

      Es imposible que la señorita Sofía se imaginara algo parecido cuando siendo estudiante de arte se encontró casualmente en una calle de Nueva York a unos predicadores que, haciendo sonar unas trompetas, buscaban atraer la atención de gente a quien hablar de Jesucristo. Cierto es que en la neoyorquina existía ya una predisposición a escuchar la Palabra debido a que su padre era un pastor protestante quien, tras misionar por el sudeste asiático, decidió dejar su Alemania natal para trasladarse con su mujer a la ciudad de los rascacielos donde nacería Sophie en 1910. Aquellos predicadores le transmitieron una chispa de luz con la que dar salida a una inquieta personalidad que hasta el momento no le permitía encontrar sosiego sentimental ni sentido a una vida dedicada al arte; de inmediato, esa chispa se convirtió en un fogonazo que le permitió vislumbrar sin duda alguna que Dios tenía reservados unos planes especiales para ella y que en adelante debería encarnar hasta las últimas consecuencias aquello de «Id por el mundo y haced discípulos».66

      Pronto Sophie supo que los entusiastas predicadores pertenecían a Nuevas Tribus, un grupo fundado por el estadounidense Paul Fleming poco antes del casual encuentro y que se dedicaba a dar a conocer al único y verdadero Dios entre los indios más aislados del mundo. A la neófita le entró tal inquietud que asimiló, con toda la rapidez e intensidad de la que fue capaz, estudios de teología y cursos de caminata, jungla y lingüística. En 1944 se introdujo en Colombia por Buenaventura con la inquebrantable decisión de encontrar indios a los que poder predicar, aunque —como relató en su autobiografía— tuviera que registrarse como artista porque estaba prohibido hacerlo como misionera. Tras unos meses aprendiendo español, visitó a varios de sus contactos (curiosamente algunos le hablaron del peligro de viajar sola siendo mujer) para que le indicaran dónde encontrar pueblos aislados, lo que no resultó tarea sencilla; pero dos años más tarde de su llegada, tras pasar por Leticia y Mitú, ya vivía entre los curripacos de Guainía.

      El encuentro con los curripacos resultó menos romántico de lo que Sophie hubiera esperado. A los que le acercaron en la canoa les extrañó que una gringa de aspecto frágil se adentrara por lugares donde solo los caucheros aparecían para abusar y explotar a los indios; su cabezonería les hizo sospechar que tal vez se tratara de una hechicera con alguna misión concreta y decidieron abandonarla con sus pertenencias en la orilla del río donde se enfrentó a una angustiosa soledad hasta que apareció un comerciante que la transportó al poblado más cercano. Los hechiceros nativos tampoco se lo pusieron fácil porque, al sentirla como competencia, la intentaron envenenar con una sopa donde «flotaban unos cuantos pies de tortuga, uñas y demás» que le dieron «unos dolores abdominales atroces» como ella escribiría después. En medio de la zozobra, Sophie imploró a su Dios para que hiciera su voluntad. Como se salvó, el episodio fue interpretado por sus seguidores como una señal divina de acceso a su nueva vida de modo similar a como Jesucristo permaneció cuarenta días orando y ayunando para emprender su nueva misión. Cierto es que ni Sophie era Jesucristo ni la selva el desierto bíblico, pero es sencillo establecer paralelismos entre la discípula y el maestro a la hora de mostrar un rito purificador que inspire la mística necesaria para acometer su tarea predicadora.

      Poco a poco, armada tan solo con «papel, lápiz, cartas de sílabas mimeografiadas y librillos, materiales pintados, medicina para parásitos, sulfato, catorce libras de leche en polvo, una Biblia, unas pocas ropas, casabe, hamaca y mosquitero»67 se ganó la confianza de los indios de una forma tan increíblemente rápida y eficaz, que ella misma lo relató más tarde para aconsejar a futuros misioneros. «El misionero —escribió— debe empezar enseñando a las personas inmediatamente tras su llegada, pues este es el tiempo de mayor interés. Con la curiosidad viva, al principio dibujará para que ellos estén alrededor todo el tiempo. El misionero debe capitalizar este interés inicial y debe ponerlo a su servicio. Yo seguí este principio cuando después fui de lugar en lugar. Si yo llego a mediodía a un poblado, empiezo con la carta de sílabas enseñando a las personas a leer. Si yo llego a la tarde, mi primera lección sería con la ilustración de la creación, la caída del hombre y la promesa del redentor. El programa se trabaja completo y luego uno se mueve rápidamente durante los próximos diez días».68

      Posteriormente, aprovechando que la mujer de un curripaco converso pertenecía a la etnia de los cubeos, se introdujo entre estos en un momento extremadamente crítico porque una epidemia de sarampión los estaba diezmando, desmoralizando y desintegrando socialmente; si a los curripacos los ayudó a liberarse de la violencia de los caucheros, a los cubeos los animó a limpiar los espíritus y las casas para espantar el mal. Tras comprobar el resultado obtenido con la táctica de los matrimonios mixtos, cuando vio la oportunidad hizo algo similar entre guayaveros, puinaves, sikuanis, baniwas y piapocos, aunque para ello a veces tuviera que cruzar la frontera hacia Venezuela y Brasil. Oportuna o inteligente, lo cierto es que la señorita Sofía, como ya todos la llamaban, llegaba siempre en el momento adecuado.

      Su método y su determinación la diferenciaban de los misioneros católicos que muy esporádicamente hacían acto de presencia por estos lugares. Por ejemplo, aprendió los idiomas nativos y los tradujo a la escritura a pesar de que eran lenguas ágrafas,69 enseñó a los nativos a leer,70 a escribir y a contar a base de juegos, se apoyó en colaboradores indígenas en vez de hacerlo en blancos, convenció a los indios para que cortaran todo tipo de relación con caucheros, colonos, católicos y blancos en general, les mostró cómo hacer comidas y vestidos que no conocían, les regaló medicinas, etc. Muchos de los nativos comenzaron a percibir que eran tan dignos como los demás, que podían hacer contratos de igual a igual y que incluso aquellos indios que con anterioridad se habían alejado de los suyos, bien por voluntad propia o por la fuerza, podían regresar al calor de la comunidad. El que la señorita Sofía no dejara de moverse en bongo por los ríos y que «un pancito podía durarle a ella dos días y un sándwich tres», como relató un discípulo, era todo un testimonio de vida que ayudaba a los indígenas a dejarse seducir por sus enseñanzas religiosas y por el estilo de vida que los animaba a adoptar.

      Cuenta el etnobotánico Richard Evans Schultes que estando en 1948 en plena recolección de especímenes por el raudal del Sapo del Guainía, en un lugar en el que apenas había para comer, sus compañeros y él se quedaron atónitos cuando vieron aparecer sola, en una canoa a remo, a una gringa de aspecto famélico bajo un sombrero


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