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Mujercitas. Louisa May AlcottЧитать онлайн книгу.

Mujercitas - Louisa May Alcott


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viene! Beth, ¡empieza a tocar! Amy, ¡abre la puerta! ¡Tres hurras por Marmee! —exclamó Jo dando saltos por toda la habitación mientras Meg salía para acompañar a su madre hasta el sitio de honor.

      Beth tocó una alegre marcha, Amy abrió la puerta de par en par y Meg actuó de escolta con gran dignidad. La señora March estaba emocionada y sorprendida; sonrió satisfecha mientras repasaba con la mirada los regalos y leía las pequeñas notas que los acompañaban. Las zapatillas le entraron a la primera, se guardó un pañuelo en el bolsillo, se perfumó con la colonia de Amy, se colocó la rosa en el pecho y aseguró que los guantes le quedaban perfectos.

      Rieron, se besaron y charlaron con la sencillez y calidez que hacen que los encuentros familiares sean tan gratos en su momento y se recuerden con cariño mucho tiempo después. Luego volvieron a ponerse manos a la obra.

      Transcurrida la mañana entre obras de caridad y ceremonias de entrega de regalos, dedicaron el resto del día a preparar la función de la noche. Debido a su juventud, no habían acudido demasiado al teatro y, además, no disponían de medios económicos para hacerse con accesorios caros para sus representaciones, pero la necesidad es la madre de la invención e improvisaban cuanto era preciso para sus funciones. Algunas de sus creaciones eran especialmente ingeniosas, como una guitarra de cartón, unas lámparas de estilo antiguo fabricadas con viejos recipientes de mantequilla cubiertos con papel de aluminio, majestuosos ropajes confeccionados con telas viejas, lentejuelas y restos de metal procedentes de una fábrica de conservas y una armadura fabricada con los restos de las planchas de metal de los que se cortaban las tapas de las latas. Los muebles ya estaban acostumbrados a que los pusieran patas arriba y la gran sala ya había sido escenario de varias de sus inocentes representaciones.

      Como no podían intervenir hombres, Jo representaba encantada los papeles masculinos y se calzaba con inmensa satisfacción un par de botas de cuero rojo que le había regalado un amigo que conocía a una dama que conocía a un actor. Las botas eran, junto a un florete antiguo y un jubón acuchillado que una vez un artista usó para una foto, los tesoros de Jo y salían a escena en todas las ocasiones. El escaso número de integrantes de la compañía obligaba a las dos actrices principales a representar varios papeles, y era digno de admirar el esfuerzo que suponía aprender diálogos de tres o cuatro personajes distintos y el trajín de entrar y salir para cambiarse de ropa sin desatender la escena. Era un ejercicio excelente para su memoria y una diversión inofensiva, en la que invertían muchas horas que, de otro modo, hubiesen podido ser tediosas, solitarias o emplearse en una vida social menos provechosa.

      Aquella Nochebuena, una docena de jovencitas se apiñó primero sobre la cama, convertida en palco, y se sentaron después frente a unas cortinas de cretona azul y amarilla que hacían las veces de telón, entusiasmadas y expectantes. Tras las cortinas había mucho movimiento por los preparativos de última hora, del escenario salían cuchicheos, asomaba un resto de humo de una lámpara y se oía alguna que otra risita de Amy, que siempre se ponía histérica por la emoción del momento. Sonó una campanilla, el telón se abrió y la Tragedia operística dio comienzo.

