Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez DíazЧитать онлайн книгу.
a concebir la selva como un paraíso natural. Esta noción se inscribe en el marco discursivo más amplio según el cual la naturaleza americana es paradisíaca, virginal. Ya los diarios de Colón contienen una serie de descripciones en las cuales el asombro del recién llegado ante la diversidad y esplendor de las islas del Caribe es menos el resultado de una constatación empírica que el fruto de la extrapolación de un antiguo imaginario europeo sobre la realidad de América. Como lo muestra Pastor (2008: 61-96), el cuadro de la naturaleza americana trazado por Colón sigue las pautas de una añeja tradición de representaciones según las cuales el Jardín del Edén es un lugar fértil, amplio y rico en recursos, con una vegetación y una fauna tan exuberantes como exóticas. Al darle cuerpo a este antiguo relato bíblico, América parece capaz de colmar a la vez las aspiraciones espirituales y materiales de los europeos: ella ofrece no solo un paraíso recobrado, sino también un territorio idóneo para la expansión de la civilización europea y un manantial inagotable de riquezas. Antes que hacer un recuento fiel y objetivo, Colón deforma la realidad recién hallada de varios modos: resaltando los rasgos que parecen confirmar sus expectativas de haber llegado a Asia y de haber encontrado regiones ricas en oro, especies y otros recursos; pasando por alto otros rasgos que, en cambio, no encajan con las imágenes que trae en su cabeza; proyectando sin cesar en los mares y en las islas del Caribe fantasías nacidas de sus lecturas, o bien de sus esperanzas y temores. Incluso la información que los pobladores nativos aportan acerca de las islas, Colón la reinterpreta para hacerla coincidir con los datos que ha leído en los libros de Marco Polo, Plinio el Viejo y otros autores, creyendo afianzar con ello sus proyectos de explotación económica y de establecimiento de nuevas rutas comerciales.
Se instala así un imaginario poblado de visiones edénicas, cuyo carácter mitificador había de tener un amplio desarrollo en el resto del continente (Slater 2002, Buarque de Holanda 1987). Las selvas no fueron la excepción. Las crónicas que relatan las primeras entradas de los europeos en la Amazonía —la de Orellana, narrada por fray Gaspar de Carvajal; la de Ursúa y Aguirre, narrada por Francisco Vásquez y otros cronistas; la de Pedro Texeira, narrada por Alonso de Rojas y fray Cristóbal de Acuña— fijan una serie de motivos en los que la supuesta abundancia de ciertos productos muy codiciados por los conquistadores —el oro, la plata, la canela— ocupa el primer plano, al lado de la profusa vegetación, las abundantes frutas, la magnitud pasmosa de los ríos (Pizarro 2011: 43-64). Profundizando la pauta fijada por Colón, los buscadores de El Dorado creen encontrar en las selvas de Suramérica figuras procedentes de la mitología griega antigua (las guerreras amazonas son el mejor ejemplo) o añejos personajes del bestiario medieval (como los ewaipanomas, seres acéfalos que, según la crónica publicada por sir Walter Raleigh a fines del siglo xvi, habitan en la frontera de las Guayanas con la cuenca del Orinoco y tienen los ojos en los hombros y la boca en el pecho2). Estas y otras referencias análogas, abundantes en las crónicas de Indias, consolidan la imagen de la selva como un mundo misterioso anclado en un pasado remoto, un ámbito aparte en el que la acción humana aún no ha dejado su huella.
La preeminencia de la naturaleza como eje de la representación gana un nuevo impulso durante la segunda mitad del siglo xviii y la primera del xix, gracias a los trabajos de viajeros europeos como Charles-Marie de La Condamine, Alexander von Humboldt, Robert Hermann Schomburgk y Alfred Russel Wallace, cuyos reportes alimentan otro imaginario muy extendido: el de la selva como territorio donde la mano del hombre brilla por su ausencia y los animales, las plantas y las fuerzas naturales dominan la escena. Especialmente influyentes fueron los escritos de Humboldt (1980), en cuyo caso el rigor científico del naturalista se funde con la percepción romántica del paisaje. De esta conjunción surge un enfoque para el cual el ser humano resulta insignificante ante la sublime grandeza de las montañas, los ríos, los bosques de América, aunque no por ello la naturaleza americana deja de representar una fuente potencial de recursos que vale la pena cartografiar y registrar con minucia. Este doble aspecto hace que la visión de Humboldt satisfaga a la vez, como anota Pratt (2008: 110), intereses diversos y aun opuestos: las potencias coloniales de la época saludan un discurso que describe América como mundo al margen de la historia, sobrecogedor en su gigantismo y su plenitud tropical, pero abierto a la explotación, a la expansión del capital y de la cultura europea; las élites criollas independentistas, deseosas de seguir la ruta del progreso económico y técnico europeo pero también de afirmar la autonomía de las nuevas naciones, saludan un discurso que, al exaltar la belleza natural y la pureza salvaje de América, crea una base para afirmar la autenticidad de los países de la región.
