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Contraluz. Alver MetalliЧитать онлайн книгу.

Contraluz - Alver Metalli


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el muchacho, capturadas por la cámara fotográfica en un punto indeterminado del espacio, en un instante del tiempo. Un tiempo que ya pasó, cierto. Cuarenta años se diría, por la ropa que visten y los colores. Tal vez un poco más. Pero cuánto futuro contiene esa única imagen. Un futuro desconocido.

      Ese día.

      Misterioso.

      Ese día.

      Cargado de promesas tal vez.

      Un impulso hacia el hoy. Que aparentemente ha terminado en un suburbio de la periferia de Buenos Aires, infectado, como todo el mundo, por una peste que mata y todavía no tiene cura.

      El pan de cada día

      Todos los días, desde que empezó la cuarentena, se reparte comida en la villa. En los puntos de entrega, las filas se alargan como los días de aislamiento. Trescientas raciones, quinientas, ochocientas, mil quinientas, más de tres mil en el tercer mes de confinamiento. Sin duda aumentarán con el paso del tiempo y muy probablemente las filas seguirán formándose en los mismos lugares cuando empiece a ceder la pandemia.

      Los circuitos del cartón están cerrados y los cartoneros no pueden salir para juntarlo y venderlo como siempre han hecho. Los recicladores ya no pululan con sus carritos donde las montañas de basura son más prometedoras, como hacían al amanecer hace mucho tiempo. Y los del cobre se han quedado sin la fuente de abastecimiento. También los que vivían de pequeños trabajos, como cortar el pasto en el jardín de alguna casa, barnizar un portón o pintar una fachada, esperan sin hacer nada.

      Los jornaleros de las empresas de mudanzas y los que vaciaban sótanos no reciben llamados. Los vendedores ambulantes que recorrían las calles de la villa dejaron estacionados los remolques de chapas coloridas, los taxistas del barrio con sus autos de alquiler destartalados esperan un cliente que no viene, las mujeres que freían papas y amasaban tortillas de maíz en las esquinas apagaron sus hornallas. “El rey del chori” ya no cocina chorizos en la Plaza de los Trabajadores y la vendedora de billetes de lotería camina incansablemente entre las barracas de latas y maderas ofreciendo la suerte a los que no pueden comprarla. Los albañiles, muchos de ellos paraguayos, pasan sus días con las manos cruzadas: las poleas no giran y las hormigoneras están quietas.

      La economía informal, como se la suele llamar, está paralizada; el microcircuito de compraventa que mantenía con vida a la población de la villa se ha cortado.

      Comer se ha convertido en una angustia cotidiana.

      Tercera guerra mundial

      Llamo a mi padre por teléfono a Italia para saber cómo está. Tiene noventa y siete años y ha pasado toda su vida en Riccione. Vendedor primero, representante de comercio después, hoy jubilado. Se acerca el momento del gran viaje sin escalas y esto del coronavirus no le da miedo. Le digo que aquí donde vivo, una villa en la periferia de Buenos Aires, hoy empezó la cuarentena. Está preocupado por mí, imagina que estoy trabajando mucho, ayudando a la gente, y por lo tanto corriendo más riesgos que los demás. Me llama “hijo”, “hijo mío”. Nunca lo había hecho. Después, con la respiración entrecortada, empieza a recordar la Segunda Guerra Mundial, cuando era apenas un muchachito. “Nos escondíamos de los alemanes, hijo mío, para que no nos atraparan y nos llevaran a trabajar a Alemania; pero ahora, de esto no podemos escondernos”. Esto es la covid-19, una palabra técnica demasiado difícil para su edad –la peste, como la llaman los argentinos de la villa– pero recuerda con facilidad que la línea del frente de guerra pasaba muy cerca de su casa, en la zona de Rímini; los aliados libertadores, apoyados por los partisanos, avanzaban empujando desde el sur y los ocupantes alemanes retrocedían hacia el norte cargando en los camiones brazos jóvenes para trabajar en Alemania. Una especie de compensación por la destrucción que estaba sufriendo su propio país.

      Él se escondió y pudo escapar.

