Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez DíazЧитать онлайн книгу.
Orellana por haber sido el primer europeo en dirigir un viaje a lo largo del río Amazonas, y los libros de historia rubrican este hecho otorgándole el título de «descubridor» (aunque es apenas obvio que las poblaciones nativas habían descubierto el río palmo a palmo desde mucho tiempo atrás). Los novelistas se hacen eco de esa vieja costumbre; no en vano la novela de Benites se subtitula: «Los descubridores del Amazonas», y en la novela de Aguilera Malta se alude a Orellana como «El descubridor del Río más grande del mundo» (1964: 31), lo que sería «una de las hazañas más grandes de todos los tiempos» (265). Este lenguaje grandilocuente contrasta con la cruda serie de desengaños que tejen la madeja del segundo viaje. El fiasco de las gestiones de Orellana para que la Corona española financie su retorno al río resulta tanto más chocante si se considera que, a su paso por Portugal de vuelta del primer viaje, el rey de ese país le había ofrecido los recursos necesarios para una nueva expedición y Orellana había rechazado la oferta por fidelidad a su patria y a su rey. Obligado a armar la expedición por sus propios medios, la sensación de ser víctima de un trato injusto crece en Orellana y lo lleva al extremo, cuando la ocasión se presenta, de asaltar un navío de su propio país para obtener provisiones y pertrechos. Los malos auspicios que enmarcan este viaje se confirman luego: los navíos a duras penas entran por la desembocadura del río, se extravían en las islas del estuario, no avanzan muy lejos río arriba y al final, a costa de grandes penalidades, solo sobrevive un puñado de expedicionarios famélicos que, dejando atrás en un lugar desconocido la tumba de su capitán, halla refugio en la isla Margarita. Como dice Benites: «Del gran sueño ambicioso nada quedó. No tuvo Orellana el éxito que todo lo justifica ni el oro que todo lo hace perdonar» (1945: 296).
El caso de Orellana no fue único: la mayoría de expediciones de conquista que zarparon de España durante el siglo xvii fueron costeadas con recursos privados, y muchas fracasaron lamentablemente. Como es sabido, en la misma época en que ríos de riqueza fluían desde México y Perú hacia la península ibérica, la Corona española estaba concentrada en el complejo ajedrez de la política europea y no tenía mucho interés en las tierras situadas al otro lado del océano; la urgencia de las luchas por la consolidación del catolicismo en una Europa sacudida por el avance de la reforma protestante y por la amenaza turca desplazó a un nivel secundario los asuntos de la conquista de América.4 Es difícil exagerar el impacto de esa asimetría en la formulación de las primeras imágenes de la selva. Por un lado, los conquistadores ponderan el esplendor de las tierras americanas, a fin de persuadir a la Corona española o a los posibles inversionistas de que vale la pena financiar nuevos viajes de exploración y conquista; por otro, si esos territorios son ricos y espléndidos, ¿cómo explicar el fracaso de las expediciones, si no es resaltando los obstáculos suscitados por una naturaleza adversa y unas poblaciones nativas hostiles?
Las experiencias de Orellana en sus viajes a la selva ilustran bien la disyuntiva. El Quijote de El Dorado de Aguilera Malta cuenta los apuros del conquistador para ajustar las expectativas a la realidad. A lo largo del río, Orellana tropieza con un entorno alarmante: «La selva de colmillos verdes. Los mil ruidos, los mil olores, las mil formas. La agresión visible del monstruo verde de millones de tentáculos y las tantas agresiones invisibles» (1964: 52); sin embargo, constata también que, en muchos tramos, el río fluye «entre una tierra tan fértil y tan buena para el ganado como la de nuestra España» (150), y le concede pleno crédito a las noticias que recibe sobre las riquezas de la región, facilitadas por indios cuyas palabras y gestos él mismo traduce. Uno de ellos le asegura, por ejemplo, que en la comarca de las amazonas «hay muy grandísima riqueza de oro» y que «la ciudad donde reside la señora Coroni tiene cinco casas del Sol, donde están sus ídolos de oro y plata» (152). Dado el exiguo conocimiento que Orellana tenía de las lenguas locales, cabe dudar si tales palabras traducen fielmente el pensamiento del indio o si reflejan más bien lo que Orellana desea escuchar —al menos desde la perspectiva de la recreación novelesca realizada por Aguilera Malta con base en las crónicas—. Incluso suponiendo que hayan hablado en quechua, utilizado a menudo como lengua franca en el alto Amazonas desde la época del Incanato, es probable que Orellana haya acomodado de buena fe la información recibida para hacerla encajar con sus propias expectativas. Lo cierto es que, en cada etapa del viaje, la imagen deslumbrante de una tierra fecunda y rebosante de tesoros se contrapone con el aura inquietante que emana desde el verdor silencioso de la masa vegetal y con los temibles obstáculos (sobre todo la escasez de víveres) que entorpecen el avance de la expedición. Esta ambigüedad marca asimismo las relaciones con los pobladores nativos. Como ya le había sucedido a Colón medio siglo antes las islas del Caribe, Orellana encuentra a su paso tribus pacíficas y hospitalarias que le proporcionan alimentos (así acontece en la región del jefe Aparia durante el primer viaje y en la entrada del delta durante el segundo), pero también otras belicosas e indómitas que atacan con furia los bergantines (tal es el caso en las regiones del jefe Machiparo y de las amazonas en el primer viaje y en diversas zonas del brazo principal del río en el segundo).5 ¿Cuál es, después de todo, la verdadera cara de la selva?