Un aspecto clave de estos imaginarios es que minimizan el papel de los grupos autóctonos en la modelación del entorno. Para el distante poder colonial británico o para las élites criollas ilustradas es fácil concebir la selva como un ámbito deshabitado, una maraña impenetrable donde las escasas y dispersas poblaciones indígenas son solo un elemento más de la naturaleza.3 También esta vez la fuente del imaginario se remonta a la llegada de los europeos a América. En su análisis de los diarios de Colón, Todorov muestra que, cuando los nativos entran en el campo de visión del navegante genovés, lo hacen bajo el velo de dos representaciones opuestas, pero igualmente artificiosas: dependiendo de si se trata de tribus pacíficas o belicosas, los indígenas son descritos como criaturas mansas e ingenuas que viven en armonía con su entorno natural, o como hordas salvajes y agresivas capaces de las peores crueldades (1982: 40-55). En ambos casos, la realidad de las poblaciones autóctonas es menos descubierta que encubierta, sea por vía de una asimilación que proyecta sobre el otro una bondad hecha a la medida de los deseos (los indígenas serían maravillosamente aptos para la evangelización), o por vía de una demonización que, dándole alas al propio temor, hace aparecer al otro como un ser feroz y radicalmente distinto (con los indígenas no quedaría otra opción que la de avasallarlos por la fuerza).
Estas dos modalidades de encubrimiento, la del buen salvaje y la del bárbaro brutal, van a marcar con fuerza en los siglos siguientes la percepción de las comunidades selváticas por parte de los colonizadores y visitantes foráneos. Notemos, sin embargo, que ambas se apoyan en la noción según la cual los indígenas son parte de la naturaleza entendida como realidad puramente biológica. Sea para defenderlos o para denigrarlos, para atraerlos al buen camino o para hacerles la guerra, lo que no se pone en duda es que los nativos son «naturales», es decir, carentes de historia. La selva estaría llena de vida, pero vacía de memoria; estaría habitada por especies innumerables, pero a ella no habrían llegado todavía los beneficios de la cultura; sería rica en recursos, pero sus pobladores, desperdigados en un territorio inmenso y viviendo todavía como en la Edad de Piedra, no tendrían la capacidad para aprovecharlos. Por lo demás, en los dos siglos y medio transcurridos entre las primeras expediciones de los españoles y la travesía de Humboldt por la Orinoquía y la Amazonía noroccidental, la imagen de la selva como entorno exuberante pero deshabitado pudo haberse concretado parcialmente en la práctica a través de dos vías. Por un lado, las enfermedades introducidas por los europeos desencadenaron una mortandad pavorosa en las poblaciones nativas a lo largo y ancho del continente (Crosby 1986: 196-215), y no hay razón para que las comunidades amazónicas hayan sido la excepción, aun si ciertos grupos escaparon a este azote hasta épocas recientes, gracias a su ubicación en zonas aisladas. Por otra parte, debió de haber grupos nativos que, aleccionados por lo ocurrido en tribus vecinas, rehuyeron el contacto con los blancos, cosa que habrán logrado con facilidad gracias a su conocimiento del terreno y a su habilidad para desplazarse en silencio por la espesura, de forma que su presencia puede haber pasado desapercibida para los sentidos poco entrenados de los visitantes extranjeros.
La reducción de la existencia de los indígenas a la categoría de fenómeno biológico, o de pervivencia arqueológica de épocas remotas, instaura un terreno propicio para formas severas de estigmatización. Este es uno de los rasgos más persistentes y arraigados en las representaciones coloniales de las poblaciones selváticas, como lo ilustra Rodríguez en un rastreo textual que abarca cuatro siglos, desde las primeras crónicas hasta las narrativas contemporáneas de la selva (2004: 165-210). Aun sin llegar a imputaciones tan extremas como la que les atribuye hábitos caníbales, la descripción de los nativos como salvajes de costumbres bárbaras —cuyas lenguas resultan incomprensibles y cuyo atraso interpone obstáculos insalvables al esfuerzo por educarlos y gobernarlos— les sustrae su humanidad y los equipara a un ambiente selvático que, a su turno, es apenas