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100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод МонтгомериЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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esto me lo contó mucho más tarde, pero lo escribo ahora con la idea de desmentir aquellos primeros rumores disparatados sobre sus antecedentes, que no eran ni remotamente verdad. Me lo contó además en un momento de confusión, cuando yo había llegado a creérmelo todo y a no creerme nada sobre él. Así que aprovecho esta breve interrupción, mientras Gatsby, por decirlo así, recobraba el aliento, para disipar toda esa serie de ideas falsas.

      Hubo también una interrupción en mis relaciones con él. Durante algunas semanas dejamos de vernos y de hablar por teléfono —la mayor parte del tiempo la pasaba en Nueva York, dando vueltas con Jordan e intentando congraciarme con su tía, un vejestorio—, pero fui por fin a su casa un domingo por la tarde. No llevaba allí ni dos minutos cuando alguien apareció con Tom Buchanan, a tomar una copa. Me sobresalté, como es natural, aunque lo verdaderamente asombroso es que aquello no hubiera pasado antes.

      Eran tres, a caballo: Tom, un tal Sloane y una mujer muy agradable, con un traje de amazona marrón, que ya conocía la casa.

      —Estoy encantado de verles —dijo Gatsby, de pie en el porche—. Estoy encantado de que hayan venido.

      ¡Como si a ellos les importara!

      —Siéntense. Cojan un cigarrillo o un puro —se movió deprisa por la habitación, pulsando timbres—. En un momento estarán listas las bebidas.

      La presencia de Tom Buchanan lo afectaba profundamente. Pero se sentiría incómodo de todas formas hasta que no les sirviera algo, pues en el fondo se daba cuenta de que ése era el único motivo por el que habían ido a su casa. Mister Sloane no quería nada. ¿Limonada? No, gracias. ¿Un poco de champagne? Nada en absoluto, gracias… Lo siento.

      —¿Qué tal el paseo?

      —Por aquí los caminos son buenos.

      —Supongo que los automóviles…

      —Sí.

      Obedeciendo a un impulso irresistible. Gatsby se volvió hacia Tom, que había reaccionado a la presentación como si no lo conociera.

      —Creo que ya nos conocíamos, mister Buchanan.

      —Ah, sí —dijo Tom, brusco y correcto, aunque era obvio que no se acordaba—. Sí, lo recuerdo perfectamente.

      —Hace unas dos semanas.

      —Es verdad. Usted estaba con Nick.

      —Conozco a su mujer —continuó Gatsby, casi con agresividad.

      —¿Sí?

      Tom se volvió hacia mí.

      —¿Vives cerca, Nick?

      —En la casa de al lado.

      —¿Sí?

      Mister Sloane no participaba en la conversación, sino que se retrepaba en la silla con arrogancia; la mujer tampoco hablaba, hasta que inesperadamente, después de dos whiskys con soda, se volvió cordial.

      —Vendremos a su próxima fiesta, mister Gatsby —sugirió—. ¿Qué me dice?

      —De acuerdo, será un placer tenerlos aquí.

      —Será muy agradable —dijo mister Sloane sin la menor gratitud—. Bueno, creo que debemos irnos ya a casa.

      —Por favor, no hay prisa —dijo Gatsby con calor. Había recuperado el control de sí mismo y quería seguir hablando con Tom—. ¿Por qué… por qué no se quedan a cenar? No me sorprendería que se dejara caer por aquí alguna gente de Nueva York.

      —No. Ustedes se vienen a cenar conmigo —dijo la señora con entusiasmo—. Los dos.

      Me incluía también a mí. Mister Sloane se puso de pie.

      —Vamos —dijo, pero sólo a ella.

      —Hablo en serio —insistió la señora—. Me encantaría que nos acompañaran. Hay sitio de sobra.

      Gatsby me miró, interrogándome. Quería ir y no había entendido que mister Sloane había decidido que no fuera.

