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La vida no admite representantes. Jorge BucayЧитать онлайн книгу.

La vida no admite representantes - Jorge Bucay


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ya que explicada en los términos más simples y breves mi neurosis es la suma de todo lo que hago en contra de mi esencia y mi naturaleza, con el único fin de conseguir ser querido y aceptado; aunque en el fondo de mí me persiga la angustia de saber que, tarde o temprano, se dejará ver el truco y se perderá lo que ilegítimamente he conquistado.

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      Freepik

      Los que trabajamos en salud mental asistimos, con no poca preocupación, al fenómeno habitual de renegar de la propia identidad, moneda corriente entre los jóvenes navegantes de las redes sociales. Otro nombre, otra edad, otra ocupación y hasta otra apariencia (conozco a quienes cuelgan fotos que no les pertenecen con el objetivo de interesar a otros), como dando por sentado que el propio aspecto o personalidad no serán suficientemente atractivos o deseables para el otro desconocido, y desde el inicio estará condenado a ser un eterno desconocido para no “decepcionarlo”.

      Me recuerda a la trama de la película La verdad sobre perros y gatos. En ella, Jeanne Garofalo interpreta a Abby, una exitosa veterinaria que tiene un programa de radio. En la historia, muy simple, un hombre que la escucha se enamora de su personalidad y le pide una cita. Abby, que se sabe bajita, feúcha y un poco excedida de peso, está encantada con su llamada, pero decide que a su enamorado no le gustaría su aspecto. Así, le pide a su amiga Noelle que es alta, rubia y esbelta (¡Uma Thurman!), que se haga pasar por ella. En la cita, el hombre se siente atraído por la bella Noelle, pero no siente más que tedio al platicar con ella, así que decide no pautar un nuevo encuentro y se despide de ella con mucha frialdad. Dos días después, cuando habla por teléfono para despedirse cortésmente de ella, vuelve a sentirse enamorado al escuchar la voz y las palabras de la auténtica Abby...

      El valor profundo de elegir la autenticidad y mostrar sin tapujos la propia singularidad nos rescatan como seres únicos (como de hecho somos) y nos transforman en personas dignas de conocer. Si la riqueza de la vida social consiste justamente en que cada uno tiene algo propio que aportar al mundo en el que le ha tocado nacer y crecer, no se comprende por qué tantas personas están dispuestas a renunciar a ella en pos de una aburridísima uniformidad “deseable” que garantice el vínculo, aunque éste no pueda ser más que chato, pobre y predecible.

      En la novela 1984, escrita por George Orwell a mediados del siglo xx, se presenta una sociedad futura en la que los ciudadanos son dominados por una dictadura totalitaria que interfiere en la vida privada de todos, vigilando y censurando cada palabra, cada movimiento y cada gesto “diferente” de sus habitantes, porque suponen que en lo nuevo anida la posibilidad de rebelarse al orden imperante. En la novela sólo los héroes son auténticos y son perseguidos por ello, ya que su autenticidad los hace “inmanejables”. Si bien no es necesario ser un héroe para poder ser auténtico en la sociedad actual, ésta tampoco aplaude demasiado la aparición de las singularidades; aunque por un lado declama en pos de las libertades personales, por otro, censura explícita e implícitamente a los que se salen del marco de “lo que se debe” y lo que “no se debe” pensar o ser, hacer o sentir.

      Algo de verdad anida en aquella persecución de la novela de Orwell. La manifestación de aquello que es único en cada ser no podrá salir a la luz con plenitud si antes no atraviesa una etapa de enfrentamiento con el pensamiento de la mayoría, con el statu quo, con lo que se espera de nosotros. El mundo en el que pretendo vivir y el que me gustaría legarle a mis hijos y a los de todos es el resultado del triunfo de lo personal, rico y auténtico que cada ser guarda en su interior. Un mundo lleno de cambios, de sorpresa, de creatividad e ingenio; un mundo que por no poner restricciones, no reconoce límites en su capacidad de crecer.

