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Obras Completas de Platón - Plato


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dolores, es decir, de los bienes y de los males, solo se engañan por falta de ciencia; y además estáis también conformes en que no es solo la falta de ciencia, sino la falta de esta ciencia especial que enseña a medir. Y toda acción en la que puede haber engaño por falta de ciencia, ya sabéis que es por ignorancia. Por consiguiente, el ser vencido por el placer es el colmo de la ignorancia. Protágoras, Pródico e Hipias se alaban de curar esta ignorancia; pero vosotros, que estáis persuadidos de que esta tendencia es una cosa distinta de la ignorancia, nos os dirijáis a ellos, ni enviéis a vuestros hijos a estos sofistas; haced como si la virtud no pudiese ser enseñada, y ahorrad el dinero que sería preciso darles. Ésta es la causa de todas las desgracias de la república y de los particulares.

      »He aquí lo que nosotros responderíamos a tales gentes. Pero ahora me dirijo a vosotros, Pródico e Hipias, y os pregunto lo mismo que a Protágoras, si lo que acabo de decir os parece verdadero o falso.

      Todos convinieron en que estas verdades eran patentes.

      —Convenís —les dije— en que lo agradable es lo que se llama bien, y lo desagradable lo que se llama mal; porque con respecto a esa distinción de nombres que Pródico ha querido introducir, yo le suplico que renuncie a ella. En efecto, Pródico llama este bien agradable, deleitable, delicioso, e inventa aún otros nombres a placer suyo, lo cual me es indiferente, y solo quiero que me respondas a lo que te pregunto.

      Pródico me lo prometió sonriendo, y los otros lo mismo.

      —¿Qué pensáis de esto, amigos míos? —les dije—; todas las acciones que tienden a hacernos vivir agradablemente y sin dolor, ¿no son bellas y útiles? Y una acción que es bella, ¿no es al mismo tiempo buena y útil?

      Convinieron en ello.

      —Si es cierto que lo agradable es bueno, no es posible que un hombre, sabiendo que puede hacer cosas mejores que las que hace, y conociendo que puede hacerlas, haga sin embargo las malas y deje las buenas, estando en su voluntad el poder escoger. Ser inferior a sí mismo no es otra cosa que estar en la ignorancia; y ser superior a sí mismo no es otra cosa que poseer la ciencia.

      Convinieron en ello.

      —Pero —les dije—, ¿qué entendéis por estar en la ignorancia? ¿No es tener una falsa opinión y engañarse sobre cosas de mucha importancia?

      Lo confesaron todos.

      —¿Es cierto que nadie se dirige voluntariamente al mal, ni a lo que se tiene por mal, y que no está en la naturaleza del hombre abrazar el mal en lugar de abrazar el bien, y que forzado a escoger entre dos males, no hay nadie que escoja el mayor, si depende de él escoger el menor?

      —Eso nos ha parecido a todos una verdad evidente.

      —¿Qué llamáis terror y temor? —les dije—. Habla, Pródico. ¿No es la espera de un mal lo que llamáis terror o temor?

      Protágoras e Hipias convinieron en que el terror y el temor eran precisamente esto; pero Pródico lo confesó solo respecto al temor, pero lo negó respecto al terror.

      —Poco importa, mi querido Pródico —le dije—. El único punto importante es saber si el principio que yo acabo de sentar es verdadero. En efecto ¿cuál es el hombre que querrá lanzarse a objetos que teme, cuando es dueño de dirigirse a objetos que no teme? Esto es imposible por vuestra misma confesión, porque desde el acto en que un hombre teme una cosa, es porque la cree mala, y no hay nadie que busque voluntariamente lo que es malo.

      Convinieron en ello.

