Mujercitas. Louisa May AlcottЧитать онлайн книгу.
vergüenza y una pena que nunca olvidaría. Tal vez otras hubiesen considerado irrisorio e intrascendente el episodio pero para ella era un duro trance. En sus doce años de vida solo había conocido amor y mimos, nunca había recibido un golpe semejante. Sin embargo, olvidó la quemazón que sentía en la mano y el dolor de su corazón cuando la aguijoneó un pensamiento. Tendré que contarlo todo en casa y les daré un gran disgusto, se dijo.
Los quince minutos se le antojaron una hora, pero por fin terminaron. Nunca se había alegrado tanto de oír anunciar el recreo.
El profesor tardaría en olvidar la mirada acusadora que Amy le lanzó cuando salió de la clase en dirección al vestíbulo para recoger sus pertenencias, sin dirigir la palabra a nadie y prometiéndose que jamás volvería a pisar ese lugar. Llegó a casa triste y cuando, más tarde, llegaron las demás, tuvo lugar una reunión donde se dio rienda suelta a la indignación. La señora March apenas habló pero dio muestras de consternación y consoló a su hija pequeña con la mayor ternura. Meg vertió glicerina y lágrimas sobre la mano injuriada; Beth se dijo que ni siquiera sus gatitos podrían aplacar tanto dolor; Jo, colérica, propuso denunciar al señor Davis de inmediato, y Hannah amenazó con el puño cerrado al «villano» y, al preparar el puré de patatas para la cena, imaginó que a quien aplastaba era al profesor.
Nadie se dio cuenta de la ausencia de Amy, salvo sus compañeras más cercanas, pero las sagaces señoritas observaron que, por la tarde, el señor Davis se mostraba más benigno y parecía nervioso, algo poco habitual en él. Jo apareció en la escuela poco antes de que acabaran las clases. Se dirigió hacia la mesa del profesor con expresión severa y le entregó una carta de parte de su madre. Después recogió los útiles de Amy y se marchó, no sin antes limpiarse el barro de las botas en la estera de la entrada, como si quisiera sacudirse el polvo del lugar.
—Sí, puedes estar un tiempo sin ir a la escuela, pero quiero que cada día estudies un rato con Beth —dijo la señora March aquella noche—. No apruebo los castigos corporales, y menos aún cuando se trata de niñas. Me desagradan los métodos de enseñanza del señor Davis y no creo que las jovencitas con las que te has estado relacionando hayan sido una buena influencia, así que, antes de enviarte a otro lugar, pediré consejo a tu padre.
—¡Qué bien! ¡Ojalá todas las alumnas le dejaran plantado y su vieja escuela cerrara! Cuando me acuerdo de aquellas deliciosas limas, creo enloquecer. —Amy lanzó un suspiro con aire de mártir.
—No me parece mal que te las quitara, infringiste una norma y merecías un castigo por tu desobediencia.
Amy, que no esperaba más que comprensión, se sintió decepcionada por el severo comentario.
—¿Quieres decir que te alegras de que me hayan humillado ante toda la clase? —gritó Amy.
—Yo no hubiera escogido ese sistema para enmendar tu falta —contestó la madre—, pero no sé hasta qué punto un método más suave hubiese tenido el mismo efecto. Te estás volviendo demasiado presumida y pretenciosa, y ya va siendo hora de que intentes corregirte. Posees talento y muchas virtudes, pero no hay necesidad de que los exhibas. La vanidad echa a perder las mejores cualidades. El talento y la bondad nunca pasan inadvertidos y, aunque así fuera, la conciencia de tenerlos y hacer buen uso de ellos debería bastar. Las virtudes quedan ensalzadas por la modestia.
—Así es —intervino Laurie, que jugaba una partida de ajedrez con Jo en un rincón—. Una vez conocí a una niña que tenía un gran don para la música pero no lo sabía. No sospechaba cuan maravillosas eran las composiciones que creaba cuando estaba sola y, de habérselo dicho alguien, no lo hubiera creído.
