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Los papeles de Aspern. Henry JamesЧитать онлайн книгу.

Los papeles de Aspern - Henry James


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del señor Aspern, y si lo tuvieran, jamás pensarían en enseñárselo a nadie por ningún motivo. No sabía de qué hablaba y le rogaba que la dejara en paz.» Ciertamente, no quiero que me reciban así.

      —Bueno —dijo la señora Prest, al cabo de un momento, con aire provocador—, quizá, después de todo, no tengan nada de sus cosas. Si lo niegan tan de plano, ¿cómo está usted seguro?

      —John Cumnor está seguro, y me llevaría mucho tiempo explicarle cómo se ha formado esa convicción, o su intensa presunción —lo bastante intensa como para resistir a la mentira de la anciana, nada natural—. Además, se basa mucho en la prueba interna de la carta de su sobrina.

      —¿La prueba interna?

      —Que le llame a él «el señor Aspern».

      —No veo qué demuestra eso.

      —Demuestra familiaridad, y la familiaridad implica la posesión de recordatorios, de reliquias. No puedo decirle cómo me conmueve ese «señor», cómo forma un puente sobre el abismo del tiempo y me trae cerca a nuestro héroe, ni cómo aguza mi deseo de ver a Juliana. Usted no dice «el señor Shakespeare».

      —¿Y lo diría yo aunque tuviera una caja llena de cartas suyas?

      —¡Sí, si hubiera sido su amante y alguien las quisiera!

      Y añadí que John Cumnor estaba tan convencido, y tan convencido sobre todo por el tono de la señorita Bordereau, que habría venido él mismo a Venecia para ese asunto, si no fuera porque él tenía el obstáculo de que le sería difícil ocultar que era la misma persona que les había escrito, lo que las ancianas sospecharían a pesar del disimulo y de un cambio de nombre. Si ellas le preguntaran a bocajarro si no era quien les había escrito, le resultaría muy difícil mentir; mientras que yo, afortunadamente, no estaba ligado de ese modo. Yo era una mano nueva y podía decir que no sin mentir.

      —Pero tendrá que cambiarse el nombre —dijo la señora Prest—. Juliana vive todo lo fuera del mundo que cabe, pero sin embargo probablemente ha oído hablar de los que preparan la edición del señor Aspern; quizá posean lo que ustedes han publicado.

      —Ya he pensado en eso —repliqué, y saqué de mi cartera una tarjeta de visita, claramente grabada con un nombre que no era el mío.

      —Es usted muy derrochón; podría haberla escrito —dijo mi acompañante.

      —Así parece más auténtica.

      —¡Cierto, si está usted preparado para llegar tan lejos! Pero será difícil por sus cartas; no le llegarán bajo esa máscara.

      —Mi banquero las recibirá y yo iré todos los días a buscarlas. Me ofrecerá un paseíto.

      —¿Va usted a depender sólo de eso? —preguntó la señora Prest—. ¿No vendrá usted a verme?

      —Oh, usted se habrá marchado de Venecia, para los meses de calor, mucho antes de que haya ningún resultado. Yo estoy dispuesto a asarme todo el verano, ¡así como después, quizá dirá usted! Mientras tanto, John Cumnor me bombardeará con cartas dirigidas, a mi nombre fingido, al cuidado de mi padrona.

      —Reconocerá su letra —sugirió mi acompañante.

      —En el sobre puede disimularla.

      —Bueno, ¡son ustedes una pareja estupenda! ¿No se le ocurre que aunque pueda decir que no es usted el señor Cumnor en persona, quizá le sospechen ser su emisario?

      —Claro, y sólo veo una manera de esquivar eso.

      —¿Y cuál puede ser?

      Vacilé un momento:

      —Hacer el amor a la sobrina.

      —Ah —exclamó la señora Prest—, ¡espere a verla!

