Los papeles de Aspern. Henry JamesЧитать онлайн книгу.
pero ahora que prácticamente había tomado posesión, dejé de consentir que eso me inquietara. Le dije a mi acompañante unas pocas de las cosas que iba a traer, pero ella contestó, con bastante más precipitación que de costumbre, que podía hacer exactamente lo que quisiera; parecía desear notificarme que las señoritas Bordereau no se tomarían interés visible en mis actividades. Adiviné que su tía la había instruido para que adoptara ese tono, y ahora puedo decir que luego llegué a distinguir perfectamente (según creía) entre los discursos que ella hacía por su propia responsabilidad y los que le imponía la anciana. Ella no se fijó en la situación de los cuartos sin barrer ni se entregó a explicaciones ni excusas. Me dije que era señal de que Juliana y su sobrina (¡idea decepcionante!) eran personas poco limpias, según una baja norma a la italiana; pero luego reconocí que un residente que había forzado su entrada no tenía locus standi como crítico. Nos asomamos a muchas ventanas, pues no había en los cuartos nada que mirar, y sin embargo yo quería demorarme. Le pregunté qué podían ser varias cosas en la perspectiva, pero en ningún caso pareció saberlo. Evidentemente no le resultaba familiar la vista —era como si hiciera años que no miraba y al fin vi que estaba demasiado preocupada con otra cosa para fingir que le importaba. De repente dijo, sin que la observación le fuera sugerida:
—No sé si para usted eso significa ninguna diferencia, pero el dinero es para mí.
—¿El dinero?
—El dinero que va a traer.
—Bueno, me hará desear quedarme aquí dos o tres años.
Hablé con la mayor benevolencia posible, aunque había empezado a ponerme nervioso que con esas mujeres tan asociadas a Aspern volviéramos constantemente a la cuestión monetaria.
—Sería muy bueno para mí —contestó, sonriendo.
—¡Me hace mucho honor!
Pareció no ser capaz de entenderlo, pero siguió:
—Ella quiere que yo tenga más. Cree que se va a morir.
—¡Ah, no pronto, espero! —exclamé, con sentimientos sinceros. Había considerado perfectamente la posibilidad de que destruyera sus papeles el día que sintiera que se acercaba realmente su fin. Creía que se aferraría a ellos hasta entonces y pienso que imaginé que leía las cartas de Aspern todas las noches, o por lo menos las apretaba contra sus labios marchitos. Habría dado mucho por tener un atisbo de este espectáculo. Pregunté a la señorita Tita si la anciana estaba muy enferma y contestó que estaba sólo muy cansada —que había vivido tanto, tanto tiempo—. Eso era lo que decía ella misma; que quería morir para cambiar. Además, todas sus amistades habían muerto hace mucho; o ellos deberían haberse quedado o ella debería haberse ido. Esa era otra cosa que su tía decía muchas veces: que no estaba nada contenta.
—Pero la gente no se muere cuando quiere, ¿verdad? —preguntó la señorita Tita. Me tomé la libertad de preguntarle por qué, si de hecho había bastante dinero para mantener a las dos, no iba a haber más que suficiente en caso de que ella se quedara sola. Ella consideró un momento ese difícil problema y luego dijo:
—Ah, bueno, ya sabe, ella se cuida de mí. Cree que cuando yo esté sola haré mucho el tonto y no sabré arreglármelas.
—Más bien habría supuesto que usted cuida de ella. Me temo que es muy orgullosa.
—¿Cómo, lo ha descubierto eso ya? —exclamó la señorita Tita, con el fulgor de una iluminación en la cara.
—Estuve encerrado con ella ahí durante un tiempo considerable, y me impresionó, me interesó extremadamente. No tardé mucho en hacer ese descubrimiento. No tendrá mucho que decirme mientras esté aquí.
—No, creo que no —reconoció mi acompañante.
—¿Supone que tiene alguna sospecha sobre mí?
