El vértigo horizontal. Juan VilloroЧитать онлайн книгу.
conurbada. El desconcierto llegó con la respuesta que se daba por entonces: “Entre dieciséis y dieciocho millones”. El “margen de error” era del tamaño de Berlín Occidental, donde vivía Grass. Esa incertidumbre sólo ha crecido.
Diversos estudios de apariencia seria hacen un dispar conteo de la población y un narcisismo de la negatividad nos lleva a creer que la más elevada es la más precisa. Tengo la impresión de que somos menos de los que pensamos, pero aun así somos muchísimos. ¿Quince, diecisiete, veinte millones? Lo interesante, desde el punto de vista de la psicología capitalina, es que la cantidad exacta resulta inescrutable.
Cada vez que llevo a un amigo alemán a algún sitio suelo dar una o dos vueltas en falso, ya sea por despiste o porque una calle se cerró para celebrar una feria o un maratón. Al primer titubeo, el amigo pregunta: “¿Te perdiste?” Alemania es un país donde hay gente que se suicida porque reprueba tres veces el examen para taxista, tan exigente que obliga a conocer las mejores rutas de la ciudad en cualquier horario, tomando en cuenta las salidas de las escuelas, las fiestas religiosas y los partidos de futbol. Un giro equivocado indica ahí que no se domina el territorio. Ciertamente, Waze y Google Maps han llegado como aplicaciones salvadoras, pero ante la proliferación de calles con el mismo nombre te pueden llevar al rumbo equivocado. El usuario debe conocer también el nombre de la colonia, pero esto tampoco es concluyente. Vivo en un barrio que tiene dos nombres oficiales, Villa Coyoacán y Coyoacán Centro; sin embargo, el sistema operativo de Uber lo reconoce con un tercer nombre: Santa Catarina. La calle se llama como uno de los hombres fuertes de la Revolución mexicana. Esto significa que el nombre se reitera en los más distintos confines de la ciudad. De acuerdo con la Guía Roji de 2017, el área metropolitana dispone de cuatrocientas doce calles, cerradas y avenidas con el apellido Carranza. Para llegar a mi casa hay que descartar las cuatrocientas once opciones que están en otras zonas y conocer los tres nombres distintos que las aplicaciones digitales dan a mi colonia.
Además, los programadores de Waze no siempre están al tanto de los repentinos usos que damos al espacio: después de una ola de asaltos, los vecinos se reúnen un miércoles de hartazgo y colocan una reja o una pluma para impedir que los extraños entren a su calle; con la misma espontaneidad, un jueves de antojo se improvisa la feria del tamarindo en la avenida que pretendías cruzar.
En un paisaje donde la orientación es casi imposible, la vuelta en falso representa un mero tanteo; la equivocación da confianza (si la detectas, averiguando que “no es por ahí”, confirmas que la meta existe). El territorio nos excede en tal forma que es mejor ignorarle ciertas cosas. No saber cuántos somos puede desconcertar al visitante, no a nosotros, convencidos de que el “margen de error” nunca es del todo malo, pues anuncia la posibilidad de llegar a algo que no sea un error.
TRAVESÍAS: ATLAS DE LA MEMORIA
En el primer tramo del siglo XX, Walter Benjamin aconsejaba perderse en la ciudad de manera propositiva, como quien recorre un bosque. Esto requería de talento, pero también de aprendizaje; la traza urbana aún tenía signos de referencia que impedían el extravío absoluto.
Las megalópolis llegaron para alterar la noción de espacio y descentrar a sus habitantes. Hoy en día, moverse en Tokio, Calcuta, São Paulo o la Ciudad de México es un ejercicio que se asocia más con el tiempo que con el espacio. En términos de desplazamiento, la ruta y el medio de transporte superan en importancia al entorno (si el movimiento fluye, la masa física de la ciudad pasa de obstáculo a paisaje).
En su novela Mao II, Don DeLillo comenta que Nueva York se distingue porque nadie quiere estar más de diez minutos en el mismo sitio. Este ímpetu de movimiento define el tono crispado de la urbe.
