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Quema. Herman PontzerЧитать онлайн книгу.

Quema - Herman Pontzer


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por motivos evolutivos ulteriores que son esencialmente egoístas. Las frutas, esos regalos de los árboles, repletas de dulce carne, no son más que un astuto medio para dispersar semillas. Los perros han evolucionado para aprovecharse de nuestras emociones28 y obligarnos a quererlos porque los humanos somos una excelente fuente de comida para el perro. ¿Y las plantas exuberantes que llenan nuestro planeta de vida? Llevan 500 millones de años envenenándonos silenciosamente.

      La vida requiere energía, y el primer sistema de producción de combustible que evolucionó en nuestro planeta fue la fotosíntesis. Las primeras bacterias que aprovecharon la luz del sol dependían del hidrógeno y el azufre, no del agua, para llevar a cabo la fotosíntesis. Luego, hace unos 2,300 millones de años, en algún estanque somero de una joven Tierra rocosa, evolucionó una nueva receta para la fotosíntesis29 que convertía el agua (H2O) y el dióxido de carbono (CO2) en glucosa (C6H12O6) y oxígeno (O2). La luz del sol proveía la energía necesaria para esta conversión, energía que se almacenaba en los enlaces moleculares de la glucosa.

      Este nuevo tipo de fotosíntesis, llamada oxigénica porque produce oxígeno como producto de desecho, fue una revolución. La vida que empleaba fotosíntesis oxigénica, absorbiendo CO2 y agua y escupiendo oxígeno, colonizó el planeta. Tendemos a pensar en el oxígeno como en un bien, algo que hace posible la vida, pero su verdadera naturaleza química es devastadora. Se roba electrones y se enlaza a otras moléculas, que altera por completo y con frecuencia hace pedazos. El oxígeno es Shiva el destructor, que extermina todo lo que toca, ya sea lentamente (la oxidación) o de forma violenta (el fuego).

      Al principio el nuevo oxígeno que producían las plantas fue absorbido por el hierro en el polvo y las rocas, creando gigantescas “bandas rojas” en la corteza terrestre. Luego fue el océano el que absorbió tanto oxígeno como pudo. Y después la atmósfera comenzó a llenarse, pasando de cero a más de 20 por ciento a medida que las plantas fotosintéticas de todo el mundo eructaban esta desagradable sustancia de forma constante e indiferente. Los crecientes niveles de oxígeno aniquilaron a casi todos los seres vivos, un evento conocido como la Gran Catástrofe del Oxígeno. La vida en la Tierra se encontraba al borde de la extinción total.

      ALIENS EN NUESTRO INTERIOR:

      LAS MITOCONDRIAS Y LA DICHA DEL O2

      En las escalas inaprehensibles del tiempo evolutivo, incluso los acontecimientos improbables se vuelven rutina. Pensemos en las probabilidades de ser alcanzado por un rayo, que para los estadunidenses son de 1 en 700,000 al año.30 Si vives 70 años tus probabilidades siguen siendo reconfortantemente bajas, de 1 en 10,000. Pero ¿qué pasaría si vivieras 3,000 millones de años y pudieras ver toda la historia de la vida en la Tierra? En esa escala de tiempo sería de esperar que te cayera un rayo unas 4,200 veces.

      Las cifras son aún más difíciles de entender cuando pensamos en la evolución de hordas y hordas de bacterias microscópicas y otros microorganismos unicelulares. En unos gramos de agua “limpia” puede vivir más de un millón de bacterias,31 y nuestro planeta contiene unos 1,380 millones de kilómetros cúbicos de agua.32 Eso nos da una cifra total de bacterias acuáticas en este planeta (ignorando las terrestres) de más o menos 40 × 1027, es decir, un 40 seguido por 27 ceros. Incluso si solamente se replicaran una vez al día ocurrirían 14 × 1030 replicaciones al año. ¿Qué probabilidades existen de que emerja una mutación al azar que transforme una ruta metabólica de modo que convierta una sustancia química previamente inservible en una fuente de alimento? Incluso si las probabilidades fueran de 1 en 100 billones podríamos esperar que cada año ocurrieran más de 100,000 billones de mutaciones como ésta. A lo largo de los millones de años de los que dispone la evolución este tipo de mutaciones son casi inevitables.