      Eso de asociar el coronavirus con la guerra es su manera de encontrar un punto de comparación, de calcular las dimensiones de este asesino invisible que golpea donde quiere, de esta arpía con la hoz en la mano que acecha del otro lado de la puerta y vigila a sus presas, lista para atrapar a los que ya vivieron mucho.

      Vendedora de la suerte

      La vendedora de billetes de lotería tiene el cabello gris y le faltan dientes. No siente miedo de la peste que merodea buscando víctimas para devorar. Recorre las calles de la villa como el viento de invierno que sisea entre las construcciones de ladrillo y chapa. Ella también silba cuando pasa, para que la gente sepa que la suerte se acerca y cambiará la vida del que no la deje escapar.

      Tiene los pasos cansados pero seguros, al silbido le falta aliento, pero todavía se lo escucha a dos manzanas de distancia. Es evidente que toda su vida ha vendido la suerte, que probablemente no ha hecho otra cosa desde que vino al mundo.

      Sabe dónde pescar a sus clientes, incluso ahora que la cuarentena los ha encerrado en sus casas. Pero no lo suficiente para que resulten inalcanzables. Ella sabe cómo hacer, es una mujer de mucha experiencia y muchos recursos. La vendedora de billetes de lotería los espera cuando salen a comprar. Se instala cerca de algún almacén, deambula por el estacionamiento de algún supermercado. ¡Todos tienen que comer!, piensa. Espera en la esquina de una farmacia. ¡Todos tienen algún achaque!, calcula con inteligencia. Recorre la fila de los que esperan su turno hacia adelante y hacia atrás como una filarmónica, desgranando la misma letanía de siempre, como vendedora experimentada que sabe colocar su mercancía.

      “Hoy es un buen día” susurra con gesto cómplice, “el 17 no sale desde hace tres semanas y caerá en la red”.

      Mira a sus clientes directo a los ojos. No hay timidez en su mirada. Sabe lo que necesitan más que ellos mismos. No solo de pan vive el hombre. No solo medicinas necesita el cuerpo. Ella les ofrece la suerte agitando delante de sus ojos un tesoro de números de colores brillantes. La lotería, parece que dijera, no engaña, si saben atraparla cuando pasa. Le toca al que tiene que tocarle, como la peste que va de aquí para allá y nadie sabe dónde se queda.

      Hace tres días llamó a la puerta de Aníbal el zapatero. Todavía estaba vivito y coleando la última vez que lo vio, una semana antes. Habló con él de una cosa y otra, como hace una buena vendedora de billetes de lotería, pero su sangre mitad española y mitad argentina no lo salvó. La peste llegó al taller del zapatero después que ella, y junto con la suerte, le arrancó la vida.

      La vendedora de billetes de lotería nunca se desalienta. Ella vende y compra la suerte a su manera. Como si este fuera un tiempo como cualquier otro, cuando tentar la fortuna sigue siendo lo más sensato que uno puede hacer.

      Juegos de magia

      El sol se pone en la villa. La oscuridad avanza lentamente, tan lentamente que hay que entrecerrar los ojos dos o tres veces para ver cómo se aproxima. Las montañas de basura desaparecen como por arte de magia, ocultas por un piadoso juego de sombras. Los depósitos de cartón parecen colinas encantadas, las barracas de madera y lata semejan un pesebre navideño.

      Es la hora en que más trabaja la peste funesta y los más chiquitos vuelven a su casa para esquivarla, obedeciendo la llamada de los mayores. Cientos de piecitos marcan la tierra de los callejones, el polvo se adhiere a sus plantas descalzas mientras corren veloces como renacuajos en un estanque. La peste, entre tanto, se agazapa entre las sombras que avanzan empuñando la guadaña. Todavía no ha tomado una decisión, pero lo hará pronto.

      Listos para morir

      Heriberto y María Dolores están sentados en el escalón delante de su casa. Los codos se rozan, los brazos cuelgan al costado del cuerpo como vainas de algarrobo. Ellos ya vivieron su vida y ahora tienen tiempo para perder. Para ellos la cuarentena empezó mucho antes de que la peste la impusiera. Los hijos se fueron muchos


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