Alfonso XIII y la crisis de la Restauración. Carlos Seco SerranoЧитать онлайн книгу.
vez más decepcionados ante los obstáculos interpuestos en su camino por el nuevo orden que ellos, ilusionadamente, habían contribuido a crear. Este divorcio, muy temprano, entre el pueblo ínfimo y los caudillos de la revolución, se reproduciría luego frente a los republicanos, que no iban, de hecho, en su programa social y económico, mucho más allá de unos objetivos estrictamente burgueses[2]. Del doble rompimiento sacaría partido, con asombrosa rapidez, la Primera Asociación Internacional de Trabajadores, apresurándose a poner de relieve que ella encarnaba otra revolución, la de los proletarios, que desde ese momento debían volver la espalda a las engañosas sirenas de una falsa democracia —la de Prim, la de Amadeo, pero también la de Castelar y la de Pi[3]—. Se trataba de enarbolar «la roja bandera de la revolución social», detrás de la que habría de movilizarse «el proletariado militante».
La revolución dentro de la revolución hizo añicos las ilusiones de la democracia burguesa, patéticamente encarnada en Castelar —convertido, por paradoja, en dictador[4]—, y le restó fuerzas con que oponerse a la fórmula renovadora acuñada por Cánovas para «su» restauración. La obra de Cánovas, por consiguiente, se beneficiaba de la necesidad de concordia que el peligro de subversión social había hecho evidente en el campo burgués de todos los matices; a cambio de integrar en su juego político —amparados por una corona que no estaba ya, como la de Isabel II, adscrita a un solo partido— todos los viejos y nuevos programas liberales, garantizaba el orden social cerrando filas frente al ciclo revolucionario abierto por Marx y Bakunin.
Sería, sin embargo, inexacto e injusto resumir la obra de Cánovas, como tantas veces se ha hecho desde el campo de las extremas izquierdas, con el simple calificativo de «reaccionaria», puesto que distó mucho de una simple vuelta al punto de partida —el monopolio del poder por el moderantismo isabelino—; se esforzó, por el contrario, en arbitrar una fórmula abierta a derecha e izquierda, en consolidar, en torno al trono y a la legalidad constitucional, el equilibrio entre las fuerzas políticas separadas por el 68. Precisamente por la amplitud o la flexibilidad que la caracterizaron ha habido en nuestros días quien ha atacado la obra de Cánovas; me parece evidente que si la «apertura» hacia la herencia del 68 terminó a la larga arruinando la Restauración al cabo de medio siglo, de seguro su duración hubiera sido mucho más corta —no habría rebasado, probablemente, los primeros días de la Regencia—, de reducirse, una vez más, a ser instrumento de un solo partido. Muy por el contrario, el fracaso de la obra de Cánovas radica en los límites de su «apertura»; en su incapacidad para asimilar, o para captar, las bases sociales de la nueva revolución alumbrada por la Internacional. Y a medida que avance el tiempo, en la segunda fase de la Restauración —la que corresponde al reinado de Alfonso XIII—, se hará más evidente que la suerte del Régimen depende de sus posibilidades de captación de la nueva izquierda: la que había sido marginada en los días de Cánovas y Sagasta.
A un siglo de distancia, pensamos —un tanto esquemáticamente y desde nuestras actuales experiencias— que, en los momentos en que se desmoronaba la articulación lograda por el obrerismo español al montar su primer frente de lucha contra la burguesía, se pudo emprender una gran obra regeneradora corrigiendo desde arriba los fallos sociales de la revolución liberal: la situación de unas masas campesinas, marginadas en el inmenso trasvase de la propiedad agraria operado en las desamortizaciones; o del proletariado urbano, inerme ante un empresariado omnipotente. Por desdicha, tardó mucho tiempo en abrirse camino, en los programas de los partidos dinásticos, una legislación social que, en principio, al intercalarse en las relaciones entre capital y trabajo, parecía contradecirse con la auténtica ortodoxia liberal. Por otra parte, se estaba aún, al producirse la Restauración, en la cresta máxima de la ola reaccionaria que provocaron las primeras violencias internacionalistas —reacción encarnada, primero, por la presidencia de Castelar, y luego por la dictadura de Serrano—. Esa reacción defensiva había tenido ya su expresión en los debates en torno a la Primera Internacional, desarrollados en el seno de las Cortes amadeístas de 1871: y en aquella ocasión, preciso es confesar que Cánovas marcó uno de los puntos extremos, aunque también es cierto que su exposición parlamentaria del día 3 de noviembre encerraba vislumbres proféticos a los que el tiempo había de dar entera validez[5].