      Una persona auténtica acepta y ama sus ideas, admite sus defectos y aunque trabaja para no ser su víctima, se siente orgulloso de la combinación que ellos hacen con sus virtudes, que conoce y desarrolla, defiende sus creencias y acepta como parte de este proceso el cuerpo que le tocó, la edad que tiene, las limitaciones de sus educadores y su realidad presente.

      Desde pequeños hemos escuchado la advertencia de boca de quienes más nos querían: “Si actúas como se te antoja, corres el riesgo de que los demás no te den su cariño, su aprobación o su atención”.

      Mi madre, una especie de experta en frases de “folclor materno” (esas cosas que todas las madres dicen) y vocero del establishment cotidiano, me repetía de vez en cuando aquello que ella había escuchado con seguridad tantas veces de su propia madre:

      —Si vas por la vida comportándote así, nadie te va a querer.

      Yo, que siempre fui un rebelde... (y quizá por eso) un día me atreví a preguntarle:

      —¿Nadie me querrá?... ¿Ni tú?

      Ella hizo un silencio lleno de sorpresa y finalmente me dijo:

      —Yo sí. Yo te querré siempre... Pero eso no cuenta —me aclaró mientras me besaba ruidosamente en la frente—, porque yo soy tu mamá.

      Mi psicoterapeuta, cuando tenía yo 19 años, me ayudó a resignificar ese diálogo y darme cuenta de que posiblemente, ese día, aprendí de mi madre por lo menos tres cosas que de hecho me acompañaron siempre:

      Una, la más importante, que eso de que nadie me querría, si yo decidía no cambiar, no era del todo cierto.

      La segunda, que solamente siendo rebelde conseguiría algunas respuestas más profundas y sinceras.

      La tercera, más que trascendente, que mi madre me premiaba cada vez que yo cuestionaba una pauta establecida...

      Es cierto que no todos y no siempre, tenemos el espacio o la oportunidad de reinterpretar los mensajes de nuestros padres para poder transformarlos en mensajes nutritivos. No siempre y no todos los mandatos admiten una nueva lectura positiva.

      Algunos de estos comentarios, sumados al resto de la censura pura y dura de nuestro entorno en la infancia y encajados en los planes que ellos tenían para nosotros, nos han ido llevando a desarrollar una determinada forma de comportarnos; una manera de ser en el mundo que nos define. Una identidad que de grandes irremediablemente iremos descubriendo un día un poco y al siguiente otro tanto, que no se ajusta en sentido estricto a nuestra verdadera esencia.

      Me he contado este cuento cientos de veces, desde que lo escuché por primera vez hace casi veinte años:

      En un lejano pueblo, de algún lugar de Oriente, vivía el más importante e influyente sacerdote de aquellos tiempos, un hombre simple de una sabiduría nunca vista y una sensibilidad poco común.

      Cierto día, llegó al monasterio donde vivía una invitación para ir a cenar a la casa del más rico de los hombres del reino. El sacerdote, que casi nunca salía de sus habitaciones, decidió que no podía seguir siendo descortés con su anfitrión y aceptó.

      El día previsto para la cena, a pesar de la tormenta que se venía, decidió montar en su carruaje y conducir hasta la mansión del hombre rico.

      Unos quinientos metros antes de llegar a la casa, un trueno asustó a su caballo y un brusco relámpago hizo que se encabritara, arrojando el carruaje a la zanja y al sacerdote con él.

      El hombre se incorporó como pudo y se ocupó de calmar al animal, acariciándole el lomo y hablándole suavemente en la oreja. Luego levantó su carruaje y se miró. Estaba sucio desde la punta de los pies hasta el último de los cabellos. El fango, la mugre y las hojas sucias y hediondas estaban desparramadas por su ropa y sus manos.

      Como estaba mucho más cerca de su destino que del monasterio decidió ir allí y pedir algo de ropa para cambiarse.

       Cuando golpeó a la puerta de la mansión un pulcro mayordomo abrió, y al verlo con ese aspecto le gritó:

      —¿Que haces aquí, pordiosero. ¿Cómo te atreves a golpear en esta puerta?

      —Yo vengo... por la comida de hoydijo el sacerdote.

      —Vaya poca vergüenzadijo el mayordomo—.


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