Viaje al centro de la Tierra. Julio VerneЧитать онлайн книгу.
-Subamos -dijo mi tío.
-¿No nos acometerá el vértigo? -repliqué.
-Razón de más; es preciso que nos habituemos a él.
-Sin embargo…
-Vamos, no perdamos tiempo insistió el profesor con ademán imperioso.
Tuve que obedecer. Un guardia, que permanecía apostado en el otro lado de la calle, nos dio una llave y comenzó la ascensión.
Mi tío me precedía con paso lento. Yo le seguía no sin cierto terror, porque se me solía ir la cabeza con facilidad deplorable. No me hallaba dotado del aplomo de las águilas ni de la insensibilidad de sus nervios.
Mientras marchamos por la hélice interior que formaba la escalera, todo fue bien; pero después de haber subido ciento cincuenta peldaños, el aire me golpeó la cara: habíamos llegado a la plataforma del campanario donde comenzaba la escalera aérea, que no tenía más resguardo que una frágil barandilla, y cuyos escalonas cada vez más estrechos, parecían subir hasta lo infinito.
-¡Me es imposible subir! —exclamé medio aterrado.
-Pero, ¿tan cobarde eres? ¡Sube inmediatamente!- me azuzó el cruel profesor.
No tuve más remedio que seguirle, agarrándome a la barandilla con ansia. El viento me atolondraba; sentía el campanario oscilar bajo sus ráfagas; las piernas me flaqueaban; no tardé en subir de rodillas y acabé por trepar arrastrándome y con los ojos cerrados; el vértigo de las alturas se había apoderado de mí.
Por fin, con la ayuda de mi tío, que tiraba de mí, asiéndome por el cuello de la chaqueta, llegué cerca de la cúpula.
-Mira -me dijo mi verdugo-, y fíjate bien en todo; es preciso aprender a contemplar el abismo sin la menor emoción.
Entonces abrí los ojos y vi las casas como aplastadas por efecto de una terrible caída. en medio de la niebla producida por los humos de las chimeneas. Por encima de mi cabeza pasaban desgarradas las nubes. y, por una ilusión óptica que invertía los movimientos. parecían inmóviles, en tanto que el campanario, la cúpula y yo éramos arrastrados con una velocidad vertiginosa. A lo lejos, se extendía por un lado la campiña, tapizada de verdura y brillaba, por el otro, el azulado mar bajo un haz de rayos luminosos. El Sund se descubría por la punta de Elsenor surcado por algunas velas blancas, que semejaban gaviotas, y entre las brumas del Este se vislumbraban apenas las ondulantes costas de Suecia. Toda esta inmensidad era un torbellino confuso ante mis ojos.
Esto no obstante, tuve que ponerme de pie y pasear en derredor la mirada. Mi primera lección de vértigo duró una hora. Cuando, al fin, me permitieron bajar y sentar mis pies en el sólido piso de las calles, estaba desfallecido.
-Mañana repetiremos la prueba-me dijo el profesor.
Y en efecto, durante cinco días tuve que repetir tan vertiginoso ejercicio. y, de grado o por fuerza. hice sensibles progresos en el arte de las altas contemplaciones.
Capítulo 9
Llegó el día de la marcha. La víspera, el señor Thomson, con su amabilidad acostumbrada, nos había llevado cartas de recomendación muy eficaces para el conde Trampe, gobernador de Islandia, el señor Pictursson. coadjutor del obispo, y el señor Finsen, alcalde de Reykiavik. En prueba de gratitud, mi tío le prodigó fuertes apretones de manos con el mayor entusiasmo.
El día 2, a las seis de la mañana, nuestros inestimables equipajes se ubicaban ya a bordo de la Valkyria. El capitán nos condujo a unos camarotes exageradamente pequeños, instalados bajo una especie de puente.
-¿Tenemos buen viento? -preguntó mi tío.
-Inmejorable -respondió el capitán Biarna-. Brisa fresca del Sudeste. Vamos a salir del Sund con todo el aparejo largo y el viento entre el través y la aleta.
