Trinidad, tolerancia e inclusión. Varios autoresЧитать онлайн книгу.
Una religión exclusivista, sea la que sea, no puede más que inventar e idealizar un dios exclusivo, celoso, que manifiesta su odio y desprecio por lo que no se le asemeja, ya sean otros dioses u otros cultos; en una palabra, permitiendo todas las barbaries que han tenido lugar en Europa y en otros lugares en el siglo XX, pero sobre todo en Europa». A continuación, añade con una lógica que confieso que se me escapa: «Creer en único dios o en un único jefe es una forma de intolerancia, porque es negar al otro el derecho de creer en otros dioses u otros jefes» 10.
Ciertamente, el monoteísmo puede dar pie a un proselitismo impositivo y a un celo violento. Con el monoteísmo surge el mártir (que no acepta un culto cívico) y el perseguidor (cuando tiene fuerza para ello o cuenta con el respaldo de un poder político) 11. Pero el monoteísmo puede tener unas funciones sociales bien opuestas a las mencionadas y mucho más positivas: presentar un Dios más universal y trascendente que supera las imágenes y conceptos humanos y que no se identifica con ninguna causa histórica; un Dios que se afirma contra los ídolos, entre los que se cuentan las ideologías y realidades históricas absolutizadas. Jan Assmann, cuyos estudios sobre el monoteísmo son una referencia ineludible y que es muy consciente de los peligros de intolerancia que encierra, afirma que «el impulso original del monoteísmo [consiste en] liberar a los hombres de la omnipotencia del cosmos, del Estado, de la sociedad o de cualquier otro sistema con pretensiones totalizantes» 12. De hecho, el Dios de Israel, en el lugar clave de su etnomito, se revela no como quien impone una verdad, sino como quien promueve la liberación de un pueblo oprimido 13.
Pero, sobre todo, hay que destacar que, ante la pregunta de un escriba, Jesús afirma la inseparabilidad del amor al Dios único y del amor al prójimo. El primer mandamiento es: «Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas». Y continúa: «El segundo es [en Mt dice: “El segundo es semejante a este”, 22,39): “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No existe otro mandamiento mayor que estos» (Mc 12,29-31). El monoteísmo de Jesús es inseparable, conlleva un dinamismo de inclusión sin fronteras, porque exige ver en todo ser humano las necesidades y la dignidad que queremos que se nos reconozca a cada uno de nosotros.
En el exilio de Babilonia y a su regreso, Israel reforzó sus rasgos identitarios. Tras la crisis macabea esta preocupación se acentuó. Los libros de los Macabeos describen la lucha feroz de Antíoco Epífanes contra el monoteísmo judío y la reacción consecuente de un auge del celo militante y violento por Yahvé.
Jesús se diferenció claramente de la ideología de pureza y nacionalismo, muy poderosa en el período posmacabeo. Entre los discípulos y Jesús se da la tensión entre el Dios celoso y violento posmacabeo y el Dios del tiempo nuevo que se abre y replantea los signos identitarios del pueblo judío.
Pero antes de profundizar en este punto vamos a preguntarnos cómo reacciona Jesús ante quienes se muestran indiferentes, obstaculizan o incluso combaten el Reino de Dios que él anuncia. La tolerancia ha adquirido unas connotaciones propias en la modernidad –pienso en Locke y su Ensayo sobre la tolerancia– y sería anacrónico buscar la actitud ante estas cuestiones. Pero sí encontramos algunas indicaciones muy valiosas que nos orientan en nuestra tarea.
Debemos comenzar recordando la parábola de la cizaña (Mt 13,24-30). El señor ha sembrado buena semilla en su campo, pero de noche ha ido su enemigo y ha sembrado cizaña. Cuando los siervos se dan cuenta, le proponen al amo arrancar inmediatamente la cizaña, pero este se opone: «No vaya a ser que al recoger la cizaña arranquéis a la vez el trigo». Jesús se opone a un celo fanático que pretende adelantar en la historia un juicio que solo a Dios compete y que se realizará al final. Ahora hay que tener paciencia; podríamos decir, tolerancia. En este momento no está claro qué es trigo y qué es cizaña. Bien entendido que la cizaña es mala. La tolerancia no nace del escepticismo ante la verdad ni del cinismo ante la vida. Pero no es solo que el Reino de Dios no se impone a la fuerza, sino también que muchas veces no están claros sus caminos en la historia. Jesús sabe que su semilla caerá en pedregales, en tierra endurecida, entre abrojos. La misma semilla que cae en tierra buena y acogedora necesita tiempo para despuntar y crecer. Jesús pide paciencia a los viñadores que querían arrancar la planta que llevaba mucho tiempo sin dar fruto (Lc 13,6-9). La paciencia requiere saber esperar, resistir y confiar, y es la primera virtud sobre la que hay un tratado autónomo cristiano, concretamente el De patientia, de Tertuliano, del año 204 14. Jesús habló del amor al prójimo, de no juzgar, de que los caminos de Dios desbordan nuestros cálculos, de respetar y acoger a las personas, que son las actitudes sobre las que se basa la tolerancia.