      El «bosque tenebroso», según se describía en las acotaciones de la obra, estaba representado por unas pocas macetas con plantas, una tela verde en el suelo y una cueva improvisada al fondo. En el interior de la cueva, que tenía un tendedero plegable por techo y un par de burós por paredes, había un pequeño fuego encendido con una marmita negra sobre la que se inclinaba una vieja bruja, El escenario estaba a oscuras y el resplandor de la hoguera producía un efecto muy realista, reforzado por el hecho de que, al destapar la bruja la olla, saliese vapor de verdad. Esperaron unos segundos para que el público se calmase y, acto seguido, Hugo, el villano, apareció en el escenario con una brillante espada en un costado, un sombrero flexible, una barba oscura, una capa misteriosa y las citadas botas. Tras pasearse de arriba abajo, visiblemente inquieto, se golpeó la frente y entonó un desgarrado canto en el que proclamaba su odio hacia Rodrigo y su amor por Zara, y anunciaba su firme decisión de matar al primero para conseguir a la segunda. La voz ronca de Hugo, junto con algún que otro grito cuando la emoción se tornaba excesiva, resultaba conmovedora y el público aplaudió en cuanto hizo una pausa para tomar aliento. Hugo se inclinó como si estuviera acostumbrado al éxito y, después, avanzó con paso firme hacia la cueva y ordenó a Hagar que saliera con un imperativo: «¡Bruja, sal, te necesito!».

      Entonces hizo su aparición Meg, con unas greñas grises de crines de caballo sobre el rostro, un vestido negro y rojo, un bordón y una capa con símbolos cabalísticos. Hugo pidió una poción para conseguir que Zara le adorase y otra para destruir a Rodrigo. Hagar prometió prepararlas ambas, e invocó al espíritu encargado de los filtros amorosos cantando en tono dulce y dramático:

Acércate, acércate desde tu morada,
oh, etéreo espíritu, responde a mi llamada.
Nacido de rosas, con rocío alimentado,
tú, que sabes destilar pócimas y crear encantamientos,
hazme llegar sin demora
el aromático filtro que requiero.
Haz que sea dulce, rápido y poderoso.
Espíritu, ¡responde ahora a mi petición!

      Sonaron unos acordes dulces y del fondo de la cueva surgió una pequeña figura vestida de blanco, etérea, con alas brillantes, cabellos dorados y una corona de rosas ceñida a la cabeza. Agitó una varita y entonó el siguiente canto:

Aquí me tienes,
he venido de mi etéreo hogar,
en la lejana luna plateada,
para traerte este filtro mágico.
Úsalo bien
o perderá, enseguida, su poder.

      Dicho esto, dejó caer un frasco dorado a los pies de la bruja y se desvaneció. Con otro canto, Hagar hizo aparecer un segundo espíritu, nada hermoso esta vez, un diablillo feo y negro que surgió en medio de un estruendo, gruñó una respuesta incomprensible, arrojó un frasco oscuro a los pies de Hugo y se esfumó con una carcajada burlona. Cuando Hugo hubo cantado su agradecimiento, guardado las pociones en sus botas y abandonado el escenario, Hagar informó al público de que le había maldecido por haber matado a algunas de sus amigas en el pasado y que tenía previsto desbaratar sus planes para vengarse de él. El telón cayó y los asistentes descansaron y comieron dulces mientras comentaban los méritos de la obra.

      Antes de que el telón se alzara de nuevo, sonaron martillazos durante un buen rato, pero, cuando el público comprobó que habían preparado una obra de arte, a nadie se le ocurrió quejarse del tiempo de espera. ¡Era una verdadera maravilla! Una torre se elevaba hasta el techo y, a media altura, había una ventana con una lamparilla encendida y una cortina blanca, tras la que surgió Zara, que, ataviada con un precioso vestido azul y plateado, esperaba a Rodrigo. Éste se acercó, magnífico con un sombrero de plumas, una capa roja, unos mechones castaños, una guitarra y, por supuesto, las famosas botas. Se arrodilló al pie de la torre y cantó una serenata enternecedora. Zara respondió y, tras un diálogo musical, convino en huir con él. Entonces llegó uno de los mejores momentos de la obra. Rodrigo sacó una escala con cinco peldaños, se la lanzó a Zara y la invitó a bajar. La joven descendió tímidamente desde la ventana con celosía, apoyó su mano en el hombro de Rodrigo y se dispuso a dar un último salto grácil pero, desgraciadamente —«¡Pobre, pobre Zara!»—, no tuvo en cuenta el largo de su cola y ésta se enganchó en la ventana haciendo caer la torre, que se desplomó con estruendo y enterró en sus ruinas a los infelices amantes.

      Un grito general recorrió la sala, las botas rojas se agitaban como si saludasen desde los cascotes y una cabecita rubia


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