      —Me temo que no puedo acompañarles —dije.

      —Bueno, pues viene usted —insistió ella, concentrándose en Gatsby.

      Mister Sloane le murmuró algo al oído.

      —No llegaremos tarde si nos vamos ahora mismo —contestó ella en voz alta.

      —No tengo caballo —dijo Gatsby—. Montaba en el ejército, pero nunca he comprado un caballo. Los seguiré en el coche. Discúlpenme un momento.

      Los demás salimos al porche, donde Sloane y la señora se apartaron para iniciar una apasionada conversación.

      —Dios mío, creo que ese tipo se viene —dijo Tom—. ¿No se da cuenta de que ella no quiere que venga?

      —Ella dice que quiere que vaya.

      —Da una gran cena en la que ese Gatsby no va a conocer a nadie —arrugó la frente—. Quisiera saber dónde diablos conoció a Daisy. Por Dios, puede que mis ideas ya no estén de moda, pero, para mi gusto, las mujeres de hoy andan demasiado sueltas. Y tropiezan con toda clase de chiflados.

      De repente mister Sloane y la señora bajaron la escalera y montaron en sus caballos.

      —Vamos —dijo mister Sloane a Tom—, llegamos tarde. Tenemos que irnos —y a mí—. Dígale que no hemos podido esperar, por favor.

      Tom y yo nos estrechamos la mano; con los otros intercambié un frío saludo con la cabeza, y desaparecieron al trote, camino abajo, entre el follaje de agosto, en el momento en que Gatsby salía por la puerta principal con el sombrero y un abrigo ligero en la mano.

      A Tom lo perturbaba evidentemente que Daisy saliera sola, y el sábado siguiente, por la noche, la acompañó a la fiesta de Gatsby. Puede que su presencia le diera una especial sensación de opresión a la velada: aquella fiesta la recuerdo entre todas las que Gatsby dio aquel verano. Había la misma gente, o por lo menos el mismo tipo de gente, la misma abundancia de champagne, el mismo bullicio de voces y colores, pero yo percibía algo desagradable en el aire, una aspereza en todo que antes no existía. O puede que simplemente me hubiera acostumbrado a aceptar West Egg como un mundo completo en sí mismo, con sus propias normas y sus propias grandes figuras, no inferior a nada porque no tenía conciencia de serlo, y ahora lo estaba viendo de nuevo, a través de los ojos de Daisy. Es inevitablemente triste mirar con nuevos ojos cosas a las que ya hemos aplicado nuestra propia capacidad de enfoque.

      Llegaron al anochecer, y, mientras paseábamos entre cientos de seres resplandecientes, la voz susurrante de Daisy hacía travesuras en su garganta.

      —Estas cosas me emocionan tanto… —murmuró—. Si quieres besarme durante la fiesta, Nick, dímelo y lo solucionaré encantada. Basta con que pronuncies mi nombre. O con que presentes una tarjeta verde. Voy a repartir tarje…

      —Mirad a vuestro alrededor —sugirió Gatsby.

      —Estoy mirando. Lo estoy pasando maravillosa…

      —Veréis en persona a mucha gente de la que habéis oído hablar.

      La mirada arrogante de Tom se paseó por la multitud.

      —No salimos mucho —dijo—; de hecho estaba pensando que no conozco a nadie.

      —Quizá conozca a esa señora —Gatsby señalaba a una magnífica mujer orquídea, apenas humana, sentada con dignidad regia bajo un ciruelo blanco.

      Tom y Daisy la miraron sorprendidos, con esa peculiar sensación de irrealidad que nos acompaña cuando reconocemos a una celebridad del cine, fantasmal hasta ese momento.

      —Es preciosa —dijo Daisy.

      —El hombre que ahora se inclina sobre ella es su director.

      Gatsby los llevó ceremoniosamente de grupo en grupo:

      —Mistress Buchanan… y mister


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