100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод МонтгомериЧитать онлайн книгу.
sus compañeros no sentían posiblemente ninguna inclinación, ella tenía la esperanza de serle útil en algunas observaciones, como el deber y la utilidad de luchar contra las penas morales, tema que había surgido con naturalidad de su conversación. Era tímido, pero no reservado, y parecía contento de no tener que reprimir sus sentimientos, habló de poesía, de la riqueza de la actual generación, e hizo una breve comparación entre los poetas de primera línea, procurando decidirse por Marmion, o La dama del lago, analizó el valor de Giauor y La doncella de Abydos, y además, señalo cómo debía pronunciarse Giauor, demostrando estar íntimamente relacionado con los más tiernos poemas de tal poeta y las apasionadas descripciones de desesperado dolor en tal otro. Repetía con voz trémula los versos que describían un corazón deshecho, o un espíritu herido por la maldad, y se expresaba con tal vehemencia, que ella deseó que el joven no sólo leyera poesía, y dijo que la desgracia de la poesia era el no poder ser gozada impunemente por aquellos que de ella gozaban en verdad, y que los violentos sentimientos que permitían apreciarla eran los mismos sentimientos que debían aconsejarnos la prudencia en su manejo.
Como el rostro de él no pareciera afligido, sino, por el contrario, halagado por esta alusión, Ana se atrevió a proseguir, y consciente del derecho que le daba una mayor madurez mental, se animó a recomendarle que leyera más obras en prosa, y al preguntarle el joven qué clase de obras, sugirió ella algunas obras de nuestros mejores moralistas, algunas colecciones de nuestras cartas más hermosas, algunas memorias de personas dignas y golpeadas por el dolor, que le parecieron en ese momento indicadas para elevar y fortificar el ánimo por medio de sus nobles preceptos y los ejemplos más vigorosos de perseverancia moral y religiosa.
El capitán Benwick escuchaba con toda atención y parecía agradecer aquel interés, y a pesar de que con una sacudida de la cabeza y algunos suspiros expresó su poca fe en la eficacia de tales lecturas para curar un dolor como el suyo, tomó nota de los libros recomendados, prometiendo obtenerlos y leerlos.
Al finalizar la velada, Ana no pudo menos que pensar con ironía en la idea de haber ido a Lyme a aconsejar paciencia y resignación a un joven que nunca había visto; ni pudo dejar de pensar, reflexionando más seriamente, que semejando a grandes moralistas y predicadores, había sido ella muy elocuente sobre un punto en el que su propia conducta dejaba algo que desear.
CAPITULO XII
Ana y Enriqueta, las primeras en levantarse al día siguiente, acordaron bajar a la playa antes de desayunar. Llegaron a las arenas y contemplaron el ir y venir de las olas, a las que la brisa del sudeste hacia lucir con toda la belleza que permitía una playa tan extensa. Alabaron la mañana, se regocijaron con el mar, gozaron de la fresca brisa y guardaron silencio, hasta que Enriqueta, súbitamente, empezó a hablar.
-¡Oh, sí! Estoy convencida de que, salvo raras excepciones, el aire de mar siempre es bueno. No cabe duda de que ha sido muy beneficioso para el doctor Shirley después de su enfermedad, que tuvo lugar hace un año en la primavera. El dice que un mes de permanencia en Lyme le ayuda más que todas las medicinas, y que el mar lo hace sentirse rejuvenecido. Pienso que es una lástima que no viva siempre junto al mar. Yo creo que debería dejar Uppercross para siempre y fijar su residencia en Lyme. ¿No le parece, Ana? ¿No cree usted, como yo, que sería lo mejor que podría hacer, tanto para él como para Mrs. Shirley? El tiene primos aquí, y muchos conocidos que harían la estadía de ella muy animada, y estoy segura de que ella estaría contenta de vivir en un lugar donde puede tener a mano los cuidados médicos en caso de volver a enfermar. En verdad, creo que es muy triste que personas excelentes como el doctor y su señora, que han pasado toda su vida haciendo el bien, gasten sus últimos días en un lugar como Uppercross, donde, aparte de nuestra familia, están alejados del mundo. Me gustaría que sus amigos le propusieran esto al doctor: en realidad creo que deberían hacerlo. En cuanto a obtener una licencia, creo que no habría dificultad, dados su edad y su carácter. Mi única duda es que algo pueda persuadirlo a abandonar su parroquia. ¡Es tan severo y escrupuloso! Demasiado escrupuloso, en realidad. ¿No piensa usted lo mismo, Ana? ¿No cree usted que es un error que un clérigo sacrifique su salud por deberes que podrían ser igualmente bien cumplidos por otra persona? Por otra parte, estando en Lyme a una distancia de diecisiete millas, podría oír de inmediato las noticias de cualquier irregularidad que sobreviniere.