       II

       Índice

       «¡Debo trabajar en el jardín; debo trabajar en el jardín!», me dije a mí mismo, cinco minutos después, esperando, en el piso de arriba, en la larga sala oscura, donde el desnudo suelo de scagliola refulgía vagamente con una rendija de las persianas cerradas. El sitio era impresionante, pero parecía frío y cauto. La señora Prest se había marchado navegando, dándome cita para media hora después en unos escalones de la orilla por allí cerca; y yo había sido admitido en la casa; tras de tirar del oxidado cable de la campanilla, por una criadita pelirroja y de cara blanca, muy joven y nada fea, que llevaba unos chasqueantes chanclos y un chal puesto como una capucha. No se había contentado con abrir la puerta desde arriba con el acostumbrado arreglo de una polea rechinante, aunque primero se había asomado a mirarme desde una ventana de arriba, lanzando el inevitable desafío que en Italia precede siempre al acto de la hospitalidad. En general, me irritaba esa supervivencia de maneras medievales, aunque, por gustarme lo viejo, supongo que me debía haber gustado; pero estaba tan decidido a ser simpático, que saqué del bolsillo mi tarjeta falsa y se la alargué, sonriendo como si fuera una prenda mágica. Tuvo un efecto como si lo fuera, efectivamente, pues la hizo bajar hasta abajo, como digo. Le rogué que se la entregara a su señora, habiendo escrito primero en ella, en italiano, las palabras «¿Podría tener la bondad de ver un momento a un caballero americano?» La doncellita no me fue hostil, y yo reflexioné que incluso eso quizá ya era algo ganado. Se ruborizó, sonrió, y puso una cara a la vez asustada y complacida. Vi que mi llegada era un asunto importante, que las visitas eran raras en esa casa, y que ella era una persona a quien le habría gustado un sitio sociable. Cuando empujó la pesada puerta detrás de mí, me di cuenta de que tenía un pie en la ciudadela. Ella chancleteó por el húmedo y pétreo vestíbulo y la seguí por la alta escalera —aún más pétrea, al parecer— sin que me invitara. Creo que ella había pretendido que yo la esperara abajo, pero ésa no era mi idea, y me situé en la sala. Ella se desvaneció, por el otro lado de ella, en regiones impenetrables, y yo miré el sitio con el corazón latiendo como recordaba que me había latido en el gabinete del dentista. Todo estaba sombrío y solemne, pero debía su carácter casi enteramente a su noble forma y a la bella arquitectura de las puertas —tan altas como puertas de casas— que, dando a los diversos cuartos, se repetían a intervalos a cada lado. Estaban coronadas con viejos y descoloridos escudos pintados, y acá y allá, en los espacios entre ellas, colgaban cuadros pardos, en marcos maltratados, que me di cuenta de que eran malos. Con la excepción de varias butacas de asiento de paja arrimadas a la pared, la gran perspectiva oscura no contenía nada que contribuyera a dar un efecto. Era evidente que no se usaba nunca sino como un paso, y aun eso poco. Puedo añadir que para cuando se volvió a abrir la puerta por la que había escapado la criada, mis ojos se habían acostumbrado a la falta de luz.

      No había querido decir yo con mi exclamación personal que debiera cultivar yo mismo el terreno del enmarañado recinto que se extendía bajo las ventanas, pero la señora que avanzó hacia mí desde lejos, por el duro y reluciente pavimento, pudo suponer eso por el modo como, avanzando rápidamente a su encuentro, exclamé, cuidando de hablar en italiano:

      —¡El jardín, el jardín, hágame el favor de decirme si es suyo!

      Ella se detuvo bruscamente, mirándome con asombro, y luego contestó en inglés, en tono frío y triste:

      —Aquí nada es mío.

      —¡Ah, usted es inglesa, qué delicioso! —observé con aire ingenuo—. Pero sin duda que el jardín pertenece a la casa.

      —Sí, pero la casa no me pertenece a mí.

      Era una persona larga, flaca y pálida, vestida, a modo de hábito, con una bata de color vago, y hablaba con una especie de bondadosa exactitud literal. No me invitó a sentarme, como tampoco había invitado a la señora Prest (si es que ella era la sobrina), y nos quedamos erguidos cara a cara en la pomposa sala vacía.

      —Bueno, entonces, ¿tendría la bondad de decirme a quién debo dirigirme? Me temo que me considerará odiosamente intruso,


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