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Historia breve del cristianismo. José Orlandis RoviraЧитать онлайн книгу.

Historia breve del cristianismo - José Orlandis Rovira


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de sus súbditos cristianos algo que ellos no podían dan el homenaje religioso de la adoración, que solo a Dios les era lícito rendir.

      Las circunstancias que rodearon a la primera persecución —la neroniana— fueron pródigas en consecuencias, pese a que esa persecución no parece haberse extendido más allá de la Urbe romana. La acusación oficial hecha a los cristianos de ser los autores de un crimen horrendo —el incendio de Roma— contribuyó de modo decisivo a la creación de un estado generalizado de opinión pública profundamente hostil para con ellos. El cristianismo era considerado por el historiador Tácito «superstición detestable»; «nueva y peligrosa», según Suetonio; «perversa y extravagante», para Plinio el Joven. El mismo Tácito calificaba a los cristianos de «enemigos del género humano», y no puede, por tanto, sorprender que el vulgo atribuyese a los discípulos de Cristo los más monstruosos desórdenes: infanticidios, antropofagia y toda suerte de nefandas maldades. «¡Los cristianos a las fieras!» —dirá Tertuliano— se convirtió en el grito obligado en toda suerte de motines y algaradas populares.

      El cristianismo, desde el siglo I, fue considerado como «superstición ilícita», y esta calificación hizo que la mera profesión de la fe cristiana —el «nombre cristiano»—constituyera delito. Ello explica que muchas violencias anticristianas del siglo II tuvieran su origen, más que en la iniciativa de los emperadores o magistrados, en agitaciones o denuncias populares. Por esta razón, la persecución en esta época no fue general ni continua y los cristianos gozaron en ocasiones de largos períodos de paz, sin lograr por ello ninguna seguridad jurídica ni quedar a salvo de ulteriores agresiones, que podían surgir en cualquier momento. La ambigua actitud de ciertos emperadores del siglo II está reflejada en la célebre respuesta de Trajano a la consulta elevada por Plinio, gobernador de Bitinia, acerca de la conducta que debía seguir con los cristianos. Trajano declara que las autoridades no habrían de perseguirles por su propia iniciativa, ni hacer caso de denuncias anónimas; pero debían actuar cuando recibiesen denuncias en regla, llegando hasta la condena y muerte de los cristianos que no apostataran y rehusaran sacrificar a los dioses. Tertuliano —apologista cristiano y buen jurista— pondría luego de relieve el absurdo que encerraba la respuesta trajánica: «Si son criminales —dice, refiriéndose a los cristianos—, ¿por qué no les persigues?; y si son inocentes, ¿por qué les castigas?».

      En el siglo III, las persecuciones tomaron un nuevo cariz. En los intentos de renovación del Imperio que siguieron a la «anarquía militar» —un período de peligrosa desintegración política—, uno de los capítulos principales fue la restauración del culto a los dioses y al emperador, en cuanto expresión de la fidelidad de los súbditos hacia Roma y su soberano. La Iglesia cristiana, que prohibía a los fieles participar en el culto imperial, apareció entonces como un poder enemigo. Esta fue la razón de una nueva oleada de persecuciones, promovidas ahora por la propia autoridad imperial y que tuvieron un alcance mucho más amplio que las precedentes.

      La primera de estas grandes persecuciones siguió a un edicto dado por Decio (a. 250), ordenando a todos los habitantes del Imperio que participaran personalmente en un sacrificio general, en honor de los dioses patrios. El edicto de Decio sorprendió a una masa cristiana, bastante numerosa ya, y cuyo temple se había reblandecido, tras una larga época de paz. El resultado fue que, aun cuando los mártires fueron numerosos, hubo también muchos cristianos claudicantes que sacrificaron públicamente o al menos recibieron el «libelo» de haber sacrificado, y cuya reintegración a la comunión cristiana suscitó luego controversias en el seno de la Iglesia. La experiencia sufrida sirvió en todo caso para templar los espíritus y cuando, pocos años después, el emperador Valeriano (253-260) promovió una nueva persecución, la resistencia cristiana fue mucho más firme: los mártires fueron muchos, y los cristianos infieles —los lapsi—, muy pocos.