En una vena similar, la obra de Benites muestra cómo la primera expedición, que sale de Quito encandilada por el espejismo de la canela, enfrenta desde el inicio todo tipo de peligros: «Es una lucha titánica la de estos hombres magros, que han pasado hambres y miserias, que casi no tienen fuerzas, contra una naturaleza demasiado grande y demasiado bárbara» (1945: 61); empero, los reportes sobre la abundancia de riquezas en la zona están frescos y la visión de la selva está aún preñada de promesas que compensan las adversidades: «Palpita en el paisaje una vida extraña. Un misterio que atrae con fuerza irresistible. Una especie de embrujo fascinador. Algo les llama, con voz atractiva, desde el fondo de la espesura» (84). Empujado por la corriente del río e imposibilitado de adentrarse en la selva debido al estado maltrecho de la expedición, Orellana se enfoca en buscar la salida al Atlántico, no porque renuncie a las riquezas sino porque ya acaricia la idea de regresar al río con una expedición mejor equipada. Ese proyecto se cumple solo en parte: Orellana obtiene en 1544 las capitulaciones para colonizar la «Nueva Andalucía» y al año siguiente emprende el viaje de vuelta al río, pero su equipamiento deja mucho que desear debido a la escasez de recursos y al regular estado de los navíos. La oposición de la naturaleza a los designios del conquistador se manifiesta de modo elocuente: al intentar entrar al río, la fuerza de la corriente que amenaza con arrastrar los barcos mar adentro revienta las cadenas de las anclas y Orellana se ve forzado a anclar los barcos con los pocos cañones y lombardas que llevan a bordo (los cuales no logran recuperar del fondo del río). Despojado de su principal herramienta para dominar a los indios, cuando al fin alcanzan tierra firme Orellana siente que «toda su energía voluntariosa se viene al suelo como un castillo de naipes» (264). Pocos meses después, al término de este segundo viaje iniciado con tantas ilusiones pese a las penalidades vividas en el primero, llega para los viajeros la hora de la derrota: «No quieren ver las cruces que abren sus brazos en la selva. No quieren saber nada. Solo huir… huir… Irse pronto. Se embarcan precipitadamente. Sueltan las amarras. Están pálidos, flacos, tristes. Con los ojos llorosos. Algunos rezan. Rezan… Lloran… ¿Es este el río maravilloso en donde los esperaba la riqueza?» (275).
Las novelas de Benites y Aguilera Malta, por lo tanto, recrean una historia de sueños y ambiciones desmesuradas que poco a poco dan paso a la incertidumbre y a la postre se saldan con una amarga desilusión. Las diferentes facetas que asumen la selva y el río a los ojos de los conquistadores desempeñan un papel central en ese proceso de desmantelamiento. Para Orellana y sus hombres, la espesura selvática es en primera instancia un ámbito lleno de promesas, luego un mundo inculto sembrado de obstáculos imprevistos, al final una trampa funesta sobre la cual queda flotando un enorme signo de interrogación. He ahí los tres momentos a partir de los cuales se desarrollan las principales visiones coloniales de la selva: la naturaleza pródiga y fecunda, el territorio salvaje que es preciso domesticar, la potencia inclemente que anonada los esfuerzos humanos. La reconstrucción narrativa de los viajes de Orellana, al poner de relieve la base histórica concreta que apuntala la formulación de estos imaginarios, los despoja —al menos en parte— de su aparente obviedad e indica que su valor epistemológico se limita a experiencias precisas y fechadas. Así, por ejemplo, el fracaso de Orellana obedece no solo a la resistencia de un ambiente y un clima adversos, sino también a las dificultades suscitadas por la relación desigual que se estableció desde un comienzo