Pero sería gravísimo error confundir la visión social de Cánovas con su posición manifiesta en aquel debate «en caliente». La talla de estadista la da en el gran malagueño su capacidad para modificar criterios, para corregir planteamientos, para llevar al máximo la flexión de una línea ideológica perfectamente coherente sin embargo. Como él mismo dijo en alguna ocasión: «No existe la posibilidad de gobierno sin transacciones lícitas, justas, hornadas e inteligentes». Pocos años antes de su muerte pondría de relieve una comprensión cada vez más abierta hacia el problema social en sus dimensiones auténticas: «No hay que hacerse ilusiones; el sentimiento de la caridad cristiana y sus similares no son suficientes, por sí solos, para atender las exigencias del día. Necesítase, por lo menos, una organización supletoria de la iniciativa individual, que emane de los grandes poderes sociales... Por mi parte, opino que será más ventajoso a la larga el concierto entre patronos y obreros, con o sin intervención del Estado...». Y Cánovas —el partido conservador, en la persona de Eduardo Dato—, había de ser, ya a comienzos de siglo, el portaestandarte de una «legislación social» que al final de la segunda década del siglo se alinearía en avanzada respecto a los otros países de Europa. Pero, entretanto, el planteamiento del problema era inequívoco: una democracia como la intentada en 1868 había de partir, para ser auténtica, de una previa labor de reorganización social y económica; invertir los términos —es decir, llevar al extremo los derechos políticos sin respaldarlos con un programa de soluciones sociales— abocaba a una alternativa: o el falseamiento del sufragio, o, en plazo más o menos largo, la revolución comunista desde arriba. También esto lo señaló Cánovas en 1890:
No es, en suma, el socialismo utopista, comunista-colectivista, revolucionario, que intenta destruir de arriba abajo el estado social para construir uno quimérico, el que más solicita la atención ahora. Tales propósitos, por su manifiesta imposibilidad y su brutal violencia, excluyen otra resolución del Estado que no sea la de combatirlos a todo trance, empleando en ello cuantos medios depositan en sus manos las naciones. Lo que alcanza mucho mayor importancia es que, enterados ya los proletarios de su igualdad jurídica, y próximos a enterarse del reciente poder que la igualdad electoral les da por donde quiera, piden y aun exigen cosas que, si no son siempre realizables, parece a primera vista que pueden serlo, hecho que a sus ojos excusa lo que pretenden. Para decirlo de una vez, que el sufragio universal tiende a hacer del socialismo una tendencia, si bien amenazadora, indisputablemente legal.
Cánovas llamaba la atención sobre el éxito obtenido en recientes elecciones al Reichstag por el socialismo alemán, y añadía: «Ningún pensador de aquel país puede ya dudar que si allá no se apela a violencias o falsificaciones, que reduzcan el sufragio a la simple apariencia que en Francia fue durante el Imperio napoleónico, llegará día en que con plena conciencia el socialismo alemán de su poder político, y gracias a la organización perfeccionada que va adquiriendo, perturbe profundamente, cuando menos, el ejercicio del gobierno...».
Porque tenía una noción exacta de las realidades sociales sobre las que había de asentarse su obra, Cánovas completó el texto constitucional con una ley electoral marginal a aquel —de carácter censitario, como la isabelina, pero mucho más abierta que esta—. Cuando se habla de la «farsa canovista» no debiera olvidarse que Cánovas pretendía, con su sufragio restringido, hacer más auténtica la realidad de este, poniéndolo en manos de los verdaderamente capacitados —capacitados tanto por su nivel intelectual como por su independencia efectiva—. Cierto que esto patentiza la urgencia de modificar las estructuras culturales y económicas, de «promocionar a las masas», lo que hubiera permitido ensanchar progresivamente las bases del cuerpo electoral. Y en efecto, la ley censitaria de Cánovas refleja, exactamente, los límites sociales de su construcción política; pero no cierra el camino a una futura y posible modificación que amplíe el sufragio. Modificación que llevaría a la práctica el jefe de la «izquierda dinástica». Sagasta, sin hacerla preceder de una «revolución estructural» en la que, desde luego, él no pensaba. De aquí que el sistema degenerase en ficción desde el primer momento; y de aquí también que resulte más adecuado hablar