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La frontera que habla. José Antonio Morán VarelaЧитать онлайн книгу.

La frontera que habla - José Antonio Morán Varela


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      Muchas cosas han ido aconteciendo desde entonces. Santrich, uno de los negociadores guerrilleros fue retenido y acusado de narcotráfico y posteriormente retomó las armas; Iván Duque, el nuevo presidente, intenta hacer modificaciones legales al acuerdo encaminadas a restringir supuestas ventajas que tendrían las FARC, aunque de momento sin éxito; cada tres días es asesinado algún líder o representante comunitario, aumenta la exportación de cocaína, las FARC no se presentaron a las presidenciales alegando falta de infraestructura... Y una muy importante en este momento para nosotros: las puertas del Orinoco estaban abiertas.

      • • •

      Dos días más tarde de haber contactado con Mauricio nos encontrábamos en el embarcadero dispuestos, desde primera hora de la mañana, a tomar la lancha hasta Casuarito, el único destino con servicio público de transporte por el Orinoco según nos dijeron. Ya habíamos desayunado un exquisito caldo y teníamos a mano nueces de Brasil, granadinas, papayas y algunas galletas por si lo necesitáramos durante el trayecto. Los rayos de sol que se vislumbraban anunciaban un magnífico día mientras la gente se afanaba en comenzar sus quehaceres cotidianos. Destacaban los cambistas de bolívares venezolanos con fajos de medio metro de longitud debido a la trepidante inflación que cada día sufría la moneda; esperaban a clientes porque Puerto Carreño es frontera oficial con Venezuela y eran muchos los que venían para Colombia. Yo no dejaba de pensar en lo afortunados que éramos al tener la posibilidad de introducirnos en el Orinoco sin las cortapisas anteriores; todo había cambiado velozmente.

      —En breve nos introduciremos en el torbellino de este incierto viaje. ¿Añorarás algo de lo que dejas atrás? —le pregunté a Silvia.

      —Pues... —se quedó pensando un rato con la mano en la barbilla— como no sean los noticieros colombianos. No he visto nada igual; ayer hablaban de un niño que salió volando porque se enganchó a varios globos de helio, de un avión del ejército que desapareció con varios militares, de unos secuestrados que se fugaron de sus captores y de un señor que tenía relaciones sexuales con su mula... y me gustaría saber el desenlace de las historias.

      —Desengáñate, mañana otras más espectaculares eclipsarán estas y no habrá seguimiento de las anteriores; es imposible en un país con tantos frentes abiertos.

      —Y a fin de cuentas —reflexionó—, intuyo que novedades no nos van a faltar en los días venideros. ¿Sabes una que ansío especialmente?

      —¿Cuál?

      —Visitar comunidades indígenas. De pequeñita buscaba cualquier reportaje o lectura sobre ellas —contó entusiasmada.

      2

      Todos han tenido problemas en Atures

      Con toda normalidad, y en menos de dos horas, desembarcamos en Casuarito, localidad con una sola calle que había gozado de mejores épocas antes de las vacas flacas del país vecino; al menos eso delataban los destartalados adoquines que aún quedaban y los establecimientos cerrados que un día habían estado repletos de productos.

      —Diez años atrás se habrían encontrado con un pueblo lleno de tiendas y compradores porque Casuarito era el almacén del Orinoco. Solo nos faltaba la señal de televisión —nos dijo una chica venezolana que regentaba la única tienda abierta.

      —Mucho ha cambiado entonces —le contestó Silvia al tiempo que le pidió dos aromáticas.10

      —Ah, son españoles... Reconozco su acento porque mi cuñado lo era; bueno, o tal vez lo siga siendo. Un día lo secuestraron en Venezuela y desapareció con avioneta y todo. ¿Se ha comentado en España este suceso?

      —¿Y usted no desea vivir en su país? —le pregunté después de señalar que no se sabía nada al respecto.

      —¿Y qué voy a hacer allá si no hay nada? Prefiero quedarme aquí aunque tenga la sensación de vivir en un barco a merced de las olas —respondió en tono un tanto filosófico—. ¡Habrá que esperar por si aparece una buena!

