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100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод МонтгомериЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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pido disculpas —dijo mister Wolfshiem—. Me he equivocado.

      Un suculento estofado llegó, y mister Wolfshiem, olvidando la atmósfera sentimental del viejo Metropole, empezó a comer con una delicadeza feroz. Sus ojos, entretanto, recorrieron muy despacio todo el local. Y, para completar el arco, se volvió a inspeccionar a las personas que tenía detrás. Creo que, si yo no hubiera estado presente, habría echado un vistazo debajo de la mesa.

      —Óyeme, compañero —dijo Gatsby, inclinándose hacia mí—. Me temo que esta mañana, en el coche, te he molestado.

      Allí estaba de nuevo la sonrisa, pero esta vez no cedí.

      —No me gustan los misterios —respondí—, y no entiendo por qué no me hablas con franqueza y me dices lo que quieres. ¿Por qué me lo tiene que decir miss Baker?

      —No es nada turbio —me aseguró—. Miss Baker es una gran deportista, ya sabes, y jamás haría nada incorrecto.

      De repente miró el reloj, se puso en pie de un salto y salió a toda prisa de la habitación, dejándome con mister Wolfshiem en la mesa.

      —Tiene que hablar por teléfono —dijo mister Wolfshiem, siguiéndolo con la mirada—. Un tipo estupendo, ¿verdad? Da gusto verlo y es un perfecto caballero.

      —Sí.

      —Estudió en Oggsford.

      —¡Ah!

      —Fue al Oggsford College, en Inglaterra. ¿Conoce el Oggsford College?

      —Algo he oído.

      —Es uno de los más famosos colleges del mundo.

      —¿Hace mucho que conoce a Gatsby? —pregunté.

      —Varios años —contestó, complacido—. Tuve el placer de conocerlo recién acabada la guerra. Pero supe que había descubierto a un hombre de excelente crianza después de hablar con él una hora. Me dije: «Éste es el tipo de hombre al que llevarías encantado a casa y le presentarías a tu madre y a tu hermana» —hizo una pausa—. Veo que está mirando mis gemelos.

      Yo no estaba mirando los gemelos, pero los miré entonces. Estaban hechos con piezas de marfil extrañamente familiares.

      —Los mejores ejemplares de molares humanos —me informó.

      —¡No me diga! —los examiné—. Es una idea muy interesante.

      —Sí —se cubrió de un tirón los puños de la camisa con las mangas de la chaqueta—. Sí, Gatsby es muy respetuoso con las mujeres. Ni se atrevería a mirar a la mujer de un amigo.

      Cuando el merecedor de aquella confianza instintiva volvió y se sentó a la mesa, mister Wolfshiem se bebió el café de un tirón y se levantó.

      —Ha sido un placer comer con ustedes —dijo—, pero voy a dejarlos. Son jóvenes y no quiero que me consideren un pesado.

      —No tengas prisa, Meyer —dijo Gatsby, sin entusiasmo.

      Mister Wolfshiem levantó la mano en una especie de bendición.

      —Eres muy amable, pero pertenezco a otra generación —anunció solemnemente—. Ustedes se quedan aquí y hablan de sus diversiones, de sus amigas, de sus… —un vago movimiento de la mano sustituyó a un nombre imaginario—. En lo que a mí concierne, tengo cincuenta años y no quiero seguir imponiéndoles mi presencia.

      Cuando nos dio la mano y se volvió, le temblaba la nariz trágica. Me pregunté si había dicho yo algo que pudiera ofenderlo.

      —A veces se pone muy sentimental —me explicó Gatsby—. Hoy tiene uno de sus días sentimentales. Es todo un personaje en Nueva York, vecino de Broadway.

      —¿Es actor?

      —No.

      —¿Dentista?

      —¿Meyer Wolfshiem? No, es jugador —Gatsby titubeó antes de añadir fríamente—. Es el hombre que amañó la serie final de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.

      —¿Amañó la serie final? —repetí.

