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El conde de montecristo. Alexandre DumasЧитать онлайн книгу.

El conde de montecristo - Alexandre Dumas


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      -Id a buscarle.

      -Voy en seguida.

      El conde salió de la cámara con la rapidez de un joven, porque su sincero realismo le prestaba el ardor propio de los veinte años, y se quedó Luis XVIII solo, volviendo a hojear el libro entreabierto y murmurando: Justum et tenacem propositi virum.

      Con la misma rapidez volvió el señor de Blacas; pero en la antecámara se vio obligado a invocar la autoridad del rey, porque el traje empolvado y no conforme a la etiqueta de Villefort alarmó al señor de Brezé, que no comprendía cómo un hombre pudiera atreverse a presentarse al rey de aquella manera.

      Pero el conde allanó todos los obstáculos con esta sola frase: Por orden de Su Majestad; y a pesar de cuantas reflexiones hizo el maestro de ceremonias, penetró Villefort en la cámara regia.

      El rey se hallaba sentado donde le dejara Blacas, por lo que al abrir la puerta Villefort hallóse frente a frente del monarca. En el primer momento, el joven magistrado se detuvo, titubeando.

      -Entrad, señor de Villefort -le dijo el rey-, entrad.

      Saludó el sustituto adelantándose algunos pasos y esperando que le interrogaran.

      -Señor de Villefort -continuó Luis XVIII-, asegura el señor de Blacas que tenéis que hacernos importantes revelaciones.

      -Señor, el conde tiene razón, y espero que Vuestra Majestad se la dará también por su parte.

      -Pero, ante todo, decidme, ¿es en vuestra opinión el mal tan grave como me lo quieren hacer creer?

      -Señor, yo lo creo gravísimo, pero no irreparable, merced a mis precauciones. Así lo espero.

      -Hablad, hablad todo lo que queráis, caballero -dijo el rey, que empezaba a contagiarse del temor del señor Blacas y del que revelaba también la voz de Villefort-; hablad y, sobre todo, comenzad por el principio, porque me gusta el orden en todas las cosas.

      -Señor -dijo Villefort-, haré a Vuestra Majestad una relación muy fiel del asunto; pero suplicándole de paso que disculpe la oscuridad que acaso ponga en mis palabras mi presente turbación.

      Una mirada del rey después de este exordio insinuante, aseguró a Villefort de que se le escuchaba con benevolencia.

      -Señor -continuó-, he venido a París con toda la celeridad posible, a anunciar a Vuestra Majestad que en el ejercicio de mis funciones he descubierto, no una de esas conspiraciones vulgares a insignificantes, como las que se urden todos los días, así por el ejército como por las gentes del pueblo, sino una verdadera conspiración que amenaza nada menos que al trono de Vuestra Majestad. Señor, el usurpador se ocupa en armar tres navíos: medita un proyecto, insensato quizá, pero por esto mismo, terrible. En estos momentos debe de haber salido de la isla de Elba, ignoro en qué dirección, pero seguramente intentará un desembarco en Nápoles, en las costas de Toscana, o quizás en nuestro mismo suelo. Vuestra Majestad no ignora que el soberano de la isla de Elba mantiene aún relaciones con Italia y con Francia.

      -Sí, lo sé, caballero -dijo el rey muy conmovido-, y hace poco nos avisaron de que en la calle de Santiago se efectuaban reuniones bonapartistas. Pero continuad, os lo ruego. ¿Cómo obtuvisteis esas noticias?

      -Son el resultado de un interrogatorio que hice a un hombre de Marsella a quien de mucho tiempo atrás vigilaba. Le hice prender el mismo día de mi marcha. Aquel hombre, marino revoltoso, y bonapartista acérrimo, ha ido a la isla de Elba secretamente, donde el gran mariscal le encargó una misión verbal para cierto bonapartista de París, cuyo nombre no he podido arrancarle: esta misión se reducía a encargar al bonapartista que preparase los ánimos a una restauración (tened presente, señor, que copio el interrogatorio), restauración que no puede menos de estar próxima.

      -¿Y qué ha sido de ese hombre? -preguntó Luis XVIII.

