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El vértigo horizontal. Juan VilloroЧитать онлайн книгу.

El vértigo horizontal - Juan Villoro


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de Tenochtitlan se asentaron a orillas del lago, pero les faltaba la explicación que los justificara.

      Pueblo advenedizo, el mexica o azteca carecía de una tradición que lo realzara. Para dotarse a sí mismo de una epopeya fundadora, se asignó pasados míticos ajenos, el de los toltecas y el de los teotihuacanos. En el siglo XV, los mexicas inventaron a posteriori la leyenda de su grandeza. Desde entonces, México-Tenochtitlan sólo adquiere lógica hacia atrás. Los planes no son para nosotros; nuestra tarea consiste en descifrar un misterio que ya ocurrió.

      El vértigo horizontal se inscribe en esa dilatada tradición, pero depende de un enfoque rigurosamente personal. Martin Scorsese ha elogiado la visión que Woody Allen tiene de Nueva York, entre otras cosas porque es muy distinta a la suya. Propongo una lectura entre millones de lecturas posibles.

      Para Carlos Fuentes, “la Ciudad de México es un fenómeno donde caben todas las imaginaciones. Estoy seguro de que la ciudad de Moctezuma vive latente, en conflicto y confusión perpetuos con las ciudades del virrey Mendoza, la emperatriz Carlota, de Porfirio Díaz, de Uruchurtu y del terremoto del 85. ¿A quién puede pedírsele una sola versión, ortodoxa, de este espectro urbano?”

      La ciudad varía con la percepción que de ella tiene cada uno de sus habitantes. A lo largo de sesenta años he vivido en unas doce direcciones diferentes. Todas ellas están al sur del Viaducto y esto define mi mirada. He recorrido parcialmente el laberinto.

      ¿Cómo representar una ciudad que creció alrededor del templo dual de los aztecas y hace unos años sirvió de escenario natural para el apocalipsis futurista de la película Elysium?

      En “El inmortal”, Borges describe una urbe desorientadora, que confunde sin un fin preciso: “Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaletas inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo”. Esa edificación demencial se debe al ocio de los inmortales, que desperdician el tiempo e ignoran los propósitos finitos. Por momentos, la Ciudad de México suscita un pasmo similar. Escribir sobre ella significa inventarle explicaciones.

       Tres décadas después del terremoto

      El 19 de septiembre de 1985 los capitalinos pensamos que la expansión de la ciudad se frenaría de la peor manera. El terremoto destruyó numerosos edificios, la mayoría de ellos públicos. Por un momento, pareció imposible seguir viviendo aquí. Pero el Distrito Federal fue salvado por su gente. Durante días sin tregua nos improvisamos como rescatistas y la ciudad derruida encontró un nuevo rostro, jodido y cubierto de polvo, pero nuestro. Más de treinta años después, la ciudad todavía existe.

      Este libro le rinde homenaje y testimonio.

      He querido responder por escrito a los miedos, las ilusiones, el hartazgo y los caprichos de vivir en este sitio. También, he procurado que mi libro se acerque a la forma en que he decidido habitar esta ciudad, convencido de que es bueno estar informado, pero de que los datos, muchas veces amargos, no deben mermar las principales formas de la resistencia: el placer y el sentido del humor.

      Mi relato ocurre en densidad: escribo rodeado de millones de personas que tienen otra opinión del mismo tema. El desconcierto se vive de diversos modos y no admite una versión definitiva. Escribir de la Ciudad de México es, a fin de cuentas, un desafío tan esquivo como describir el vértigo.

       Ciudad de México, 24 de junio de 2018

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      VIVIR EN LA CIUDAD: “SI VEN A JUAN…”

      Conocí el mundo en la colonia Insurgentes Mixcoac, región de casas pequeñas, construidas en su mayoría en los años treinta del siglo pasado, donde mi abuelo, pastor de ovejas español que llegó al país a “hacer la América”, había levantado un dúplex con muros de una solidez extrema, inspirados en algún baluarte visto en su infancia. Enfrente vivían otros españoles, dueños de la panadería La Veiga, el negocio más popular del barrio junto con la Tintorería Francesa, enorme establecimiento en avenida Insurgentes, revelador de la importancia que entonces se concedía a sacar manchas de la ropa.

