Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez DíazЧитать онлайн книгу.
sangre que se bebió la selva, para que alguna vez en el tiempo podamos domesticar estos demonios: la lengua arrogante de los vencedores, la ley proclamada para enmascarar la rapiña, la extraña religión que siente odio y pavor por la tierra» (2012: 15). Si la memoria de la conquista sigue rondando en la conciencia de la gente en América Latina, ello se debe a que muchas de las heridas causadas en esa época aún no cicatrizan. Al hundir sus raíces en el enfrentamiento de los invasores europeos con las poblaciones autóctonas, en el dominio férreo que aquellos ejercieron y en las violencias intestinas que ensangrentaron el proceso de instauración del estado colonial, las sociedades latinoamericanas modernas arrastran consigo el lastre de conflictos e injusticias que se remontan al orden semifeudal surgido de la conquista y se incrustaron luego en el tejido social. La confrontación con ese trasfondo histórico agobiante es una tarea inacabada. La revisión crítica del legado colonial no ha logrado impedir que la visión de la conquista como una empresa de vocación civilizadora siga vigente. El problema es que esa noción suele justificar la perpetuación de prácticas abusivas y actitudes discriminatorias contra los grupos indígenas sobrevivientes, los negros y otras franjas de población vulnerables. Al tiempo, la persistencia de las injusticias alimenta todo tipo de resentimientos, cóleras larvadas y otros factores de violencia, así como el brote periódico de conflictos que las instituciones democráticas no atinan a gestionar.
En uno de sus ensayos, Ospina plantea un ejemplo que ilustra el sentido de su propuesta. La pregunta que el autor quiere resolver es la siguiente: ¿en qué época surge el secuestro, ese flagelo que ha azotado a Colombia y a otros países de la región en las últimas décadas? La primera línea del ensayo ofrece una fecha precisa: «El 16 de noviembre de 1532 tuvo lugar el primer caso documentado de secuestro en el territorio sudamericano» (2003: 29). Ese fue el día en que las tropas de Francisco Pizarro hicieron prisionero al inca Atahualpa en Cajamarca, luego de dar muerte a la mayor parte de su comitiva, integrada por la élite gobernante del Tahuantinsuyo. El ensayo retoma las circunstancias trágicas del hecho y los nueve meses que Atahualpa permaneció cautivo de los españoles, mientras sus súbditos reunían el monto del rescate: «En julio de 1533 se terminó de pagar el inmenso rescate, que ascendió entonces a la cifra de 1.326.539 pesos de oro más 51.610 marcos de plata. Al precio de 1995, el oro recogido ascendería a 88,5 millones de dólares, y la plata a 2,5 millones de dólares» (32-33). Al respecto, comenta Ospina:
Cualquiera diría que con tan descomunal rescate los secuestradores habrían despedido a su víctima con abrazos y besos, e incluso con lágrimas en los ojos, como lo hacen a veces sus discípulos contemporáneos, pero la verdad es que Pizarro y sus socios estaban inventando un género y lo inventaron plenamente. Como ocurre a menudo en los secuestros modernos, después de recibido el rescate, en lugar de liberar a la víctima empezaron a pensar qué más podían sacarle, y finalmente decidieron matar al inca Atahualpa. (2003: 34-35).
¿Por qué no solemos asociar aquellos hechos atroces, tantas veces comentados por los historiadores, con la noción de «secuestro»? Y ¿qué sentido tiene aplicarle tal noción a esos hechos cinco siglos después, en un tiempo presente en el que nada se puede hacer para remediar aquel pasado irrevocable? He aquí la respuesta de Ospina:
La verdad es que no estamos hablando del pasado. Me he propuesto contar esta historia interpretando el cautiverio de Atahualpa como lo que fue, como un secuestro abusivo y criminal, porque esa historia tremenda nos ha sido contada casi siempre como una hazaña heroica, donde los bandidos están cubiertos por una aureola luminosa de grandes estadistas, de paladines y de portaestandartes de la civilización. (2003: 36)
Aquí aparece la segunda premisa de Ospina, que enfatiza la necesidad de desmitificar los imaginarios coloniales. Estos, a fin de cuentas, no hacen otra cosa que perpetuar los abismos de incomprensión surgidos durante la Conquista. Para Ospina, no se trata de cambiar el pasado sino el presente, y es obvio que la condena y la reprobación social de una práctica como el secuestro pierde buena parte de su legitimidad moral si, en paralelo, uno de los secuestros más sangrientos de la historia del mundo es registrado por la historia oficial como una proeza épica, o como parte del precio que fue preciso pagar por la llegada de la civilización a estas tierras.19 El secuestro de Atahualpa no explica, desde luego, los secuestros actuales, pero los prefigura; las crueldades de Pizarro en la selva no explican las que ocurrieron tres siglos y medio después en el Putumayo, y su inmensa inversión en la busca de canela no explica las inmensas inversiones de Ford cuatro siglos después plantando caucho en el Tapajós, pero es innegable el aire de familia que ostentan esos hechos; las guerras de pacificación capitaneadas por Ursúa en la Nueva Granada y los ataques de los rebeldes marañones en Venezuela no explican la violencia guerrillera y paramilitar que ha sacudido a Colombia en las últimas décadas, pero anticipan algunos de sus rasgos.
