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Los papeles de Aspern. Henry JamesЧитать онлайн книгу.

Los papeles de Aspern - Henry James


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a ello. Encontramos un banco menos aislado, menos confidencial, como quien dice, que el del cenador, y todavía estábamos sentados allí cuando oí dar la medianoche en esas claras campanas de Venecia que vibran con una solemnidad única sobre la laguna y se demoran en el aire mucho más que los sones de otros lugares. Estuvimos juntos más de una hora y nuestra entrevista, a mi parecer, dio un gran avance a mi pretensión. La señorita Tita aceptó la situación sin protesta; llevaba tres meses evitándome pero ahora me trataba casi como si esos tres meses me hubieran hecho un viejo amigo. Si yo hubiera deseado, podría haber inferido de eso que, aunque me había evitado, lo había hecho con mucha consideración. Ella no prestó atención a la fuga del tiempo; no se preocupó porque yo la tuviera tanto tiempo lejos de su tía. Habló libremente, respondiendo a preguntas y no aprovechando siquiera ciertas pausas más bien largas, que inevitablemente surgían, para decir que más valía que entrara. Era casi como si estuviera esperando algo, algo que yo podría decirle, y pretendía darme mi oportunidad. Me impresionó eso más por decirme que su tía llevaba algunos días menos bien, y de un modo bastante nuevo. Estaba más débil; algunos momentos parecía no tener ninguna fuerza; pero más que nunca, deseaba que la dejaran tranquila. Por eso le había dicho que saliera; ni siquiera que se quedara en su propio cuarto, que estaba al lado, decía que su sobrina la irritaba, la ponía nerviosa. Se quedaba sentada inmóvil durante horas, como si durmiera; siempre lo había hecho así, meditando y dormitando; pero, en esos casos, antes daba de vez en cuando alguna pequeña señal de vida, deseando que su compañera se acercara con su labor. La señorita Tita me confió que ahora su tía estaba tan inmóvil que a veces temía que estuviera muerta; además, apenas comía; no se sabía de qué vivía. Lo importante era que casi todos los días seguía levantándose: el trabajo serio era vestirla, sacarla de su alcoba haciendo rodar su butaca. Se aferraba todo lo posible a sus viejos hábitos y siempre se empeñaba en sentarse en el salón, a pesar de lo poco que habían recibido desde hacía años.

      Apenas sabía yo qué pensar de todo eso; de la repentina conversión de la señorita Tita a la sociabilidad y de la extraña circunstancia de que cuanto más parecía la anciana declinar hacia su fin, menos deseara ser cuidada. La historia no estaba de acuerdo en sus partes, y aun me pregunté si no sería una trampa que me tendían, el resultado de un designio para hacerme quedar al descubierto. No podría decir por qué mis compañeras (como sólo se las podía llamar por cortesía) tendrían tal propósito; por qué iban a echar la zancadilla a un huésped tan lucrativo. En todo caso, seguí en guardia, de modo que la señorita Tita no volviera a tener ocasión de preguntarme si tenía algún arrière-pensée. Pobre mujer, antes de separarnos esa noche, mi ánimo quedó tranquilo en cuanto a su capacidad para atender a alguien.

      Me contó de sus asuntos más de lo que yo había esperado; no hubo necesidad de hurgar, pues evidentemente la hacía volcarse la simple sensación de que yo escuchaba, de que me importaba. Dejó de preguntarse por qué me importaba, y, por fin, habló de la brillante vida que habían llevado hacía años: casi se entregó a charlar. Era la señorita Tita quien la juzgaba brillante: decía que, recién llegadas a vivir en Venecia, hacía años y años (vi que su mente era esencialmente vaga en cuanto a fechas y al orden en que habían ocurrido las cosas), apenas había semana en que no tuvieran algún visitante, o no hicieran algún passeggio delicioso por la ciudad. Habían visto todas las curiosidades: incluso habían ido al Lido en barca (lo decía como si yo pudiera creer que había modo de ir a pie), habían hecho allí una comida, llevada en tres cestas y extendida en la hierba. Le pregunté a qué gente habían conocido y dijo: «¡Ah, muy simpáticos!», el Cavaliere Combicci y la Contessa Altemura con quien habían tenido una gran amistad. También ingleses, los Churton, los Goldie y la señora Stock-Stock, a quien habían querido mucho; ella había muerto, la pobre. Así ocurría con la mayoría de su grato círculo (ésa fue la expresión de la señorita Tita), aunque quedaban unos pocos, lo que era sorprendente considerando cómo los habían descuidado. Mencionó los nombres de dos o tres ancianas venecianas; de cierto médico, muy listo, que era tan amable; en realidad había dejado de ejercer; del avvocato Pochintesta, que escribía bonitos poemas y le había dirigido uno a su tía. Esa gente venía a verlas sin falta todos los años, generalmente en el capo d’anno, y desde hacía mucho, su tía les solía hacer algún regalito, su tía y ella juntas; cositas que hacía ella misma, la señorita Tita, como pantallas de papel o salvamanteles para las botellas de vino de la comida o esas cosas de lana que se llevan en el invierno en las muñecas. En los últimos años, no había habido muchos regalos; ella no podía pensar qué hacer y su tía había perdido todo interés y nunca sugería. Pero la gente venía de todos modos; cuando los venecianos le quieren a uno, es para siempre.