      Durante los eones en los que la joven Tierra fue llenándose lentamente de oxígeno venenoso se presentó una oportunidad. Entre la infinidad de miles de billones de bacterias que vivían, mutaban y se reproducían en escalas de tiempo de miles de millones de años, algunas se toparon por causalidad con una solución improbable, una forma de aprovechar el oxígeno para producir combustible: la fosforilación oxidativa. Transportar electrones dentro y fuera del espacio intermembrana les permitió a estas bacterias invertir el proceso de fotosíntesis: usar el oxígeno para romper los enlaces de glucosa y liberar la energía solar almacenada en su interior. Los productos de desecho eran CO2 y agua… los ingredientes de la fotosíntesis.

      Fue un hito en la evolución. El metabolismo aeróbico abrió una frontera nueva e inexplorada, una estrategia nueva para la vida. Las bacterias que usaban oxígeno se dispersaron por el planeta y se diversificaron en nuevas especies y familias. Pronto estuvieron en todos lados.

      Luego ocurrió otro acontecimiento improbable. En el inhóspito mundo de la vida temprana, donde las células se devoraban unas a otras, las prósperas bacterias aeróbicas eran una deliciosa entrada nueva en el menú. Cuando una célula devora a otra (ya sea una amiba en un charco del patio que se come a un paramecio o una célula inmunitaria en tu sangre que mata a una bacteria invasora), lo que hace es tragarse a su presa: introduce a la víctima dentro de su membrana para desmembrarla y quemarla como combustible. Tras ser devoradas así incontables millones de bacterias aeróbicas a lo largo de cientos de millones de años, un puñado (tal vez sólo una o dos) lograron escapar de la destrucción. Contra todo pronóstico sobrevivieron, intactas, en el interior de su huésped. Eran diminutos Jonás en el vientre de la ballena.

      Y funcionó extraordinariamente bien.

      Estas células quiméricas tenían ventajas sobre otras en los océanos de la Tierra media. Con una bacteria especializada en la producción de energía a bordo, estas células híbridas les ganaron a otras en la competencia por convertir energía en descendientes. El motor bacteriano interno se volvió la norma. Todos los animales que viven hoy en la Tierra, desde los gusanos hasta los pulpos y los elefantes, son herederos de este gran salto hacia delante. Como todos los demás animales, llevamos en el interior de nuestras células a los descendientes de estas bacterias aeróbicas salvadoras: nuestras mitocondrias.

      La revolucionaria idea de que las mitocondrias evolucionaron a partir de bacterias simbióticas fue propuesta por la visionaria bióloga evolutiva Lynn Margulis.33 Desde el siglo XIX los investigadores habían reconocido la semejanza visual entre las mitocondrias y las bacterias al verlas a través del microscopio, y habían especulado con la posibilidad de un origen bacteriano de las mitocondrias, pero fue Margulis la que le inyectó vida y rigor a la idea. A finales de la década de 1960 escribió un revolucionario artículo sobre la teoría. Lo rechazaron decenas de revistas que opinaban que era demasiado escandaloso, pero ella perseveró. Durante las décadas siguientes resultó claro que la escandalosa idea de Margulis era correcta.

      Las mitocondrias dentro de nuestras células conservan su propio anillito de ADN, un revelador vestigio de su pasado bacteriano. Y nosotros las alimentamos y las cuidamos diligentemente como si fueran mascotas amadas; nuestros corazones y pulmones están dedicados a la tarea de proporcionarles oxígeno a nuestras mitocondrias y limpiar sus desperdicios de CO2. Sin ellas y sin la magia de la fosforilación oxidativa no podríamos mantener las extravagancias energéticas que damos por hecho. La vida jamás habría evolucionado en la increíble colección de especies de la que hoy somos testigos.

      El oxígeno es el ingrediente principal de la fosforilación oxidativa precisamente porque es un ladrón de electrones, la misma característica que lo vuelve tan destructivo. El oxígeno es el receptor final de electrones en lo que se conoce como la cadena de transporte de electrones, la brigada de baldes que lleva los electrones en la membrana interior de las mitocondrias e introduce los iones de hidrógeno en el espacio intermembrana. Sin oxígeno, la cadena de transporte de electrones se detiene, el ciclo de Krebs se retrae y las mitocondrias se apagan. Cuando los electrones saltan al oxígeno al final de la cadena de transporte de electrones, atraen iones de hidrógeno y forman agua, H2O. Tus mitocondrias producen más de una taza de agua al día (unos 300 mililitros) a partir del oxígeno que respiras.

      EN SUS MARCAS, LISTOS, FUERA

      Al nivel básico de los macronutrientes


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