Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez DíazЧитать онлайн книгу.
han despertado escaso o nulo interés entre los estudiosos, pero que, no obstante, son relevantes para el proceso de maduración de la conciencia crítica al que hice referencia antes. Cuatro novelas en particular son dignas de atención en lo que respecta a las relaciones de género y la feminización de la naturaleza. Dos de ellas —Una mujer en la selva de Hernán Robleto y Selva trágica de Arturo Hernández— no solo cuentan historias cuyas protagonistas son mujeres, lo que es novedoso dentro del corpus que nos ocupa y más teniendo en cuenta la época en la que fueron escritas, sino que hacen una crítica perspicaz de ciertas facetas del machismo latinoamericano y, por el modo en que presentan la relación de sus heroínas con la naturaleza circundante y con sus pobladores autóctonos, anticipan otras del ecofeminismo y de la antropología interpretativa de los años setenta y ochenta. Las dos novelas restantes —La loca de Gandoca de Anacristina Rossi y Waslala de Gioconda Belli— marcan la entrada en escena de mujeres novelistas en la tradición de las narrativas de la selva. Además del soplo de aire fresco que estas obras traen al panorama de nuestra literatura, la primera ofrece la exploración más penetrante hasta la fecha de la mercantilización del entorno ambiental por parte de empresas de los sectores turístico e inmobiliario; la segunda, a su turno, aborda un tema poco trabajado en otras narrativas de la selva contemporáneas, a saber, el de la contaminación por desechos tóxicos. Ambas obras sitúan la cuestión ecológica en el marco de desigualdades económicas y sociales que la sustentan y, a través de las peripecias que viven sus protagonistas (mujeres en los dos casos), examinan las afinidades y diferencias del activismo ambientalista y el ecofeminismo.
Ahora bien: la búsqueda de soluciones para la problemática ecológica no solo pasa por la revisión crítica del eurocentrismo y de las estructuras de dominación masculina de la tradición patriarcal, sino también por la impugnación del antropocentrismo tan hondamente arraigado en nuestros hábitos de pensamiento y nuestro estilo de vida. Esta es la razón por la cual la relación de los humanos con los animales, las plantas y otros entes no humanos es un tema central en los debates bioéticos y filosóficos actuales. Los cuentos de Horacio Quiroga son una piedra de toque ineludible en cuanto a la representación del mundo animal en la narrativa hispanoamericana, y a ellos volveremos más adelante para destacar algunas facetas que explican su vigencia actual. Sin embargo, aunque poco conocidas, existen obras de calidad comparable en la producción ulterior, entre las cuales se destaca una obra que contrasta los puntos de vista animal y humano y que constituye, en mi opinión, uno de los tesoros mejor guardados de la literatura hispanoamericana del siglo xx: Llanura, soledad y viento de Manuel González Martínez. Esta obra, anticipándose al auge de los temas ecológicos en las décadas siguientes, problematiza con agudeza la relación de la actividad humana con el entorno biogeográfico en los límites de la selva y los llanos, sin descuidar el trasfondo político-económico de las actividades de los colonos en la zona.10
El tema del saber indígena y el de los pobladores mestizos, que actualmente son mayoría en la cuenca amazónica, ocupa un lugar prominente en Las tres mitades de Ino Moxo de César Calvo y en Un viejo que leía novelas de amor de Luis Sepúlveda, sobre todo por el contraste que los autores establecen entre el punto de vista local y la mirada de los forasteros. Una faceta clave de los protagonistas, Ino Moxo y el viejo Proaño, es su conocimiento de la selva y su habilidad para desenvolverse en la espesura, fruto de un largo aprendizaje entre los amahuacas de la Amazonía peruana (en el caso de Ino Moxo) y entre los shuar de la Amazonía ecuatoriana (en el caso de Proaño); gracias a esta habilidad, ellos pueden orientarse allí donde los visitantes extranjeros se extravían con facilidad, y logran sobrevivir, el primero como curandero y el segundo como cazador de jaguares. El asunto es crucial pues impugna la marginalización de los pobladores locales y el estatuto hegemónico del conocimiento sobre la selva producido en el marco de la ciencia occidental. No en vano uno de los efectos de la globalización ha sido el de intensificar los choques e intercambios entre las sociedades nacionales latinoamericanas, más o menos integradas al orden intelectual y económico de Occidente, y las variadas culturas minoritarias ubicadas en zonas apartadas de sus territorios. Surgen así agudos conflictos entre el estilo de vida moderno y las formas de vida premodernas, entre la «galaxia Gutenberg» y las culturas orales, entre la civilización progresista y las sociedades basadas en la custodia de la sabiduría ancestral, entre el impulso modernizador y la fidelidad a las tradiciones comunitarias. Si bien estos asuntos recorren trasversalmente la mayoría de narrativas de la selva, es relevante examinar el modo en que son replanteados en El hablador de Mario Vargas Llosa, El príncipe de los caimanes de Santiago Roncagliolo y otras obras. Por lo demás, los impactos desestructurantes que han sacudido a los ecosistemas y a los grupos autóctonos de la selva en las últimas décadas obedecen sobre todo a factores ligados a la onda de choque más reciente de la expansión colonizadora: la cacería ilegal, el tráfico de maderas, la minería, la industria turística, los campos petroleros, la implantación de cultivos ilícitos, la violencia derivada de la presencia del ejército, las guerrillas y otros grupos armados… Un complejo escenario que apenas comienza a encontrar expresión literaria.