Los sinceros ojos de la señorita Tita no me dieron señal de que hubiera dado en el blanco.
—No creo... dejándole entrar tan fácilmente, después de todo.
—¡Ah, tan fácilmente! Ha cubierto el riesgo, Pero, ¿hay algo en que uno pudiera aprovecharse de ella?
—No debería decírselo aunque lo supiera, ¿verdad? —Y la señorita Tita añadió, antes que yo tuviera tiempo de contestar a eso, sonriendo lúgubremente—: ¿Cree usted que tenemos puntos débiles?
—Eso es exactamente lo que pregunto. Usted no tiene más que mencionármelos para que yo los respete religiosamente.
Ante esto, me miró con ese aire de curiosidad tímida pero franca y aun satisfecha con que se me había enfrentado desde el principio, y luego dijo:
—No hay nada que contar. Estamos terriblemente calladas. No sé cómo pasan los días. No tenemos vida.
—Ojalá pudiera creer que yo les traía un poco.
—Ah, sabemos lo que queremos —siguió ella—. Está muy bien.
Había varias cosas que deseaba preguntarle: cómo se las arreglaban para vivir; si tenían amigos o visitas, parientes en América o en otros países. Pero juzgué que tal averiguación sería prematura; debía dejarla para una ocasión posterior.
—Bueno, no sea orgullosa usted —me contenté con decir—: no se esconda de mí del todo.
—Ah, tengo que estar con mi tía —replicó, sin mirarme.
En ese mismo momento, de repente, sin ninguna ceremonia de despedida, me abandonó y desapareció, dejándome que bajara solo las escaleras. Me quedé un rato más, errando por el claro desierto (el sol entraba en inundación) de la vieja casa y considerando la situación sobre el terreno. Ni siquiera la pequeña serva chancleteante vino a buscarme, y reflexioné que, después de todo, ese trato mostraba confianza.
IV
Quizá lo mostraba, pero de todos modos, seis semanas después, hacia mediados de junio, el momento en que la señora Prest emprendía su emigración anual, yo no había hecho ningún adelanto considerable. Me vi obligado a confesarle que no tenía resultados de que hablar. Mi primer paso había sido inesperadamente rápido, pero no había apariencias de que lo siguiera otro. Estaba a mil millas de tomar el té con mis patronas, ese privilegio que, como recordé a la señora Prest, nos habíamos imaginado ya. Ella me reprochó por tener poco atrevimiento y respondí que incluso para ser atrevido hay que tener una oportunidad: se puede uno abrir paso a empujones por una brecha, pero no se puede derribar un muro ciego. Respondió que la brecha que ya había hecho era lo suficientemente grande como para dejar entrar un ejército, y me acusó de desperdiciar horas preciosas quejándome en su salón, cuando debería estar llevando adelante la batalla sobre el terreno. Es verdad que yo iba a verla muy a menudo, con la teoría de que eso me consolaría (expresaba francamente mi desánimo) por mi falta de éxito en mis habitaciones. Pero empecé a darme cuenta de que no me consolaba que me reprocharan continuamente mis escrúpulos, especialmente cuando en realidad estaba tan vigilante; más bien me alegré cuando mi burlona amiga cerró la casa para el verano. Ella había esperado obtener diversión con el drama de mi trato con las señoritas Bordereau, y la decepcionaba que ese trato, y por tanto el drama, no se hubiera puesto en marcha.
—Le llevarán a su ruina —dijo, antes de marcharse de Venecia—. Se quedarán con todo su dinero sin enseñarle ni un jirón de papel.
Creo que me dediqué con más concentración a mi asunto cuando ella se marchó.
Era un hecho que hasta entonces, salvo en una sola y breve ocasión, no había tenido ni un contacto de un momento con mis extrañas patronas. La excepción tuvo lugar cuando les llevé, según mi promesa, los terribles tres mil francos. Entonces encontré a la señorita Tita esperándome en el vestíbulo, y recibió el dinero de mi mano para que no viera yo a su tía. La anciana había