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Mujercitas. Louisa May AlcottЧитать онлайн книгу.

Mujercitas - Louisa May Alcott


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se quedaron tranquilas como ratoncitos, y Susie lloró a mares, lo sé. No la envidiaba entonces, porque pensaba que millones de sortijas de cornerinas no hubieran podido hacerme feliz después de eso. Nunca hubiera podido recobrar ánimo después de tal mortificación —y Amy continuó su trabajo, orgullosa de su virtud y de haber hecho un párrafo tan bien construido.

      —Esta mañana vi una cosa que me gustó mucho, y tenía la intención de contarla a la hora de la comida, pero lo olvidé —dijo Beth, mientras ponía en orden el cesto de Jo—. Cuando fui a comprar almejas, el viejo señor Laurence estaba en la pescadería, pero no me vio, porque yo me quedé quieta detrás de un barril y él estaba ocupado con el pescadero, señor Cutter. Una mujer pobre entró con un balde y una escoba, y preguntó si le permitía hacer alguna limpieza a cambio de un poco de pescado, porque no tenía nada que dar de comer a sus niño y no había encontrado trabajo para el día. El señor Cutter estaba muy ocupado, y dijo que no de mal humor; ya se iba ella con aire de tristeza y de hambre, cuando el señor Laurence enganchó un pescado grande con la punta encorvada de su bastón y se lo dio. Estaba ella tan contenta y sorprendida, que abrazó el pescado y no se cansaba de dar las gracias al señor Laurence. “¡Ande, ande, vaya a guisarlo!”, le dijo él, y ella se marchó más alegre que unas castañuelas. Qué buena acción fue, ¿verdad? ¡Qué gracioso era verla abrazando el pescado y diciéndole al señor Laurence que Dios le diera la gloria!

      Cuando terminaron de reír de la historia de Beth, pidieron a la madre que contase otra, y, después de pensar un momento, dijo ella gravemente:

      —Hoy, mientras cortaba chaquetas de franela en la sala, me sentía muy ansiosa por papá, y pensaba qué solas y desamparadas quedaríamos si le ocurriese algo malo. No hacía bien al preocuparme tanto, pero no podía evitarlo, hasta que vino un viejo a hacer un pedido. Se sentó a mi lado y me puse a hablar con él, porque parecía pobre, cansado y ansioso. “¿Tiene usted hijos en la guerra?”, le pregunté. “Sí, señora; tenía cuatro, pero dos han muerto, otro está prisionero y ahora voy para ver al otro, que está enfermo en un hospital de Washington”, contestó sencillamente. “Ha hecho usted mucho por su patria, señor”, le dije, sintiendo hacía él respeto en lugar de compasión.

      “Ni un pedacito más de lo que debía, señora. Iría yo mismo si pudiera servir de algo; como no puedo, doy mis hijos y los doy de buena voluntad.” Hablaba con tan buen ánimo, parecía tan sincero y tan contento de dar toda su riqueza, que me sentí avergonzada. Yo había dado un hombre, y lo consideraba demasiado, mientras que él había dado cuatro sin escatimarlos; yo tenía todas mis hijas para consolarme en casa y su último hijo lo esperaba, separado por larga distancia, quizá para decirle “adiós” para siempre. Me sentí tan feliz y rica pensando en mi fortuna, que le hice un buen paquete, le di algún dinero y le agradecí la lección que me había dado.

      —Cuéntanos otra historia, mamá; una historia con moraleja, como ésta. Me gusta pensar en ellas después, si son verdaderas y no muy pedagógicas —dijo Jo, después de un corto silencio.

      La señora March sonrió y comenzó enseguida, porque había contado historias a aquel auditorio durante muchos años y sabía cómo complacerlo.

      —Había una vez cuatro chicas que tenían lo bastante para comer y vestirse, no pocas comodidades y placeres, buenos amigos, benévolos padres que las amaban tiernamente y todavía no estaban contentas. (Al llegar aquí, las oyentes se miraron a hurtadillas y se pusieron a coser diligentemente.) Estas chicas deseaban ser buenas y tomaron excelentes resoluciones; pero por una cosa o por otra, no lograban cumplirlas muy bien, y con frecuencia decían: “¡Si tuviéramos tal o cual cosa!” o “¡si pudiéramos hacer esto o aquello!”, olvidando completamente cuánto tenían ya y cuántas cosas agradables podían ya hacer. Fueron y preguntaron a una vieja qué métodos podrían usar para ser felices, y ella les dijo: “Cuando se sientan descontentas, piensen en lo que poseen y estén agradecidas.” (Aquí Jo levantó la cabeza, como si fuera a hablar, pero no lo hizo, al notar que la historia no había terminado.) Como eran chicas razonables, decidieron seguir el consejo, y quedaron sorprendidas al ver lo ricas que eran. Una descubrió que el dinero no podía evitar que la vergüenza y la tristeza entraran en las casas de los ricos; otra, que, aunque pobre, era mucho más feliz con su juventud, salud y buen humor, que cierta señora, vieja y descontentadiza, que no sabía gozar de sus comodidades; una tercera, que desagradable como era trabajar en la cocina, era más desagradable tener que pedirlo como una limosna, y la cuarta, que las sortijas de cornalina no eran tan valiosas como la buena conducta. Así, convinieron en dejar de quejarse, gozar de lo que ya tenían y tratar de merecerlo, no fuera que lo perdiesen, en vez de que aumentara; y creo que nunca se arrepintieron de haber seguido el consejo de la vieja.

      —Vaya, mamá, qué habilidad para volver nuestros cuentos contra nosotras y darnos un sermón en lugar de una historia —exclamó Meg. —A mí me gusta esta clase de sermones; es de la misma clase que los que solía contarnos papá —dijo Beth, pensativa, poniendo en orden las agujas sobre la almohadilla de Jo.

      —No me quejo nunca tanto como las demás, y ahora tendré más cuidado todavía, porque lo sucedido a Susie me ha hecho reflexionar —repuso Amy.

      —Necesitábamos esa lección y no la olvidaremos. Si lo hacemos, digamos, como la vieja Cloe en El Tío Tom: piensen en sus bendiciones, niños, piensen en sus bendiciones —susurró Jo, que no podía resistir la tentación de sacar un chiste del sermoncito, aunque lo tomase tan en serio como las demás.

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