En el marco de este contraste entre tradición y modernidad, hay una figura que adquiere particular relieve en las narrativas de la selva: el guía local. Es claro que sin la ayuda de una persona conocedora del terreno, los forasteros y los visitantes que arriban a la selva pierden con facilidad el rumbo —por algo una de las novelas canónicas del corpus lleva por título: Los pasos perdidos— e incurren en errores infantiles y en imprudencias fatales, fáciles de advertir para un nativo o un poblador de la zona. Por otra parte, la orientación en ciertas zonas de la selva resulta especialmente desafiante, y quien no está familiarizado con ese mundo puede experimentar la misma sensación que agobió a los conquistadores y misioneros de siglos anteriores: la de hallarse en un ambiente caótico e impredecible. Por eso, personajes como Clemente Silva en La vorágine, el Adelantado en Los pasos perdidos o Aquilino en La casa verde adquieren por momentos una dimensión arquetípica, que contrasta con la imagen de los forasteros —también frecuentes en las narrativas de la selva— librados a sus propios recursos en medio de la espesura y convertidos al cabo en vivos retratos del desamparo. Este contraste merece ser estudiado en detalle, por cuanto pone en suspenso el desprecio con que suelen acoger el conocimiento local quienes se consideran superiores porque vienen de la ciudad o de la civilización. Por otro lado, también es común en las narrativas de la selva la estigmatización del saber local: en Bubinzana de Arturo Hernández, los usos del bejuco de ayahuasca y las prácticas mágicas del brujo curandero son presentados por el narrador (un sacerdote) como muestras de un primitivismo irracional que a la postre lo conduce al extravío. La figura del guía, por lo tanto, está sujeta a la misma ambigüedad que sobrevuela otras facetas de la representación de lo selvático.
Un último tema que quiero destacar es el que atañe a los ríos —ese vasto sistema de vasos comunicantes de cuya complejidad los mapas o las fotos apenas si trasmiten una idea descolorida. Los ríos no solo guían a los conquistadores alucinados por la fiebre del oro, conducen a los viajeros curiosos, sustentan a los nativos emplazados en sus márgenes o albergan innumerables especies, sino que inspiran los hilos narrativos de muchas novelas y cuentos.11 Los grandes ríos de la región —el Paraná, el Orinoco, el Amazonas— y sus tributarios forman la red primordial a partir de la cual se desarrollan otras redes distintas. La relación de los humanos con ese sistema circulatorio está llena de sutilezas y matices. Los ríos comunican y enlazan, pero a su propio ritmo y según la época del año; sus variaciones estacionales confirman la regularidad de los ciclos naturales, pero al mismo tiempo modifican el paisaje y hasta lo tornan irreconocible de una creciente o una vaciante a la siguiente; la lentitud de su desplazamiento en las llanuras boscosas genera una percepción del tiempo diferente a la que impera en las ciudades. Por otra parte, el viaje por el curso de un río encierra un valor simbólico que vincula en nuestra imaginación las peripecias del camino con las etapas de una búsqueda o las fases de un itinerario existencial. Además, como lo muestra la historia de Occidente, los ríos son fuerzas propulsoras de la cultura y lugares en los que las culturas lavan sus trastos sucios y arrojan sus desechos. Este modo en que se conjugan ambos niveles —el geográfico, el simbólico— hace del viaje por las vías fluviales, tal como lo modulan las narrativas de la selva, un indicador de la situación contemporánea, así en lo que atañe al estado de salud de los ecosistemas planetarios como en lo relativo a la ecología de nuestras relaciones con nosotros