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Grandes Esperanzas. Charles DickensЧитать онлайн книгу.

Grandes Esperanzas - Charles Dickens


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el gabán para secarlo ante el fuego de la cocina, las manchas que se advertían en sus pantalones habrían bastado para ahorcarlo si hubiera sido un crimen.

      Mientras tanto, yo iba por la cocina tambaleándome como un pequeño borracho, a causa de haber sido puesto en el suelo pocos momentos antes y también porque me había dormido, despertándome junto al calor, a las luces y al ruido de muchas lenguas.

      Cuando me recobré, ayudado por un buen puñetazo entre los hombros y por la exclamación que profirió mi hermana: “¿Han visto ustedes alguna vez a un muchacho como éste?”, observé que Joe les refería la confesión del penado y todos los invitados expresaban su opinión acerca de cómo pudo llegar a entrar en la despensa. Después de examinar cuidadosamente las premisas, el señor Pumblechook explicó que primero se encaramó al tejado de la fragua y que luego pasó al de la casa, deslizándose por medio de una cuerda, hecha con las sábanas de su cama, cortada a tiras, por la chimenea de la cocina, y como el señor Pumblechook estaba muy seguro de eso y no admitía contradicción de nadie, todos convinieron en que el hecho debió de realizarse como él suponía. El señor Wopsle, sin embargo, dijo que no, con la débil malicia de un hombre fatigado; pero como no podía exponer ninguna teoría y, por otra parte, no llevaba abrigo, fue unánimemente condenado al silencio, ello sin tener en cuenta el humo que salía de sus pantalones, mientras estaba de espaldas al fuego de la cocina para secar la humedad, lo cual no podía, naturalmente, inspirar confianza alguna.

      Esto fue cuanto oí aquella noche antes de que mi hermana me agarrara, cual si mi presencia fuera una ofensa para las miradas de los invitados, y me ayudara a subir la escalera con tal fuerza que parecía que yo llevara cincuenta botas y cada una de ellas corriera el peligro de tropezar contra los bordes de los escalones. Como ya he dicho, el estado especial de mi mente empezó a manifestarse antes de levantarme, al día siguiente, y duró hasta que se perdió el recuerdo del asunto y no se mencionó más que en ocasiones excepcionales.

      Capítulo VII

      En la época en que solía pasar algunos ratos en el cementerio leyendo las lápidas sepulcrales de la familia apenas tenía la suficiente instrucción para deletrearlas. A pesar de su sencillo significado, no las entendía correctamente, porque leía

      “Esposa del de arriba” como una referencia complementaria respecto de la exaltación de mi padre a un mundo mejor; y si alguno de mis difuntos parientes hubiera sido señalado con la indicación de que estaba “abajo”, no tengo duda de que habría formado muy mala opinión de aquel miembro de la familia. Tampoco eran muy exactas mis nociones teológicas aprendidas en el catecismo, porque recuerdo perfectamente que el consejo de que debía “andar del mismo modo durante todos los días de mi vida” me imponía la obligación de atravesar el pueblo, desde nuestra casa, en una dirección determinada, sin desviarme nunca para ir a casa del constructor de carros o hacia el molino.

      Cuando fuera mayor, me pondría de aprendiz con Joe, y hasta que pudiera asumir tal dignidad no debía gozar de ciertas ventajas. Por consiguiente, no solamente tenía que ayudar en la fragua, sino que también si algún vecino necesitaba un muchacho para asustar a los pájaros, para recoger piedras o para un trabajo semejante, inmediatamente se me daba el empleo. Sin embargo, a fin de que no quedara comprometida por esas causas nuestra posición elevada, en el estante inmediato a la chimenea de la cocina había una hucha, en donde, según era público y notorio, se guardaban todas mis ganancias. Tengo la impresión de que tal vez servirían para ayudar a liquidar la deuda nacional, pero me constaba que no debía abrigar ninguna esperanza de participar personalmente de aquel tesoro.

