La leyenda del poema. Eduardo MilánЧитать онлайн книгу.
se encuentra igualmente solitario pero acompañado del aire que produce, de donde sale el canto, es decir, la poesía. En el verso 8 hay otro apóstrofe —sabías— dando fe del conocimiento que él mismo tiene del origen y la situación del canto.
En el resto de poemas provenientes de esta sección de la antología aparecen más apóstrofes, a diferencia de las piezas de la sección anterior, la cual ha sido denominada en este estudio como de la etapa temprana. Ahora bien, ¿por qué el énfasis en esta figura retórica? Por dos razones: la primera es hacer notar al lector el cambio en la dicción de estos poemas con respecto a los de la primera parte; y el segundo es dar cuenta de la mutación del hablante lírico en función de la aparición del apóstrofe en el cuerpo textual. El uso del apóstrofe, por consiguiente, tiene varias consecuencias en el desarrollo de los poemas que simultáneamente tiene efectos en su interpretación. Una de ellas tiene que ver con el objeto lírico, es decir, aquello sobre lo que se escribe un poema, en el sentido de que, al ser mentados, son creados por la voz lírica en forma de un destinatario al interior del texto. Da igual si la identidad de dicho destinatario no es manifiesta, su designación les da vida. Por causa de lo anterior, los poetas adquieren el poder de dar vida a las personas y las cosas, y al hacerlo pueden construir un universo simbólico particular, independiente del mundo referencial fuera de la poesía. En cuanto al hablante lírico, el efecto principal del uso del apóstrofe es que, a falta de marcadores textuales de ironía cuya función fuera desestabilizar la identidad del emisor de la voz lírica, el hablante construye una imagen franca y sincera de sí mismo. Es, así, una manera de generar credibilidad y confianza en el lector.
A manera de resumen, y antes de discutir una última característica identificable en la evolución de la obra poética de Milán, reiteremos que en los poemas de la primera parte de la antología pareciera que el hablante lírico estuviera solo, dejándonos el papel de testigos mudos de sus pensamientos, de hecho, suspendiendo el circuito de comunicación lírica. De otro lado, en la segunda parte del libro ya presenciamos un intento comunicativo entre el hablante y un destinatario indeterminado, hecho reforzado por la utilización de algunas figuras retóricas de uso habitual en la lírica. Así, si en la primera parte el apóstrofe, la hipérbole y la metáfora son relegados por una expresión en apariencia ajena al intento comunicativo, a partir de Errar de 1991, el apóstrofe produce tres entes en el poema: el hablante, el destinatario a quien se dirige y nosotros como lectores quienes presenciamos la interpelación. En ese sentido, la situación de enunciación se complica por la aparición concreta de otra figura —el destinatario individualizado—, pero a la vez la búsqueda de sentido es favorecida por la apertura al otro practicada por el hablante.
Para finalizar este acercamiento parcial a las claves de interpretación a los poemas de Milán, abordemos una última característica: la indiscutible aparición de un «yo» a partir de La vida mantis, de 1993. Si en los primeros poemas de esta antología —aquellos fechados entre 1975 y 1990—, la identidad y el emplazamiento de quien habla en el poema queda indeterminada por la falta de un destinatario claro, y en los poemas de entre 1991 y 1993 se hace claro el uso del apóstrofe, a partir de 1993 vemos que el hablante lírico se identifica a sí mismo en los poemas. Por ejemplo, en el primer poema de ese libro, «Entro en el tiempo como quien entra», —página 81 de esta antología—, la primera palabra del primer verso es la conjugación en primera persona del singular del verbo entrar, es decir, yo entro. Antes de este poema, el yo solo aparece en el poema «La letra con sangre», dedicado al poeta uruguayo Enrique Fierro —página 49—: «aunque el Tajo no sea / el río de mi aldea» (4-5), pertenecientes al libro Nervadura, de 1985. En estos versos es claro que el hablante es pasivo ya que se referencia a partir de la falta de pertenencia de un objeto a otro, del río a la aldea del hablante. En realidad, aquí el hablante solo reconoce la veracidad de un hecho, no hace nada más. Por su parte, en «Entro…», estamos delante de un hablante lírico que no solo expresa una volición —«quiero», vv. 2-3—, sino una acción, la de penetrar «en el tiempo» (1). En este poema encontramos, a diferencia de la obra temprana, una subjetividad vuelta hacia afuera, en contacto tanto con otras subjetividades como con otros objetos, en especial con la poesía, como se puede asumir a partir de las menciones de San Juan y Sor Juana. Más allá de la concreción de un sentido preciso, lo importante es la irrupción del yo, pero no en la senda de la poesía confesional, las llamadas escrituras del yo, basadas en la exposición inmediata de la interioridad de los hablantes.
Este recurso al yo no es una vuelta a la expresividad romántica, por un lado, ni a la poesía confesional de la rama estadounidense —Robert Lowell, Sylvia Plath, Anne Sexton, etcétera—. Más bien parece un retorno a los principios de la comunicación lírica, aquella olvidada en las primeras instancias de su producción. El yo en estos poemas es igualmente elíptico, no es el yo literal, trasunto de la persona real, sino el ejemplo de un hablante sin referencias concretas reveladoras de su identidad ni de sus relaciones con el exterior. Además, debemos establecer la falta de identidad completa entre el yo en el poema y el de fuera de él, aunque debemos reconocer que se trata de dos aspectos de la misma persona. Creer lo contrario sería caer en un tipo de falacia referencial. El uso cada vez más frecuente de la primera persona a partir de 1993 se extiende hasta El poema estaba, de 2019 —véanse los poemas «nunca entré a Estados Unidos», «mi padre fue a Ámsterdam en el 97», o «conocí a los poetas concretos»—.
Como queda visto a lo largo de este estudio, la poesía de Eduardo Milán evoluciona desde la aparente inexistencia de un hablante lírico, pasando por la aparición del otro por medio del apóstrofe, para luego presenciar la comparecencia del yo. Estas entidades líricas sirven para determinar el sentido de los poemas, por eso sostengo que la poesía de Milán se hace más accesible con el tiempo, aun cuando los motivos, símbolos y tonos se mantienen según se avanza en esta vasta muestra de apego a la palabra y el ritmo.
A pesar de poder encontrarse resonancias de los modernistas estadounidenses, de la vanguardia histórica en América Latina, o de la poesía concreta brasileña, la obra de Milán es una de las obras más originales del panorama literario latinoamericano actual. Una de las fuentes de la originalidad de la obra del poeta uruguayo es su diálogo con la tradición lírica de Occidente, pero no desde la aceptación acrítica de la misma, actitud propicia para la emulación, sino desde el cuestionamiento de los principios mismos de dicha poesía, lo cual resulta bastante productivo.
Desde el punto de vista de la experiencia del ser humano-poeta, podría ser de interés reflexionar sobre el asunto de la historicidad en la poesía de Milán. No solo se trataría de situar su producción en el horizonte general de la poesía latinoamericana, sino identificar la temporalidad en ella y determinar cómo es representada. Más que hacer un ejercicio de periodización, se trataría de comprender la capacidad de dicha poesía para contener en sí la temporalidad de la poesía. No es que la poesía de Milán se desconecte o se separe de la línea temporal de la producción poética, lo que arriba llamamos tradición, sino más bien su receptividad al flujo de la experiencia lo que la hace tener una mayor conciencia de la historicidad vivida por el hablante.
Jorge García
UNIVERSIDAD SAN FRANCISCO DE QUITO USFQ
Bibliografía
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