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El vértigo horizontal. Juan VilloroЧитать онлайн книгу.

El vértigo horizontal - Juan Villoro


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más conocido de la capital es el Sanborns que se ubica en la Casa de los Azulejos, edificada por un español revanchista, deseoso de vengarse del padre autoritario que le pronosticó:

      –Ni siquiera serás capaz de construir una casa de azulejos –refiriéndose a una casa de juguete.

      Este edificio señorial cuenta en su escalera con un mural de José Clemente Orozco. En la parte superior hay un bar, con una pequeña ventana en forma de flor que permite una de las mejores vistas del Centro Histórico, dominada por cúpulas y campanarios.

      Los zapatistas desayunaron en ese Sanborns al tomar la capital en 1914 y dejaron la imagen indeleble del pueblo que por primera vez recibe el providente regalo del pan dulce.

      Ese inmueble de indudable prosapia fue el primero de una cadena que hoy es propiedad de Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo. A Carlos Monsiváis le gustaba preguntar: “¿Qué porcentaje tuyo le pertenece a Slim?” Como los boxeadores, que son propiedad de varios inversionistas, el dueño de Sanborns controla una parte de la vida de cada mexicano. La Casa de los Azulejos es sólo la matriz de un emporio de ubicuos negocios que abarcan todo el país. En 1990, el presidente Carlos Salinas de Gortari promovió la privatización de Teléfonos de México. Slim recibió la empresa en régimen de monopolio absoluto durante seis años y relativo durante diez. Sin ese impulso ajeno a la libre competencia y derivado del tráfico de los favores gubernamentales, no se hubiera convertido en el magnate que es hoy en día. El café de Sanborns es pésimo, pero sabe peor al conocer la trayectoria de su dueño.

      Hasta los años ochenta, las cafeteras italianas eran aparatos de alta especialización que lanzaban sus aromáticos vapores en el café Tupinamba, donde el locutor Cristino Lorenzo, ya ciego, narraba por radio partidos de futbol, o Gino’s, al sur de la Ciudad de México, donde los pasteles competían en elaboración con los peinados de las clientas.

      Los Sanborns se impusieron con tal unanimidad que la clase política y las muchas franjas de la haraganería encontraron ahí su espacio favorito. Durante dos años trabajé en un proyecto para fundar un nuevo periódico, dirigido por Fernando Benítez. En una ocasión discutimos sobre la posibilidad de contratar a determinado colaborador y él lo rechazó con esta frase:

      –¡Se la pasa desayunando en Sanborns!

      Santuario de la pereza, la cafetería reforzó la mala fama de los “intelectuales de café” y llevó a la creación de un apodo agraviante: el Homo sanborns, sujeto inútil de gran pedantería.

      En su taller de cuento, Augusto Monterroso solía prevenirnos de la estéril bohemia que se fragua en los cafés y nos contaba anécdotas de un conocido al que llamaba el Iguanadón sanbórico, por su aspecto antediluviano y su hábitat cafetero.

      El lamentable éxito de Sanborns fue imitado por cadenas en las que se sirve un café flojo y requemado, y que prosperan con nombres de onomatopeyas: Vips, Toks… La proliferación de estos lugares con sillones de plástico dio a los escasos cafés verdaderos un aire casi secreto. Lugares para una secta a la que se pertenece por méritos no siempre precisables.

      Gracias a las transmisiones que se hacían desde el Tupinamba, asocio la cultura del café con la radio. Esta impresión se reforzó cuando recorrí la calle Ayuntamiento, en el Centro, donde se encuentra la XEW, que durante décadas fue la estación más importante del país. Enfrente había un restaurante que llevaba el apropiado nombre de La Esperanza. Ahí, los aspirantes a locutores mataban el tiempo y renovaban sus expectativas. En la siguiente esquina, el café San José tonificaba a los rechazados y mejoraba sus voces (un sorbo de poderoso exprés bastaba para adquirir el tono de un villano de radionovela).