Una tarea pendiente para conjurar el influjo fantasmal del pasado —y de la forma en que suele ser contado— sobre la realidad del presente consiste, por tanto, en iluminar aquellos aspectos de la historia que la versión de los hechos promovida por los vencedores ha disimulado o dejado en la sombra. La dificultad de los españoles para entender la realidad americana era normal, dado el carácter pionero de sus expediciones y la complejidad del mundo que aparecía ante ellos. El problema es que esa experiencia generó un repertorio de discursos que, en vez de iluminar la diversidad del continente, nos impiden verla con claridad. Al principio, los europeos negaban la diferencia que se les cruzaba en el camino, asimilándola a algo que anhelaban encontrar desde mucho tiempo atrás (las islas de las especias, la ciudad dorada, las guerreras desnudas); luego, denigraban esa misma diferencia marcándola con un estigma de inferioridad (el salvajismo, la barbarie, la naturaleza virgen) que justificaba su avasallamiento implacable. Para Ospina, la cuestión es rastrear en toda su trágica complejidad las secuelas de ese pasado de incomprensión para poder seguir adelante sin ser pasto del resentimiento, entender la raigambre histórica de los imaginarios para no ser más presas de su efecto encubridor. Lo que se pretende con la revisión histórica es superar el hábito del desentendimiento mutuo.20 Ospina es consciente de que las fuentes de la incomprensión no están fuera sino dentro de nosotros mismos, precisamente a causa del rumbo tomado por la historia continental a partir de la conquista: «La aventura del siglo xvi señala para los hijos de la América Mestiza el nacimiento de una doble conciencia: la de ser hijos a la vez de los conquistados y de los conquistadores, la de ser herederos de las víctimas y de los verdugos» (2013: 71). Por ende, es en el núcleo de nuestro ser histórico donde hace falta tender puentes, construir acuerdos: «La única reconciliación es con nosotros mismos, disolviendo los bandos rencorosos que fluyen por los ríos de la sangre» (2007: 416).
La consecución de tal objetivo implica a su vez la premisa número tres: la calidad de la reconciliación que se logre depende del reconocimiento de los puntos de vista involucrados en el diferendo. A ello apunta el principal recurso que utiliza Ospina en su esfuerzo por ofrecer una imagen equilibrada de la conquista, a saber, la elección de un personaje mestizo como narrador e intérprete de los hechos.21 La figura de Cristóbal de Aguilar constituye en su narrativa el punto de intersección, la encrucijada que reúne los hilos necesarios para entender mejor la herencia de la empresa conquistadora. De su padre Marcos de Aguilar, que participó en la conquista del Perú y de quien Ospina dice que «introdujo los primeros libros en las Antillas» (2008: 365), el narrador mestizo recibe la tradición española de las armas y las letras; de su madre Amaney, indígena antillana, recibe la tradición oral de los nativos de las islas, sus hábitos de alimentación e higiene, y participa del dolor por el desmoronamiento del mundo anterior a la llegada de los europeos. Si es su padre quien marca su destino —mediante la carta en la que le da instrucciones para viajar al Perú a cobrar su herencia—, su secreto sostén es su madre indígena, la fuente nutricia que, sin embargo, él inicialmente repudia —porque su padre le ha dicho que ella es solo su nodriza y lo ha presentado en sociedad como fruto de su matrimonio con una mujer blanca—. El narrador mestizo solo reconoce a Amaney como madre de sangre muy tarde, cuando regresa de su primera travesía amazónica y constata que ya ella «había muerto a solas como murió su raza, sin quejarse siquiera, porque no había en el cielo ni en la tierra nada ante lo cual pudiera quejarse, abandonada por sus dioses y negada por su propia sangre» (283).
La noción de «mestizaje» en la que se basa Ospina no supone, por ende, la fusión