Trasladarse es un desafío tan severo que frecuentemente las obras públicas se conciben como una metáfora de la vialidad, no como forma real de desplazamiento. En la Ciudad de México nunca han faltado puentes que no se concluyen, calles que desembocan en una vía muerta, pasos a desnivel que no se usan o las avenidas de dos carriles que se “amplían” pintando tres carriles en vez de los dos que ya existían. Al borde del Anillo Periférico, a la altura del Nuevo Bosque de Chapultepec, hay un monumento a la vialidad inútil: la ciclopista llega a una rampa que se alza en una pendiente que acaso sólo el ganador de Tour de France podría remontar.
La idea benjaminiana de conocer las calles a través de un recorrido sin destino preciso no puede ser para nosotros una meta original porque es la condición común del transeúnte.
Hace diez años, una amiga pasó por mi hija para llevarla a una fiesta infantil. Me sorprendió ver una almohada en el asiento trasero:
–Es para que duerma, vamos muy lejos –explicó.
El coche se convierte en habitación para hacer tolerable el recorrido.
Dos tribus inmensas se desplazan a diario, los sonámbulos y los insomnes: cinco millones de pasajeros van aletargados en el metro y otros cinco millones sufren ataques de nervios en los automóviles.
En tales circunstancias es imposible tener una representación de conjunto de la urbe. La idea de orden es ajena a un sitio que opera como una asamblea de ciudades. El barrio de Santa Fe, donde se concentra el gran capital, podría ser un suburbio de Houston, en la misma medida en que Ecatepec podría integrar una periferia de Islamabad.
La estructura de una ciudad suele ser revelada por la forma en que la mira un niño. Mi padre vivió en Barcelona hasta los nueve años. Ochenta años después, mi hija pasó tres años en la Ciudad Condal; llegó de uno y partió de cuatro. A pesar del vasto arco de tiempo y las transformaciones traídas por la guerra civil y la reordenación urbana propiciada por las Olimpiadas de 1992, la impronta barcelonesa de un niño de los años veinte del siglo pasado no es muy distinta a la de la primera generación del siglo XXI. Entendí esto gracias a un dibujo.
Estábamos en la playa, compartiendo uno de esos atardeceres en que los adultos demoramos la tertulia. Mi hija se aburría. Le sugerí que se entretuviera dibujando y me pidió un tema. Propuse un título: “Max en la ciudad” (Max era su peluche favorito). Al cabo de un rato llegó con el resultado: vi el barrio gótico, el parque de la Ciudadela, el puerto, el acuario, el paseo de San Juan, la tienda de la señora Milagros donde comprábamos juguetes, el Chiquipark… Salvo un par de detalles, la ciudad era idéntica a la que mi padre evocaba desde su exilio. Los sitios emblemáticos de Barcelona parecían citar un título de Salvador Dalí: La persistencia de la memoria. La República, la dictadura y los entusiasmos de la Generalitat no han alterado en lo esencial el relato con que la ciudad se narra a sí misma.
Me pregunté si mi hija hubiera sido capaz de trazar un mapa, no digamos amplio, sino siquiera aproximado de la Ciudad de México. En modo alguno: su vida dependía de espacios cerrados y medios de transporte.
Esta visión fragmentada, rota, discontinua es común a millones de capitalinos. Hace mucho que la figura del flâneur que pasea con intenciones de perderse en pos de una sorpresa fue sustituida por la del deportado. En Chilangópolis, la odisea es la aventura de lo diario; ningún desafío supera al de volver a casa.
Esto se agrava por la falta de referencias naturales. Las ciudades suelen crecer en torno a un paisaje definido: un monte, un lago, un río, una ladera entre el mar y la montaña. Pero México-Tenochtitlan enterró el lago y la bruma desdibujó los volcanes. Ningún signo natural sirve de seña de orientación.
El aire es recorrido por helicópteros que informan de los desafíos de la vialidad. Para quienes se desplazan en coche, la cartografía es un paisaje conjetural transmitido por la radio. Si en Tokio Roland Barthes percibió una ciudad desestructurada, carente de centro, hecha de orillas sucesivas, el habitante de la Ciudad de México percibe una marea intransitable, donde la radio aconseja usar “vías alternas”, nombre que otorgamos a la realidad paralela a la que no podremos acceder.
El antiguo DF conserva zonas habitables, casi todas provenientes