Los templarios. Regine PernoudЧитать онлайн книгу.
de la orden. El principal de estos privilegios es la exención de la jurisdicción episcopal; la orden podrá tener sus propios sacerdotes, sus capellanes que aseguren la asistencia religiosa y el culto litúrgico y no dependerán de los obispos del lugar. Este privilegio seguramente será impugnado y provocará muchas dificultades con el clero secular. Gozan también de la exención de los diezmos; solo los cistercienses y ahora los Templarios están exentos. Y se puede suponer que muchas envidias se deban a ese privilegio fiscal que favorece a sus dominios. Finalmente, tienen el derecho de construir oratorios y ser enterrados en ellos. La orden goza de una gran autonomía y también de amplios recursos, pues han afluido las donaciones. Las acusaciones de orgullo y de avaricia encontraron ahí un fundamento sólido a medida que la orden fue desarrollándose.
Pues su expansión supera todo lo que hubiesen podido prever y esperar los nueve primeros caballeros, esos «Pobres Caballeros de Cristo» que, agrupados en torno a Hugues de Payns, asumían la tarea ingrata de vigilar la ruta, por ejemplo, la que discurría entre Jaffa y Cesarea de Palestina, verdadero desfiladero entre montañas, donde comenzaron oscuramente su tarea; y donde, desde 1110, Hugues y su compañero Geoffroy habían construido una torre, la torre de Destroit, descanso de seguridad para los peregrinos. Nadie hubiese podido imaginar el despliegue y la importancia que tendrían las órdenes militares que iban a surgir al lado del Temple, y en primer lugar el carácter militar que tomaría la de los Hospitalarios, en el siglo siguiente, siguiendo la fundación de los Caballeros teutónicos; pero, sobre todo, sus prolongamientos en España donde, desde los primeros momentos, los Templarios llegan para llevar una lucha semejante a la de Tierra Santa, las órdenes de Alcántara, de Calatrava, la orden de Avís, la de Cristo —en la que sobrevivirán después de su supresión—, la de Santiago, etc. Es verdad que la gran voz de san Bernardo se había elevado a su favor y había proclamado sus méritos. El elogio que él hacía de la caballería del Temple, De laude novae militiae (escrito entre 1130 y 1136), era una llamada a los caballeros del siglo, en la que ridiculizaba «el gusto por el lujo, la sed de vanagloria, o la concupiscencia de bienes
temporales», exhortándoles a buscar una verdadera superación en la nueva milicia que suponía una pura caballería de Dios. Había exaltado con su elocuencia fogosa las profundas virtudes del nuevo combatiente, respaldadas por las exigencias de la Regla:
Ante todo, la disciplina es constante y la obediencia siempre se respeta; se va y viene por indicación de quien tiene autoridad; se viste con lo que él da; no se intenta buscar otra comida ni ropa… Llevan lealmente una vida común sobria y alegre, sin mujer ni niños; nunca se les ve perezosos, ociosos, curiosos…; entre ellos no hay acepción de personas: se honra al más valeroso, no al más noble…; detestan los dados y el ajedrez, les horroriza la caza…; se cortan los cabellos al ras…; nunca se peinan, raramente se lavan, el pelo descuidado e hirsuto; sucios de polvo, la piel tostada por el calor y la cota de mallas…
Y trazaba luego un inolvidable retrato de este tipo de caballero:
Este Caballero de Cristo es un cruzado permanente, comprometido en un noble combate: contra la carne y la sangre, contra las potencias espirituales en los cielos. Se adelanta sin miedo, en guardia este caballero a diestra y siniestra. Ha cubierto su pecho con la cota de mallas, su alma con la armadura de la fe. Provisto de estas dos defensas no teme a hombre ni demonio. Avanzad seguros, caballeros, y expulsad con corazón intrépido a los enemigos de la cruz de Cristo: de su caridad, estáis seguros, ni la muerte ni la vida podrán separaros… ¡Qué glorioso es vuestro regreso vencedor del combate! ¡Qué feliz, vuestra muerte de mártir en el combate!
Aún menos hubiesen podido prever el torrente de tesis, hipótesis y elucubraciones innumerables que se emitirían a propósito de la orden del Temple, de sus orígenes, de su funcionamiento y de sus costumbres. Para el historiador, es tal la diferencia entre las fantasías a las que se han entregado sin reserva alguna los escritores de historia de una parte, y de otra parte los documentos auténticos, los materiales ciertos, que guardan en abundancia nuestros archivos y bibliotecas, que no se podría creer si no se manifestase esta oposición de una manera tan visible, tan evidente. Pasa con los Templarios lo mismo que ha pasado, por ejemplo, con Juana de Arco, donde, al lado de una abundante literatura hagiográfica e hipótesis llamativas, totalmente gratuitas y uniformemente tontas: nacimiento bastardo, etc., los documentos se imponen con el rigor más completo. Para los Templarios, una vez más, es apenas creíble comparar en serio la literatura (no ya hagiográfica, sino claramente demencial en algunos casos) que ellos han suscitado, y de otra parte estos documentos tan sencillos, tan probatorios, tan tranquilamente irrefutables que constituyen su verdadera historia.
[1] El conjunto que constituyen los reglamentos elaborados por los Templarios ha sido publicado por Curzon. Se componen de: la Regla latina primitiva (1128); la versión francesa (hacia 1140); los añadidos o Retraits (puestos por escrito hacia 1165); en fin, los Estatutos conventuales que fijan, por ejemplo, las ceremonias (redactados hacia 1230-1240); y los Égards [modos y maneras], resúmenes de jurisprudencia que enumeran las faltas y sus distintas penas (hacia 1257-1267). Una regla se redactó en catalán después de 1267.
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