      Una tía abuela del señor Wopsle daba clases nocturnas en el pueblo; es decir, que era una ridícula anciana, de medios de vida limitados y de mala salud ilimitada, que solía ir a dormir de seis a siete, todas las tardes, en compañía de algunos muchachos que le pagaban dos peniques por semana cada uno, a cambio de tener la agradable oportunidad de verla dormir. Tenía alquilada una casita, y el señor Wopsle disponía de las habitaciones del primer piso, en donde nosotros, los alumnos, le oíamos leer en voz alta con acento solemne y terrible, así como, de vez en cuando, percibíamos los golpes que daba en el techo. Existía la ficción de que el señor Wopsle “examinaba” a los alumnos una vez por trimestre. Lo que realmente hacía en tales ocasiones era arremangarse los puños, peinarse el cabello hacia atrás con los dedos y recitarnos el discurso de Marco Antonio ante el cadáver de César. Inevitablemente seguía la oda de Collins acerca de las pasiones, y, al oírla, yo veneraba especialmente al señor Wopsle en su personificación de la Venganza, cuando arrojaba al suelo con furia su espada llena de sangre y tomaba la trompeta con la que iba a declarar la guerra, mientras nos dirigía una mirada de desesperación. Pero no fue entonces, sino a lo largo de mi vida futura, cuando me puse en contacto con las pasiones y pude compararlas con Collins y Wopsle, con gran desventaja para ambos caballeros.

      La tía abuela del señor Wopsle, además de dirigir su Instituto de Educación, regía, en la misma estancia, una tienda de abacería. No tenía la menor idea de los géneros que poseía, ni tampoco de los precios de cada uno de ellos; pero guardada en un cajón había una grasienta libreta que servía de catálogo de precios, de modo que, gracias a ese oráculo, Biddy realizaba todas las transacciones de la tienda. Biddy era la nieta de la tía abuela del señor Wopsle; y confieso mi incapacidad para solucionar el problema de cuál era el grado de parentesco que tenía con el señor Wopsle. Era huérfana como yo, y también como yo fue criada “a mano”. Sin embargo, era mucho más notable que yo por las extremidades de su persona, ya que su cabello jamás estaba peinado, ni sus manos nunca lavadas, y en cuanto a sus zapatos, carecían siempre de toda reparación y de tacones. Tal descripción debe aceptarse con la limitación de un día cada semana, porque el domingo asistía a la iglesia muy mejorada.

      Mucho por mí mismo y más todavía gracias a Biddy, no a la tía abuela del señor Wopsle, luché considerablemente para abrirme paso a través del alfabeto, como si éste hubiera sido un zarzal; y cada una de las letras me daba grandes preocupaciones y numerosos arañazos. Por fin me encontré entre aquellos nueve ladrones, los nueve guarismos, que, según me parecía, todas las noches hacían cuanto les era posible para disfrazarse, a fin de que nadie los reconociera a la mañana siguiente. Mas por último empecé, aunque con muchas vacilaciones y tropiezos, a leer, escribir y contar, si bien en grado mínimo.

      Una noche estaba sentado en el rincón de la chimenea, con mi pizarra, haciendo extraordinarios esfuerzos para escribir una carta a Joe. Me parece que eso fue asunto de un año después de nuestra caza del hombre por los marjales, porque había pasado ya bastante tiempo y corría el invierno y helaba. Con el alfabeto junto al hogar y a mis pies para poder consultar, logré, en una o dos horas, dibujar esta epístola:

      “mIqe rIdOjO eSpE rOqes tArAsbi en Ies pErOqe pRoN topO dRea iuDar tEen tosEs SerE mOsfE lis es tUio pIp”.

      No había ninguna necesidad de comunicar por carta con Joe, pues hay que tener en cuenta que estaba sentado a mi lado y que, además, nos hallábamos solos. Pero le entregué esta comunicación escrita, con pizarra y todo, por mi propia mano, y Joe la recibió con tanta solemnidad como si fuera un milagro de erudición.

      —¡Magnífico, Pip! —exclamó abriendo cuanto pudo sus azules ojos—. ¡Cuánto sabes! ¿Lo has hecho tú?

      —Más me gustaría saber —repliqué yo, mirando a la pizarra con el temor de que la escritura no estaba muy bien alineada.

      —Mira —dijo Joe—. Aquí hay una “J” y una “O” muy bien dibujadas. Esto sin duda dice “Joe”.

      Jamás oí a mi amigo leer otra palabra que la que acababa de pronunciar; en la iglesia, el domingo anterior, observé que sostenía el libro de rezos vuelto al revés, como si le prestara el mismo servicio que del derecho. Y deseando aprovechar la ocasión, a fin de averiguar si, para enseñar a Joe, tendría que empezar por el principio, le dije:

      —Lee lo demás, Joe.

      —¿Lo demás, Pip? —exclamó Joe mirando a la


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