      La mayor persecución fue sin duda la última, que tuvo lugar a comienzos del siglo IV, dentro del marco de la gran reforma de las estructuras de Roma realizada por el emperador Diocleciano. El nuevo régimen instituido por el fundador del Bajo Imperio fue la «Tetrarquía», es decir, el gobierno por un «colegio imperial» de cuatro miembros, que se distribuían la administración de los inmensos territorios romanos. El régimen tetrárquico atribuía a la religión tradicional un destacado papel en la regeneración del Imperio, pese a lo cual Diocleciano no persiguió a los cristianos durante los primeros dieciocho años de su reinado. Diversos factores —entre ellos sin duda la influencia del césar Galerio— fueron determinantes del comienzo de esta tardía pero durísima persecución. Cuatro edictos contra los cristianos fueron promulgados entre febrero del año 303 y marzo del 304, con el designio de terminar de una vez para siempre con el cristianismo y la Iglesia. La persecución fue muy violenta e hizo muchos mártires en la mayoría de las provincias del Imperio. Tan solo las Galias y Britania —gobernadas por el césar Constancio Cloro, simpatizante con el cristianismo y padre del futuro emperador Constantino— quedaron prácticamente inmunes de los rigores persecutorios. El balance final de esta última y gran persecución constituyó un absoluto fracaso. Diocleciano, tras renunciar al trono imperial, vivió todavía lo suficiente en su Dalmacia natal para presenciar, desde su retiro de Spalato, el epílogo de la era de las persecuciones y los comienzos de una época de libertad para la Iglesia y los cristianos.

      IV.

      LA VIDA DE LA PRIMITIVA CRISTIANDAD

      Los cristianos formaron comunidades locales —iglesias— bajo la autoridad pastoral de un obispo. El obispo de Roma —sucesor del apóstol Pedro— ejercía el Primado sobre todas las iglesias. La Eucaristía era centro de la vida cristiana. El rechazo del Gnosticismo fue la gran victoria doctrinal de la Iglesia primitiva.

      La expansión del cristianismo en el mundo antiguo se acomodó a las estructuras y modos de vida propios de la sociedad romana. Examinadas ya la progresiva realización del principio de universalidad cristiana y las relaciones entre la Iglesia y el Imperio pagano, procede ahora exponer los principales aspectos de la vida interna de las cristiandades: su composición social y jerárquica, el gobierno pastoral, la doctrina, la disciplina, el culto litúrgico, etc.

      La Roma clásica promovió por doquier, con deliberado propósito, la difusión de la vida urbana: municipios y colonias surgieron en gran número por todas las provincias de un Imperio para el cual urbanización era sinónimo de romanización. El cristianismo nació en este contexto histórico y las ciudades fueron sede de las primeras comunidades, que constituyeron en ellas iglesias locales. Las comunidades cristianas estaban rodeadas de un entorno pagano hostil, que favorecía su cohesión interna y la solidaridad entre sus miembros. Pero esas iglesias no fueron núcleos perdidos y aislados: la comunión y la comunicación entre ellas era real y todas tenían un vivo sentido de hallarse integradas en una misma Iglesia universal, la única Iglesia fundada por Jesucristo.

      Muchas iglesias del siglo I fueron fundadas por los apóstoles y, mientras estos vivieron, permanecieron bajo su autoridad superior, dirigidas por un colegio de presbíteros que ordenaba su vida litúrgica y disciplinar. Este régimen puede atestiguarse especialmente en las iglesias paulinas, fundadas por el apóstol de las Gentes. Pero a medida que los apóstoles desaparecieron, se generalizó en todas partes el episcopado local monárquico, que ya se había introducido desde un primer momento en otras iglesias particulares. El obispo era el jefe de la iglesia, pastor de los fieles y, en cuanto sucesor de los apóstoles, poseía la plenitud del sacerdocio y la potestad necesaria para el gobierno de la comunidad.

      La clave de la unidad de las iglesias dispersas por el orbe, que las integraba en una sola Iglesia universal, fue la institución del Primado romano. Cristo, Fundador de la Iglesia —tal como se recordó en otro lugar—, escogió al apóstol Pedro como la roca firme sobre la que habría de asentarse la Iglesia. Pero el Primado conferido por Cristo a Pedro no era, de ningún modo, una institución efímera y circunstancial, destinada a extinguirse con la vida del apóstol. Era una institución permanente, prenda de la perennidad de la Iglesia y válida hasta el fin de los tiempos. Pedro fue el primer obispo de Roma, y sus sucesores en la Cátedra romana fueron también sucesores en la prerrogativa del Primado, que confirió a la Iglesia la constitución jerárquica, querida para siempre por Jesucristo. La Iglesia romana fue, por tanto —y para todos los tiempos—, centro


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