Algunos instantes después, largó al velacho, el juanete, los foques y la cangreja, y, después de largar las amarras, orientó convenientemente el aparejo y penetró a toda vela en el estrecho. Una hora más tarde, la capital de Dinamarca parecía sumergirse en las lejanas olas, y la Valkiria rozaba casi la costa de Elsenor. Efecto de la disposición en que se encontraban mis nervios, creía ver la sombra de Hamlet errar sobre el legendario terrado.
-¡Oh sublime insensato! -pensaba yo-; ¡tú aprobarías sin duda nuestra empresa! ¡Tú nos seguirías tal vez ganoso de encontrar en el centro de la tierra una solución a tu duda sempiterna!
Mas nada descubrí sobre las antiguas murallas; el castillo es, además, mucho más moderno que el heroico príncipe de Dinamarca. Sirve en la actualidad de suntuoso alojamiento al portero de este estrecho del Sund, por el que pasan cada año quince mil buques de todas las naciones.
El castillo de Krongborg no tardó en desaparecer entre la bruma, así como la torre de Helsinborg, que se eleva en la costa sueca, y la goleta se inclinaba ligeramente, impedida por las brisas del Cattegat.
La Valkvria era un velero, y con esta clase de barcos nunca puede predecirse lo que va a durar el viaje. Conducía a Reykiavik carbón, utensilios de cocina, loza, vestidos da lana y un cargamento de trigo; e iba tripulada por cinco lobos de mar, todos ellos daneses, que bastaban para maniobrar su aparejo.
-¿Cuánto durará la travesía?-preguntó mi tío al capitán.
-Diez días, poco más o menos -respondió este último-, si a la altura de las Feroe no arrecia al Noroeste.
-Pero, ¿suele usted experimentar retrasos considerables?
-No, señor Lidertbrock; no pase ningún cuidado, ya llegaremos.
A eso del anochecer la goleta dobló el Cabo Skagen, que constituye el extremo septentrional de Dinamarca, cruzó el Skager Rak, bordeó la costa meridional de Noruega, lamiendo al Cabo Lindness, y penetró en el mar del Norte.
Dos días después divisamos las costas de Escocia, reconocimos el promontorio de Peterhead, y arrumbó la Valkiria a las Faroe, pasando entre las Orcadas y las Shetland.
No tardaron las olas del Atlántico en azotar los costados de nuestra goleta ; y como, al mismo tiempo, tuvimos que navegar de vuelta y vuelta para avanzar hacia el Norte, venciendo la resistencia que el viento nos oponía, costó gran trabajo el llegar a las Feroe.
El día 3 reconoció el capitán la isla Myganness, que es la más oriental de este grupo, y, a partir de este momento, hizo rumbo al cabo Portland, situado en la costa meridional de Islandia.
La travesía no ofreció ningún incidente notable. Soporté bastante bien las inclemencias del mar; pero mi tío se pasó todo al viaje mareado, lo que, a más de llenarle de vergüenza, contribuyó a agriar más todavía su carácter.
Esto no le permitió interrogar al capitán Biarne acerca de la cuestión del Sneffels, los medios de comunicación y la facilidad de los transportes, y tuvo que aplazar para más adelante todas estas investigaciones; se pasó todo el viaje tendido en su camarote, cuyos mamparos crujían a cada cabezada del buque. Preciso es confesar que se tenía muy bien merecida su suerte.
El día 11 montamos al cabo Portland, permitiéndonos la claridad del tiempo distinguir el Myrdals Yocul, que lo domina. Este cabo se halla formado por un enorme peñasco, de escarpadas pendientes, que se alza aislado en la playa.
La Valkvria, manteniéndose a una distancia razonable de las costas, fuelas barajando hacia el Oeste, navegando entre numerosas manadas de ballenas y tiburones. No tardamos en descubrir un inmenso peñasco, horadado de parte a parte, a través del cual pasaba enfurecido el espumoso mar. Los islotes de Westman parecieron surgir del Océano como rocas sembradas sobre la planicie líquida. A partir de este momento, la goleta tomó el rumbo de fuera para dar un respetable rodeo al cabo de Reykjaness, que forma el ángulo occidental de Islandia.
La fuerte marejada no permitía a mi tío subir sobre cubierta con objeto de admirar aquellas costas bravías, azotadas y hendidas por los vientos y mares