      —Disculpen, ¿van para el Tuparro? —nos preguntó una voz situada a nuestra espalda.

      Era la de un anciano que tomaba otra aromática y que se alegró de saber que íbamos al parque en el que siempre deseó trabajar. Nos comentó la ilusión que en su día le produjo su nombramiento como guía para turistas y la decepción cuando no pudo realizar su sueño debido a los problemas causados por los grupos armados en la zona. «Me tuve que seguir ganando la vida como profesor», nos dijo. Y se entusiasmó documentándonos sobre lo que íbamos a ver.

      —El Tuparro contiene cinco especies de primates —comenzó a explicar con los dedos de la mano izquierda extendidos para ir deteniéndose en cada uno—, el mono maicero o mono silbador conocido como Cebus apella, el capuchino de frente blanca llamado Cebus albifrons que mantiene una interesantísima simbiosis con la palma Maximiliana regiae, el mono aullador o Aloutta seniculus, el mico de la noche, adorable por su tranquilidad durante el día y, por último, uno al que Humboldt, el primero que escribió sobre él, bautizó como la viudita por su color oscuro y cuya denominación científica es Callicebus lugans.

      —Qué lástima que no pudiera ejercer esta pasión —le respondí asimilando su erudición.

      —Si desean, les explico que también se pueden topar con el caimán llanero, el Crocodylus intermedius, un cocodrilo endémico de la cuenca del Orinoco al que se considera el mayor depredador de Latinoamérica y del que se hallaron ejemplares de más de siete metros de largo, aunque ahora los pocos que quedan no pasan de cuatro. Incluso les podría ilustrar sobre cada tramo de los 2.800 kilómetros del Orinoco, el cuarto río más largo de Sudamérica, el tercero más caudaloso del mundo... Pero ¿saben qué les digo?

      —Lo que usted guste señor; es un placer escucharlo —le reforzó Silvia.

      —¡Gracias señorita!, ...pues que a pesar de las apariencias —continuó con la frase anterior— mi verdadera vocación no es la naturaleza; es la historia. Pero no quiero ser pesado, lo que ocurre es que como apenas pasa gente hacia el Tuparro, no tengo ocasión de devolver lo que me han enseñado.

      —Para nada es pesado; al contrario, es la mejor manera de compartir una aromática, ¿no le parece?

      —¡Desde luego! Pues miren, a propósito de la historia y aprovechando que iba a trabajar en el parque, me informé sobre las expediciones que pasaron por aquí. Me empapé, por supuesto, de Humboldt, pero también de sus paisanos ibéricos que llegaron con la Expedición de Limites del Orinoco y de frailes que andaban a la gresca entre ellos. Y todos, fíjense lo que les digo, todos tuvieron problemas en el raudal de Atures. Y por si fuera poco...

      El anciano erudito continuó desgranando historias y anécdotas de visitantes de siglos pasados hasta que nos recogieron dos hermanos venezolanos que tenían una potente voladora (lancha muy rápida) para remontar los famosos raudales de Atures, aguas embravecidas durante unos kilómetros por el estrechamiento del Orinoco debido a los peñascos que sobresalen por todas partes y que dificultan en extremo la navegación. No tardamos mucho en llegar a ellos y, antes de introducirnos en sus ondulantes aguas, el proero11 nos preguntó:

      —¿Desean atravesarlo con nosotros en la voladora o prefieren caminar unas horas por la selva?

      —¿Es muy peligroso? —le respondí con otro interrogante.

      —Claro, siempre puede haber problemas.

      —Nos vamos con ustedes —le contesté mientras comprobaba que Silvia ya se apretaba el chaleco salvavidas— pero ¿qué nos recomienda en caso de que vuelque la lancha?

      —¡Esa opción no se contempla! —zanjó el venezolano al tiempo que hacía una señal a su hermano para que diera máxima potencia al motor.

      En realidad era lo más


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