      -Está preso, señor.

      -Así, pues, ¿os parece tan grave el asunto?

      -Tan grave, señor, que la primera noticia me sorprendió en una fiesta de familia, el día de mi boda, y lo he abandonado todo en el mismo momento para venir a demostrar a Vuestra Majestad mis temores y mi adhesión.

      -Es cierto -dijo Luis XVIII-. ¿No existía un proyecto de matrimonio entre vos y la señorita de Saint-Meran?

      -Hija de uno de los más fieles servidores de Vuestra Majestad.

      -Sí, sí; pero volvamos a ese complot, señor de Villefort.

      -Temo que sea más que un complot, una conspiración.

      -Una conspiración en estos tiempos -repuso sonriendo Luis XVIII-, es cosa muy fácil de proyectar, pero difícil de llevar a cabo, porque restablecidos como quien dice ayer en el trono de nuestros abuelos, estamos amaestrados por el presente, por el pasado y para el porvenir. De diez meses a esta parte redoblan mis ministros su vigilancia en el litoral del Mediterráneo. Si desembarcara Napoleón en Nápoles, antes de que llegase a Piombino, se levantarían en masa los pueblos coaligados; si desembarca en Toscana, aquel país es su enemigo; si en Francia, ¿quién le seguiría?: un puñado de hombres, y fácilmente le haríamos desistir de su intento, mayormente cuando tanto le aborrece el pueblo. Tranquilizaos pues, caballero; mas no por eso estéis menos seguro de nuestra real gratitud.

      -Aquí está el señor barón de Dandré -exclamó en esto el conde de Blacas.

      En efecto, en este mismo instante asomaba en la puerta el ministro de policía, pálido y tembloroso: sus miradas vacilaban como si estuviese a punto de desmayarse.

      Villefort dio un paso para salir; pero le retuvo un apretón de manos del señor de Blacas.

      Capítulo 11 El ogro de Córcega

      Al contemplar aquel rostro tan alterado, el rey Luis XVIII rechazó violentamente la mesa a que estaba sentado.

      -¿Qué tenéis, señor barón? -exclamó-. ¡Estáis turbado y vacilante! ¿Tiene alguna relación eso con lo que decía el conde de Blacas, y lo que acaba de confirmarme el señor de Villefort?

      Por su parte el conde de Blacas se acercó también al barón; pero el miedo del cortesano impedía el triunfo del orgullo del hombre. En efecto, en aquella sazón era más ventajoso para él verse humillado por el ministro de policía, que humillarle en cosa de tanto interés.

      -Señor… -balbució el barón.

      -Acabad -dijo Luis XVIII.

      Cediendo entonces el ministro de policía a un impulso de desesperación, corrió a postrarse a los pies del rey, que dio un paso hacia atrás frunciendo las cejas.

      -¿No hablaréis? -dijo.

      -¡Oh, señor! ¡Qué espantosa desgracia! ¿No soy digno de lástima? Jamás me consolaré.

      -Caballero -dijo Luis XVIII-, os mando que habléis.

      -Pues bien, señor, el usurpador ha salido de la isla de Elba el 26 de febrero, y ha desembarcado el 1 de marzo.

      -¿Dónde? -preguntó el rey vivamente.

      -En Francia, señor, en un puertecillo cercano a Antibes, en el golfo Juan.

      -¡Cómo! El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de Antibes, en el golfo Juan, a doscientas cincuenta leguas de París el día 1 de marzo, y hasta hoy, 3, no sabéis esta noticia… ¡Eso es imposible, caballero! Os han informado mal o estáis loco.

      -¡Ay, señor! Ojalá fuera como decís.

      Hizo Luis XVIII un inexplicable gesto de cólera y de espanto, levantándose de repente como si este golpe imprevisto le hiriese a la par en el corazón y en el rostro.

      -¡En Francia! -exdamó-. ¡El usurpador en Francia!, pero ¿no se vigilaba a ese hombre? ¿Quién sabe si estarían de acuerdo con él?

      -¡Oh, señor! —exclamó el conde de Blacas-, a una persona como el barón de Dandré


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