      La idea me dejó estupefacto. Recordaba, por supuesto, que en 1919 amañaron el campeonato, pero, si hubiera pensado en el asunto, me habría parecido algo que pasó simplemente, el eslabón final de una cadena inevitable. No se me hubiera ocurrido nunca que un hombre pudiera jugar con la buena fe de cincuenta millones de personas con la determinación de un ladrón que revienta una caja fuerte.

      —¿Cómo se le ocurrió hacer una cosa así? —pregunté.

      —Se le presentó la oportunidad.

      —¿Por qué no está en la cárcel?

      —No lo pueden coger, compañero. Es listo.

      Insistí en pagar la cuenta. Cuando el camarero me dio el cambio, descubrí a Tom Buchanan al fondo del local abarrotado.

      —Acompáñame un momento —dije—. Tengo que saludar a alguien.

      Tom nos vio, se levantó y dio unos pasos hacia nosotros.

      —¿Dónde te has metido? —preguntó con calor—. Daisy está furiosa porque no nos has llamado.

      —Le presento a mister Gatsby, mister Buchanan.

      Se estrecharon la mano brevemente, y la cara de Gatsby adoptó una expresión de incomodidad y tensión que yo no le conocía.

      —¿Dónde te has metido? —insistió Tom—. ¿Cómo se te ha ocurrido venir a comer tan lejos?

      —He venido a comer con mister Gatsby.

      Me volví hacia Gatsby, pero ya no estaba.

      Un día de octubre de 1917… (dijo Jordan Baker aquella tarde, sentada muy derecha en una silla del café al aire libre del Hotel Plaza)… iba dando un paseo, por la acera y por el césped. Me gustaba más el césped porque tenía unos zapatos ingleses con tacos de goma en las suelas que se hundían en la tierra blanda. Y tenía una falda escocesa nueva que se levantaba un poco al viento a la vez que en todas las casas se tensaban las banderas rojas, blancas y azules y decían tut-tut-tut-tut con tono de desaprobación.

      La bandera más grande y el césped más grande eran los de la casa de Daisy Fay. Daisy acababa de cumplir dieciocho años, dos más que yo, y era, de lejos, la chica más solicitada de Louisville. Vestía de blanco, tenía un pequeño descapotable, y el teléfono no dejaba de sonar en su casa: los jóvenes oficiales de Camp Taylor exigían con emoción el privilegio de monopolizar a Daisy aquella noche. «¡Una hora por lo menos!»

      Cuando llegué a la altura de su casa aquella mañana el descapotable blanco estaba junto a la acera, y ella estaba sentada al volante con un teniente al que yo no había visto antes. Estaban tan absortos el uno en el otro que Daisy no me vio hasta que me tuvo a metro y medio de distancia.

      —Hola, Jordan —gritó inesperadamente—. Ven.

      Me halagó que quisiera hablar conmigo, porque de todas las chicas mayores era la que yo más admiraba. Me preguntó si iba a la Cruz Roja a hacer paquetes de vendas. Sí, iba a la Cruz Roja. Bueno, ¿me importaría avisar de que ella no podía ir ese día? El oficial miraba a Daisy mientras hablaba, de una manera que cualquier chica desearía que la miraran alguna vez, y me pareció tan romántico aquel momento que no lo he olvidado. El oficial se llamaba Jay Gatsby, y no volví a ponerle los ojos encima hasta cuatro años después. Incluso cuando me lo encontré de nuevo, en Long Island, no me di cuenta de que se trataba del mismo hombre.

      Aquello fue en 1917. Al año siguiente yo también tenía algunos admiradores, y empecé a participar en torneos, así que no vi mucho a Daisy. Ella salía con un grupo algo mayor, cuando salía con alguien. Circulaban rumores disparatados sobre ella, sobre cómo su madre la había descubierto preparando el equipaje para irse a Nueva York a despedir a un soldado destinado a ultramar. Se lo impidieron terminantemente, pero Daisy le retiró la palabra


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