Ana sonrió más de una vez para sí misma al oír estas palabras, y se interesó en el tema procurando ayudar a la joven como antes lo había hecho con Benwick, aunque en este caso la ayuda era sin importancia, pues ¿qué podía ofrecer que no fuera un asentimiento general? Dijo todo lo que era razonable y propio al respecto; estuvo de acuerdo en que el doctor Shirley necesitaba reposo; comprendió cuán deseable era que tomara los servicios de algún joven activo y respetable como párroco, y fue tan cortés que insinuó la ventaja de que el dicho párroco estuviese casado.
-Me gustaría -dijo Enriqueta, muy halagada por su compañera-, me gustaría que Lady Russell viviera en Uppercross y fuera amiga del doctor Shirley. He oído decir que Lady Russell es una mujer que influye fuertemente sobre todo el mundo. La considero una persona capaz de persuadir a cualquiera. Le temo, por ser tan inteligente, pero la respeto muchísimo, y me gustaría tenerla como vecina en Uppercross.
A Ana le causó gracia el agradecimiento de Enriqueta, y que el curso de los acontecimientos y de los nuevos intereses de la joven hubieran puesto a su amiga en situación favorable con un miembro de la familia Musgrove; no tuvo tiempo, sin embargo, más que para dar una respuesta vaga y desear que tal mujer viviera en Uppercross, antes de que la charla fuera interrumpida por la llegada de Luisa y el capitán Wentworth. Venían también a pasear antes del desayuno, pero al recordar Luisa, de inmediato, que debía comprar algo en una tienda, los invitó a volver al pueblo. Todos se pusieron a su disposición.
Al llegar a los peldaños por los que se bajaba hasta la playa encontraron a un caballero que se preparaba en ese momento a bajar y que cortésmente se retiró para cederles el paso. Subieron y lo dejaron atrás. Mas, al pasar, Ana observó sus ojos, que la miraron con cierta respetuosa admiración, a la cual no fue ella insensible.
Tenía muy buen aspecto: sus facciones regulares y bonitas habían recobrado la frescura de la juventud por obra del saludable aire, y sus ojos estaban muy animados. Era evidente que el caballero -su aspecto así lo demostraba- la admiraba muchísimo. El capitán Wentworth la miró en una forma que evidenciaba haber notado el hecho. Fue una rápida mirada, una brillante mirada que parecía decir: “El hombre está prendado de ti, y yo mismo, en este momento, creo ver algo de la Ana Elliot de otrora”. Después de acompañar a Luisa en su compra y pasear otro rato, regresaron a la posada, y al pasar Ana de su dormitorio al comedor, casi atropelló al mismo caballero de la playa, que salía en ese momento de un departamento contiguo. En un principio había pensado ella que era un forastero como ellos, suponiendo además que un muchacho de buena apariencia, que habían encontrado arguyendo en las dos posadas que recorrieron, debía ser su criado. El hecho de que tanto el amo como el presunto criado llevaran luto parecía corroborar la idea. Era ahora un hecho que se alojaba en la misma posada que ellos; esté segundo encuentro, pese a su brevedad, probó asimismo, por las miradas del caballero, que encontraba a Ana encantadora, y por la prontitud y propiedad de sus maneras al excusarse, que se trataba de un verdadero caballero. Representaba unos treinta años, y aunque no puede decirse que fuera hermoso, su persona era sin duda agradable. Ana comprendió que le agradaría saber de quién se trataba.
Acababan de terminar el almuerzo, cuando el ruido de un coche (el primero que habían escuchado desde su llegada a Lyme) atrajo a todos hacia la ventana.
-Era el coche de un caballero, un cochecillo, -comentó un huésped-, que venía desde el establo a la puerta principal. Alguien que se marcha seguramente. Lo conducía un criado vestido de luto.
La palabra “cochecillo” despertó la curiosidad de (arios Musgrove, que en el acto deseó comparar aquel coche con el suyo. l As palabras “un criado de luto” atrajeron la atención de Ana, y así, los seis se encontraban en la ventana en el momento que el dueño del coche, entre los saludos y cortesías de la servidumbre, tomó su puesto para conducirlo.
-¡Ah! -exclamó el capitán Wentworth, y mirando de reojo a Ana, arguyó-: es el hombre con quien nos hemos cruzado.