      El café es un sitio para hablar. La mitología de los locutores fue sustituida en mi ánimo por la de los escritores, en especial la de los poetas. Hacia los veinte años, peregrinaba por Bucareli rumbo al café La Habana donde, al decir de Roberto Bolaño, se reunían los “poetas de hierro”.

      En una de mis primeras incursiones descubrí que quien busca café encuentra poemas. Una tarde se acercó a nuestra mesa Jorge Arturo Ojeda, escritor orgulloso de su atlético torso que usaba camiseta de basquetbolista hecha con una malla translúcida y echaba su melena hacia atrás con calculado gesto byroniano. Yo había leído su libro Cartas de Alemania.

      –Tiene una portada rojiza –dije por añadir algo a la conversación.

      –Magenta –me corrigió.

      Luego se interesó en saber si yo estaba en condiciones de publicar. Le dije que mi libro La noche navegable hacía cola en la editorial Joaquín Mortiz. Él se acordó de “Insomnio”, poema de Gerardo Diego, y recitó:

      Tú y tu desnudo sueño. No lo sabes.

      Duermes. No. No lo sabes. Yo en desvelo,

      y tú, inocente, duermes bajo el cielo.

      Tú por tu sueño y por el mar las naves.

      […]

      Qué pavorosa esclavitud de isleño,

      yo insomne, loco, en los acantilados,

      las naves por el mar, tú por tu sueño.

      No volví a ver a Ojeda, pero recuerdo el poema que la azarosa vida de café me permitió asociar con mi primer libro.

      En el café Superleche, de San Juan de Letrán, frecuenté al poeta más hosco de México, Francisco Cervantes. “Hay que hablarle de Pessoa porque todos los demás temas lo irritan”, me había aconsejado Monterroso.

      Cervantes vivía en el Hotel Cosmos, sobre San Juan de Letrán, y solía merendar en el Superleche, que se vino abajo con el terremoto de 1985.

      No era necesario verlo de noche para saber por qué le decían el Vampiro. Varias veces nos encontramos en las oficinas del Fondo de Cultura Económica, donde ambos hacíamos traducciones, y aceptó mi amistad porque cité un poema de Francisco Luis Bernárdez que le gustaba mucho: La ciudad sin Laura. Yo tenía entonces veintitantos años y admiraba, con el romanticismo de quien todavía ignora ese calvario, que una ciudad se definiera por el amor de quien ya no está ahí:

      En la ciudad callada y sola mi voz despierta una profunda

      [resonancia.

      […]

      Para poblar este desierto me basta y sobra con decir una palabra.

      El dulce nombre que pronuncio para poblar este desierto es el de

      [Laura.

      Como suele ocurrir con gente de coraza furibunda, Cervantes era un sentimental clandestino. Odiaba ciertas cosas con una obcecación refractaria a las razones. Cuando dirigía La Jornada Semanal le publiqué un poema. Al presentarlo, me referí a sus excepcionales títulos. Pocos autores han tenido el don de Francisco Cervantes para nombrar sus libros: Los varones señalados, Heridas que se alternan, Los huesos peregrinos … Por desgracia, en mi encomiástica entrada usé una palabra que él abominaba: poemario.

      –¡Es una de las tres que más detesto! –dijo el Vampiro, cuyos odios estaban bien clasificados.

      –¿Cuáles son las otras? –quise saber.

      –La segunda es Latinoamérica –luego guardó silencio, vio el techo con sublime hartazgo y dijo–: no mereces saber la tercera.

      Una semana después bebíamos en el Negresco, bar de mala muerte en la calle de Balderas, que alguien dotado de suprema ironía bautizó como el suntuoso hotel de Niza.

      El bar estaba a unos cuantos metros de La Jornada. Era la única razón para ir ahí, aunque a Francisco también la hacían gracia las meseras, de muslos más anchos que un jamón serrano. Se acercaban a la mesa con temible coquetería, tomaban en sus dedos de uñas nacaradas el agitador de nuestra bebida y decían con dulzura sibilina:

      –¿Quieres que te lo mueva, papá?

      Francisco


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