      Había algo conmovedor en la buena fe de ese esbozo de antiguas glorias sociales: el picnic en el Lido seguía vivo a través de las épocas y la pobre señorita Tita evidentemente tenía la impresión de haber pasado una juventud brillante. De hecho, había tenido un atisbo del mundo veneciano, en sus idas y venidas, escasas y profesionales, de cotilleo, de atención a la casa; pues observé por primera vez que había adquirido por contacto algo de la gracia del habla del lugar, familiar, suave de sonido, casi infantil. Juzgué que había absorbido ese dialecto invertebrado por el modo natural como surgían en sus labios los nombres de cosas y personas —sobre todo puramente locales—. Si sabía poco de lo que esos nombres representaban, menos aún sabía de cualquier otra cosa. Su tía se había encerrado en sí misma —su falta de interés en los salvamanteles y las pantallas era señal de eso— ella no había sido capaz de mezclarse en la sociedad ni de prestarle atención ella sola; así que la materia de sus reminiscencias daba la impresión de un mundo viejo por completo. Si ella no hubiera sido tan decente sus referencias habrían parecido llevarle a uno atrás, a la extraña Venecia rococó de Casanova. Me encontré cayendo en el error de considerarla también como una coetánea de Jeffrey Aspern; eso era porque tenía tan poco en común con lo mío. Era posible, me dije, que ni siquiera hubiera oído hablar de él; podría ser muy bien que Juliana no hubiera querido levantar ni siquiera para ella el velo que cubría el templo de su juventud. En ese caso quizá no sabría de la existencia de los papeles, y me agradó esa suposición —me hacía sentirme más seguro con ella—, hasta que recordé que habíamos creído que la carta de negativa recibida por Cumnor era de letra de la sobrina. Si le había sido dictada, desde luego, ella tenía que saber de qué trataba; pero, al fin y al cabo, su efecto era repudiar la idea de ninguna relación con el poeta. De todos modos, me pareció probable que la señorita Tita no hubiera leído una palabra de su poesía. Además si, con su compañera, siempre había escapado a todo entrevistador, había poca ocasión de que se le hubiera metido en la cabeza que había gente que persiguiera las cartas. La gente no las perseguía, en cuanto que no habían oído hablar de ellas; y la infructuosa tentativa de Cumnor habría sido una casualidad solitaria.

      Cuando dio la medianoche, la señorita Tita se levantó pero se detuvo a la puerta de la casa sólo después de haber dado dos o tres vueltas conmigo por el jardín.

      —¿Cuándo la volveré a ver? —pregunté, antes que entrara; a lo que replicó con prontitud que le gustaría salir la noche siguiente. Sin embargo, añadió que no saldría: estaba muy lejos de hacer todo lo que le gustaba.

      —Podría hacer usted unas pocas cosas que a mí me gustan —dije, con un suspiro.

      —¡Ah, usted... no le creo a usted! —murmuró, ante eso, mirándome con su simple solemnidad.

      —¿Por qué no me cree?

      —Porque no le entiendo.

      —Este es precisamente el tipo de ocasión en que hay que tener fe.

      No podía decir más, aunque me habría gustado, porque vi que no hacía más que confundirla: pues no deseaba tener en mi conciencia el que pareciera haberle hecho el amor. Nada menos que eso podría haber parecido que hacía, si hubiera seguido pidiendo a una dama que «creyera en mí» en un jardín italiano en una medianoche de verano. Había algún motivo para mis escrúpulos, pues la señorita Tita se demoraba y se demoraba; me di cuenta de que ella comprendía que no debía volver a bajar, realmente, y por tanto debía prolongar el presente. Insistió también en que la conversación entre nosotros debía quedar reservada entre nosotros; y, en conjunto, su conducta


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