      —Sentados estos fundamentos —continué yo—, es preciso ahora, Pródico e Hipias, que Protágoras justifique la verdad de lo que sentó al principio; porque ha dicho que, de las cinco partes de la virtud, no había una que fuese semejante a la otra, y que cada una tenía su carácter diferente. No quiero estrecharle sobre este punto; pero que nos pruebe lo que ha dicho después: que de estas cinco partes había cuatro que eran casi semejantes, y una que era enteramente diferente de las otras cuatro, el valor. Me añadió que lo conocería por lo siguiente: «Verás, Sócrates, hombres muy impíos, muy injustos, muy corrompidos y muy ignorantes, que son, sin embargo, muy valientes, y comprenderás por esto que el valor es enteramente diferente de las otras cuatro partes de la virtud». Os confieso que al pronto me sorprendió esta respuesta; y mi sorpresa se ha aumentado después que he examinado el asunto con vosotros. Le he preguntado si llamaba valientes a los que eran arrojados. Me dijo, en efecto, que daba este nombre a los que sin reparar arrostran los peligros. Recordarás, Protágoras, que fue esto lo que respondiste.

      —Me acuerdo —dijo.

      —Dime ahora, te lo suplico, a qué puntos se dirigen los valientes: ¿son los mismos a que se dirigen los cobardes?

      —No, sin duda.

      —¿Son otros objetos?

      —Ciertamente.

      —¿Los cobardes no se dirigen a puntos que se consideran seguros, y los valientes a puntos que se tienen por peligrosos?

      —Así se dice vulgarmente, Sócrates.

      —Dices verdad, Protágoras, pero no es eso lo que yo te pregunto, sino tu opinión, que es la que quiero saber. ¿A qué puntos se dirigen los hombres valientes?, ¿a los que ofrecen peligros, y que consideran ellos como tales?

      —¿No te acuerdas, Sócrates, que ya has hecho ver claramente que eso es imposible?

      —Tienes razón, Protágoras, así lo he dicho. Es cosa demostrada que nadie va derecho a objetos que juzga terribles, puesto que ya hemos visto que ser inferior a sí mismo es un efecto de la ignorancia.

      —Así es.

      —Los valientes y los cobardes se dirigen a puntos que inspiran confianza, y por consiguiente los cobardes emprenden las mismas cosas que los valientes.

      —Sin embargo, hay mucha diferencia, Sócrates; los cobardes son todo lo contrario que los valientes. Sin ir más lejos, los unos buscan la guerra, mientras que los otros huyen de ella.

      —¿Pero creen ellos mismos que ir a la guerra es una cosa bella o una cosa vergonzosa?

      —Muy bella ciertamente.

      —Si es bella, es también buena, porque estamos ya conformes en que todas las acciones que son bellas son buenas.

      —Eso es muy cierto —me dijo—, y me sostengo en esta opinión.

      —Me conformo. ¿Pero quiénes son los que rehúsan ir a la guerra, cuando ir a la guerra es una cosa tan bella y tan buena?

      —Son los cobardes —dijo.

      —Si ir a la guerra es una cosa tan bella y tan buena, ¿no es igualmente agradable?

      —Ése es un resultado de los principios sentados.

      —¿Los cobardes rehúsan ir a lo que es más bello, mejor y más agradable, aunque lo reconocen así?

      —Pero, Sócrates, si confesamos esto, echamos por tierra todos nuestros primeros principios.

      —¿Y un valiente no emprende todo lo que le parece más bello, mejor y más agradable?

      —No es posible negarlo.

      —Por consiguiente es claro que los valientes no tienen un temor vergonzoso cuando temen, ni una seguridad indigna cuando se manifiestan resueltos.

      —Ésa es una verdad —dijo.

      —Si esos temores y esas confianzas no son vergonzosos, ¿no es claro que son bellos?

      Convino en ello.

      —Y si son bellos ¿no son igualmente buenos?

      —Sin duda.

      —Y los cobardes, los temerarios y los furiosos, ¿no tienen temores indignos y confianzas vergonzosas?

      —Lo confieso.

      —Y estas confianzas vergonzosas de los cobardes ¿de dónde proceden?,


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