—Me hubiese encantado conocer a esa niña, tal vez ella podría ayudarme. Yo soy demasiado torpe —comentó Beth, que estaba a su lado y había escuchado con interés sus palabras.
—La conoces y te ayuda más de lo que crees —repuso Laurie, cuyos risueños ojos negros la miraron con tal intención que la joven se ruborizó y ocultó su rostro con un cojín del sofá, abrumada por aquel inesperado descubrimiento.
Jo dejó que Laurie ganara la partida para agradecerle el elogio que había hecho de su Beth, que, después de aquel piropo, no se atrevió a tocar para ellos, por mucho que insistieron. De modo que Laurie se esforzó y cantó, y lo hizo muy bien. Estaba de excelente humor, ya que en compañía de las hermanas March rara vez mostraba la parte más melancólica de su carácter. Una vez que se hubo marchado, Amy, que había estado pensativa toda la velada, preguntó de repente, como si acabase de tener una idea luminosa:
—¿Laurie es un chico culto?
—Sí, ha recibido una excelente educación y tiene mucho talento. Será un hombre de provecho si no le malcrían con tantos mimos y atenciones —contestó su madre.
—Y no es engreído, ¿verdad? —continuó Amy.
—En absoluto, por eso resulta tan entrañable y le queremos tanto.
—Comprendo. Tener talento y ser elegante es bueno, lo que está mal es darse importancia o vanagloriarse de ello —apuntó Amy, pensativa.
—Esas cosas se traslucen en los modales y en la forma de hablar si la persona actúa con humildad; no es necesario hacer gala de ellas —afirmó la señora March.
—Pasa lo mismo que con la ropa. Una no se pone todos los vestidos, sombreros y lazos a la vez para que los demás vean que los tienes —añadió Jo, y la reunión terminó entre risas.
8
JO CONOCE A APOLLYÓN
—Chicas, ¿adónde vais? —preguntó Amy, tras entrar en el dormitorio de sus hermanas mayores una tarde de sábado y encontrarlas arregladas y en una actitud misteriosa que avivó su curiosidad.
—No es asunto tuyo; las niñas pequeñas no deben hacer esa clase de preguntas —respondió Jo, cortante.
Si algo mortifica a una niña es que le recuerden que lo es, y que la despidan con un «vete, querida» resulta aún peor, Ofendida por lo que consideró un insulto, Amy se dijo que descubriría su secreto, aunque tuviese que importunarlas durante una hora, Se volvió hacía Meg, que no era capaz de negarle nada durante demasiado tiempo, y dijo en tono mimoso:
—¡Cuéntamelo! Además, deberíais llevarme con vosotras, porque Beth está entretenida con sus muñecas y yo no tengo nada que hacer. Me siento muy sola.
—No podemos, querida, porque no te han invitado —empezó Meg.
Jo la interrumpió, impaciente:
—Meg, no digas nada o lo echarás todo a perder. Amy, no puedes venir; no te comportes como una niña ni empieces a quejarte.
—Vais a alguna parte con Laurie, estoy segura. Ayer por la noche estuvisteis cuchicheando y riendo en el sofá, y en cuanto me acerqué guardasteis silencio. Vais con él, ¿verdad?
—Sí, así es. Ahora estate calladita y deja de dar la lata.
Amy dejó descansar la lengua, pero no los ojos, y observó que Meg se guardaba un abanico en el bolsillo.
—¡Ya lo tengo! ¡Lo sé! ¡Vais al teatro a ver Los siete castillos! —exclamó, y añadió con resolución—: Iré con vosotras, porque mamá dijo que no podía perdérmela. Tengo dinero ahorrado. Teníais que haberme avisado con tiempo.
—Escucha un momento y compórtate —dijo Meg con tono tranquilizador—. Mamá prefiere que no vayas esta semana porque aún tienes irritados los ojos y la iluminación de la obra te podría molestar. Irás con Beth y Hannah la semana que viene y lo pasaréis muy bien.
—Me apetece mucho más ir con vosotras y con Laurie. Por favor, dejadme ir. Llevo demasiado tiempo con este resfriado, encerrada