      La casa de los Fernández, propietarios de La Veiga, tenía la misma cuadrada consistencia que la nuestra. Por lo visto, era el sello de los inmigrantes que prosperaban, pero seguían temiendo que el techo se les viniera encima.

      Las calles de la colonia llevaban nombres de ciudades españolas. Vivíamos en Santander esquina con Valencia. Yo pasaba largo rato sentado en la banqueta, esperando que un coche se aproximara como un insólito espectáculo. Cuando jugábamos futbol callejero, usando las coladeras como porterías, nos servíamos de un grito atávico para anunciar la ocasional llegada de un vehículo: “¡aguas!”

      En tiempos virreinales, las familias se deshacían de los orines lanzándolos por la ventana al grito de “¡aguas!” Un par de siglos después, ese alarido señalaba entre nosotros la presencia de un auto. La interrupción permitía recuperar aliento y estudiar el modelo en turno. Si una mujer iba a bordo, nos acercábamos a la ventanilla para verle las piernas (comenzaban los tiempos de la minifalda).

      Resulta difícil narrar esos años sin asumir un tono nostálgico. La ciudad se ha modificado en tal forma que el solo hecho de describirla parece una crítica del presente. Aclaro, para mitigar la lucha de las edades, que no deseo reencarnarme en el niño que creció en Mixcoac, ‘lugar de serpientes’. Ésa fue la peor época de mi vida.

      No idealizo lo que desapareció, pero debo consignar un hecho incuestionable: la ciudad de entonces era tan distinta que casi resulta escandaloso que lleve el mismo nombre.

      En el barrio donde crecí bastaba abrir la puerta para socializar. De modo genérico, hablábamos de “amigos de la cuadra”, aunque se tratara de meros conocidos. Todo mundo se dirigía la palabra a la intemperie, no siempre con buenos resultados.

      El aislamiento era una condición de los misántropos. Junto a mi casa había una construcción diminuta, agobiada por un jardín convulso, donde las plantas crecían con el mismo desorden que inquietaba la cabellera de su propietario. Rara vez lo veíamos salir de ahí. Además, tenía un telescopio, indicio de que sus turbulencias podían ser astrales. Su mujer contaba con los atributos de melena, vestuario y uñas largas para ser considerada bruja, incluyendo un gato que la seguía con raro magnetismo. Esa pareja sin hijos, aislada en su mínimo bastión, confirmaba que sólo los muy extravagantes se resistían a hablar con los demás.

      Sin embargo, la tarea de socializar no era sencilla para alguien de seis años, sin antecedentes en la zona y con padres que vivían ahí, pero rara vez estaban en casa. El niño que salía a conocer a sus congéneres enfrentaba una compleja cultura del agravio, donde se consideraba desafiante “quedársele viendo” a una persona (¿cuántos segundos de insistencia óptica llevaban a esa ofensa?), donde los diminutivos denotaban falta de virilidad y donde la cordialidad dependía menos del afecto que del temor a ser agredido.

      La vida callejera se regía por un darwinismo primario, una impositiva apropiación del espacio, donde una palabra fuera de lugar podía meterte en problemas. El prestigio territorial se imponía con los puños, el carisma o el dinero. Yo carecía de esas virtudes y necesitaba protección para no convertirme en esclavo de quienes dictaban la ley.

      La gran utopía de mi infancia fue tener un hermano mayor. Anhelaba que, por obra de un inexplicable azar, una persona que me llevara dos o tres años se presentara a la puerta de la casa, reclamando los derechos del primogénito que yo aborrecía. Ser el primero de mi estirpe me obligaba a salir a la calle sin instrucciones de uso.

      A los seis años no era valiente, carecía de personalidad arrolladora y de dinero para congraciarme con los otros invitándoles refrescos en la miscelánea La Colonial.

      Me aceptaron en la pandilla sin convertirme


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