Pero hay actitudes que son intolerables. «¡Ay de aquel por quien vienen los escándalos!». La del que escandaliza a uno de estos pequeños, «más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y le arrojen al mar» (Lc 17,1-2); la del que cierra su corazón al pobre que yace a su puerta (Lc 16,19-31); a Jesús le subleva la utilización de Dios y del Templo para encubrir la injusticia (Mc 12,38-40; 11,15-17; Mt 23,23-24).
Hay que reconocer que en los evangelios hay pasajes de una violencia verbal que nos desasosiega. ¿Cómo se compagina el Jesús que en Mt 23 apostrofa a sus adversarios como hipócritas, sepulcros blanqueados, serpientes y raza de víboras, con el Jesús del Sermón del monte, que habla del amor a los enemigos y que prohíbe llamar imbécil a quien te ofende (Mt 5,21-22)?
Jesús responsabiliza al ser humano, le hace ver que Dios le abre una perspectiva insospechada que él puede acoger o frustrar. Las referencias al juicio, que han sido muy acentuadas en los evangelios por la Iglesia posterior, no tienen en el Jesús histórico rasgos apocalípticos y están al servicio de suscitar la responsabilidad en el presente.
3. Las normas de pureza como barreras para defender la identidad étnica 15
La preservación de su adhesión a su Dios único (más tarde «el único Dios»), que le confiere conciencia de ser «pueblo elegido», implica la separación de Israel de los otros pueblos. Esto se expresa en la Ley de Santidad y en las normas de pureza que se encuentran en el Levítico. En la Ley de Santidad se dice:
Yo soy Yahvé, vuestro Dios, que os he separado de esos pueblos. Habéis de distinguir entre animales puros e impuros, y entre aves impuras y puras; para que no os contaminéis, ni con animal, ni con ave, ni con reptil que se arrastra por el suelo, de los que os he apartado yo como cosas impuras. Sed santos para mí, porque yo, Yahvé, soy santo, y os he separado de los demás pueblos para que seáis míos (Lv 20,24-26).
La Ley de Santidad recoge sobre todo normas referentes al templo de Jerusalén. Hay un mapa de las separaciones sucesivas de lo profano para acceder a los espacios más santos, más cerca de la divinidad 16. El atrio de los gentiles estaba abierto a todo el mundo. Un patio más interno estaba reservado a los judíos, y unos letreros advertían a los gentiles que, si penetraban, incurrían en pena de muerte 17. A otro patio posterior podían acceder los varones, pero no las mujeres. Más adentro estaba «el santo», donde se encontraba el altar de los sacrificios, un lugar solo accesible a los sacerdotes. Por fin, «el santo de los santos», lugar de la santidad de Dios y que en el Segundo Templo estaba vacío, porque los babilonios se habían llevado el arca de la alianza, y al cual solo podía acceder una vez al año, el Día de la Expiación, el sumo sacerdote tras unos laboriosos ritos de purificación. Hay un mapa de los espacios que es también un mapa de las separaciones de las personas según los grados de pureza (gentiles, judíos, mujeres menstruantes o que han dado a luz recientemente, otras mujeres, laicos, levitas, sacerdotes, sumo sacerdote).
Esta santidad que se expresaba de forma especial en el Templo se prolongaba a la vida cotidiana para salvaguardar la separación del pueblo a través de las normas de pureza, que se encuentran en Lv 16 y capítulos siguientes, pero que habían desarrollado una casuística muy amplia y discutida para responder a las circunstancias variables que presentaba la vida. Las normas de pureza pretenden asegurar la identidad étnica del pueblo de Israel; eran las barreras que le separaban de otros pueblos. Se reforzaron enormemente cuando el pueblo regresó del exilio. En contacto con gentes muy diversas se impuso la