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Grandes Esperanzas. Charles DickensЧитать онлайн книгу.

Grandes Esperanzas - Charles Dickens


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      Entonces, el señor Pumblechook me hizo dar media vuelta para situarme frente a frente, como si se dispusiera a cortarme el cabello, y dijo:

      —Ante todo, y para poner en orden las ideas, dime cuántas libras, chelines y peniques son cuarenta y tres peniques.

      Yo calculé las consecuencias de contestar “cuatrocientas libras”, pero, comprendiendo que me serían desfavorables, repliqué lo mejor posible y con un error de unos ocho peniques. Entonces el señor Pumblechook me advirtió que doce peniques hacían un chelín y que cuarenta peniques eran tres chelines y cuatro peniques. Luego añadió:

      —Ahora contéstame a cuánto equivalen cuarenta y tres peniques.

      Después de un instante de reflexión, le dije:

      —No lo sé.

      Yo estaba tan irritado que, en realidad, ignoro si lo sabía o no.

      El señor Pumblechook movió la cabeza, muy enojado también, y luego me preguntó:

      —¿No te parece que cuarenta y tres peniques equivalen a siete chelines, seis peniques y tres cuartos de penique? —Sí —le contesté.

      Y a pesar de que mi hermana me dio instantáneamente un par de tirones en las orejas, me satisfizo mucho observar que mi respuesta anuló la broma del señor Pumblechook y que lo dejó desconcertado.

      —Bueno, muchacho —dijo en cuanto se repuso—. Ahora dinos cómo es la señorita Havisham.

      Y al mismo tiempo cruzó los brazos sobre el pecho.

      —Muy alta y morena —contesté.

      —¿Es así, tío? —preguntó mi hermana.

      El señor Pumblechook afirmó con un movimiento de cabeza, y de ello inferí que jamás había visto a la señorita Havisham, puesto que no se parecía en nada a mi descripción.

      —Muy bien —dijo el señor Pumblechook, engreído—. Ahora va a decírnoslo todo. Ya es nuestro.

      —Estoy segura, tío —replicó la señora Joe—, de que me gustaría que estuviera usted siempre aquí para dominarlo, porque conoce muy bien el modo de tratarlo.

      —Y dime, muchacho: ¿qué estaba haciendo cuando llegaste a su casa? —preguntó el señor Pumblechook.

      —Estaba sentada —contesté— en un coche tapizado de terciopelo negro.

      El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron uno a otro, muy asombrados, y repitieron:

      —¿En un coche tapizado de terciopelo negro?

      —Sí —dije—. Y la señorita Estella, es decir, su sobrina, según creo, le sirvió un pastel y una botella de vino en una bandeja de oro que hizo pasar por la ventanilla del coche. Yo me encaramé en la trasera para comer mi parte, porque me ordenaron que así lo hiciera.

      —¿Había alguien más allí? —preguntó el señor Pumblechook.

      —Cuatro perros —contesté.

      —¿Pequeños o grandes?

      —Inmensos —dije—. Y se peleaban uno contra otro por unas costillas de ternera que les habían servido en una bandeja de plata.

      El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron otra vez, con el mayor asombro. Yo estaba verdaderamente furioso, como un testigo testarudo sometido a la tortura, y en aquellos momentos habría sido capaz de referirles cualquier cosa.

      —¿Y dónde estaba ese coche? —preguntó mi hermana—. En la habitación de la señorita Havisham.

      Ellos se miraron otra vez.

      —Pero ese coche carecía de caballos —añadí en el momento en que me disponía ya a hablar de cuatro corceles ricamente engualdrapados, pues me había parecido poco dotarlos de arneses.

      —¿Es posible eso, tío? —preguntó la señora Joe—. ¿Qué querrá decir este muchacho?

      —Mi opinión —contestó el señor Pumblechook— es que se trata de un coche sedán. Ya sabe usted que ella es muy caprichosa, mucho..., lo bastante caprichosa como para pasarse los días metida en el carruaje.

      —¿La ha visto usted alguna vez en él, tío? —preguntó la señora Joe.

      —¿Cómo quieres que la haya visto, si jamás he sido admitido a su presencia? Nunca he puesto los ojos en ella.

      —¡Dios mío, tío! Yo creía que usted había hablado muchas veces con ella.

      —¿No sabes —añadió el señor Pumblechook— que cuantas veces estuve allí me llevaron a la parte exterior de la puerta de su habitación y así ella me hablaba a través de la hoja de madera? No me digas ahora que no conoces este detalle. Sin embargo, el muchacho ha entrado allí para jugar. ¿Y a qué jugaste, muchacho?

      —Jugábamos con banderas —dije.

      He de observar al lector que yo mismo me asombro al recordar las mentiras que dije aquel día.

      —¿Banderas? —repitió mi hermana.

      —Sí —exclamé—. Estella agitaba una bandera azul, yo una roja y la señorita Havisham hacía ondear, sacándola por la ventanilla de su coche, otra tachonada de estrellas doradas. Además, todos blandíamos nuestras espadas y dábamos vivas.

      —¿Espadas? —exclamó mi hermana—. ¿De dónde las sacaron?

      —De un armario —dije—. Y allí vi también pistolas..., conservas y píldoras. Además, en la habitación no entraba la luz del día, sino que estaba alumbrada con bujías.

      —Esto es verdad —dijo el señor Pumblechook moviendo la cabeza con gravedad—. Por lo que he podido ver yo mismo, esto es absolutamente cierto.

      Los dos se quedaron mirándose, y yo les miré también, vigilando, al mismo tiempo que plegaba con la mano derecha la pernera del pantalón del mismo lado.

      Si me hubieran dirigido más preguntas, sin duda alguna me habría hecho traición yo mismo, porque ya estaba a punto de mencionar que en el patio había un globo, y tal vez habría vacilado al decirlo, porque mis cualidades inventivas estaban indecisas entre afirmar la existencia de aquel aparato extraño o de un oso en la fábrica de cerveza. Pero ellos estaban tan ocupados en discutir las maravillas que yo ofreciera a su consideración, que eludí el peligro de seguir hablando. La discusión estaba empeñada todavía cuando Joe volvió de su trabajo para tomar una taza de té. Y mi hermana, más para expansionarse que como atención hacia él, le refirió mis pretendidas aventuras.

      Pero cuando vi que Joe abría sus azules ojos y miraba a todos lados con el mayor asombro, los remordimientos se apoderaron de mí, pero eso tan sólo ocurría mientras lo miraba a él, no cuando fijaba mi vista en los demás. Respecto de Joe, y tan sólo al pensar en él, me consideraba a mí mismo un monstruo en tanto que los tres discutían las ventajas que podría reportarme el favor y el conocimiento de la señorita Havisham. No tenían la menor duda de que ésta “haría algo” por mí; sus dudas se referían tan sólo a la manera de hacer este “algo”. Mi hermana aseguraba que recibiría dinero. El señor Pumblechook creía, más bien, que como premio se me pondría de aprendiz en algún comercio agradable, por ejemplo en el de cereales y semillas. En cuanto a Joe, discrepó de los dos al sugerir que quizá me regalara uno de los perros que se pelearon por las costillas de ternera.

      —Si eres tan tonto que no tienes otras ideas más aceptables —dijo mi hermana— vale más que te vayas a continuar el trabajo.

      Joe se apresuró a obedecer.

      Cuando el señor Pumblechook se marchó, y cuando mi hermana se entregaba a la limpieza de la casa, yo me dirigí a la fragua de Joe y me quedé con él hasta que terminó el trabajo


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